Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Indulto
XXVIII

INDULTO

Una vez colocado en aquella situación, enviado de Atúa y gran pontífice, considerándome a salvo de todo peligro, pensé en el pobre To—hú. Desnarigado, tuerto, inválido de un brazo, echado de todas partes, vivía en la selva en la mayor desesperación, con la agravante de que su aislamiento aumentaba a medida que crecía mi prestigio.

Por fin, después de mucho meditarlo, le llamé e hice comparecer en mi choza ante los ancianos. Daba pena verle. Entró temblando, y me miró como aterrado.

El temía, sin duda, que algo muy grave se acordara a su respecto.

Entonces, yo le dije: —Te hice llamar para preguntarte si estás contento de tu vida.

—¡No! — dijo resueltamente.

Estoy muy descontento. Mi vida es muy triste. Todos huyen de mí. Yo como y duermo lo mis mo que los demás; pero eso no me basta. Sin compañía no se puede vivir. Yo quisiera compañía, y nunca la tendré. Seré el más desgraciado de todos.

—Tú lo quisiste le dijo Okao.

Tú fuiste traidor para matar a Katara, y la pena que sufres, es justa.

—Sí, es justa — dijo To—hú, mirándome como implorando misericordia. — Es justa. Yo quise matar a Katara.

—Pero le dijo Okao dido Katara?

—¡Sí! dijo To—hú.

te había ofenMe había robado a Kora. Si Katara no hubiese venido, Kora era para mí; y para que ella fuese mía, yo tenía que matarle. No había otro remedio.

—Bien replicó Okao —; pero tú le ibas a matar a traición, y tú sabías cómo se castiga esa falta.

—Cierto — dijo To—hú; pero yo no podía matarle de otra manera; y como era necesario que le matase, elegí el momento del entierro de su amigo Miguel.

Verdaderamente, aquel hombre tenía razón. Para él, mi desaparición era necesaria, y pensó en estrangularme; ¿qué había en ello de particular? Katara, sin saberlo, le había inferido la mayor de las ofensas y causado el mayor de los daños: robarle el amor de una mujer; y pues Katara le estorbaba, había que apartar aquel estorbo. El razonaba como podía razonar el animal que derriba o mata a su rival para disfrutar la hembra; y en realidad se defendía, sin saberlo, con alta elocuencia. Presentaba sus instintos, que no podía, ni estaba obligado a dominar, como una eximente y, ante su conciencia, de nada tenía que acusarse. ¡Pobre hombre! El no creía que lo hecho fuese malo, por la sencilla razón de que había sido necesario. Y sin embargo, desde que su pena se hallaba consagrada por la costumbre, la reconocía como justa.

—Muy bien _ dije yo. Pero me prometes decir la verdad?

—¡Sí! — dijo.

—Perfectamente. ¡Insistes en que debes matar a Katara?

—¡No! —dijo porque esa venganza no me serviría para nada. Ši matándote, Kora fuese mía, tu muerte era buena; pero no siendo mía, sería mala.

Aquel hombre hablaba, al parecer, con pleno convencimiento y plena sinceridad. Su castigo había sido tremendo, suficiente para considerarle arrepentido; y en cuanto a su ejemplaridad, el efecto producido en los demás, había sido completo. La que diríamos misión social, estaba cumplida, y yo nada tenía ya que temer. ¡Por qué no perdonarle?

Entonces, dirigiéndome a los ancianos, les dije: —Este hombre cometió una gran falta; peKatara ro la ha purgado duramente, y se encuentra arrepentido. Es un desgraciado, un inútil; y pues las leyes de Atúa mandan ser generoso con el débil, esas leyes deben ser cumplidas y yo os pido que así lo hagais. Hay que devolverle la alegría que le quitaron su delito y su pena. Yo os pido que le perdoneis.

Okao y sus compañeros se miraron asombrados. ¡Perdonar! No era posible. El cas—tigo se imponía para siempre y debía durar siempre. No comprendían, y era natural, que el castigo corrigiese y que la corrección fuese causa de la remisión de la pena; mas, como me pareció bien que deliberasen libremente, les invité a hacerlo fuera de la choza, recomendándoles tuviesen presente la tercera de las leyes de Atúa.

Entretanto, yo, a solas con To—hú, le dije: Quieres que te perdonen?

—Sí, quiero que me perdonen, y nunca más trataré de matarte a tí.

Y si otro vuelve a robarte la mujer que te quiera Le matarías tú?

Quedó un momento pensativo y, con tono reposado, me contestó: —No le perdonaría. Pudiendo, tendría que matarle porque él sería el malo, y yo haría bien. Nadie debe robar a otro su mujer, porque es el robo más grande. Al que roba la mujer, no se le puede perdonar.

No me importa que no me perdonen...
—Pues si piensas así, no te perdonarán.

No estás arrepentido. La pena no te ha servido para nada.

—No me importa dijo que no me perdonen. Yo pienso así y así pensaré siempre.

Te prometí decirte la verdad y la digo. Mataré siempre, si puedo, al que me lleve un amor que sea mío. Sin el amor, no hay vida.

Te digo que mataré.

Confieso que me asombró la elocuencia de aquel salvaje. El proclamaba sus instintos como razón suprema de la vida. No éstaba arrepentido de haber atentado contra mí, sino convencido de que de nada le serviría atentar de nuevo. Si no, lo haría, como repetiría el atentado con otro, cuando le fuese necesario. Era aquella su filosofía, su moral: el instinto, que le aconsejaba ser amado, procrear, vivir.

Los ancianos volvieron, después de larga deliberación. Por lo visto, era caso grave, excepcional para ellos. ¡Qué habrían resuelto? To—hú los vió entrar con la mayor serenidad. Parecía no importársele nada lo que decidieran.

Una vez todos en la choza, Okao dijo: —Creemos que To—hú no debe ser perdonado. No es justo el perdón. Nunca se otorgó a nadie. Si se perdona, se repetirán las traiciones todos los días. Hay que escarmentar...

A todo esto, To—hú, de quien no perdí el menor movimiento, continuaba impasible. No se movió ni un sólo músculo de aquella cara repelente y deforme.

—Entonces, observé yo continuar sufriendo su pena?

debe To—hú —No, replicó Okao. No continuará.

El es débil, está hasta inválido para un nuevo delito. Entonces, sin perdonar, hemos acordado que se le aplique la ley de Atúaque es grande, y debe ser mejor que la nuestra. Por lo tanto, la obedecemos y la cumpliremos.

Miré a To—hú, y no reveló la menor emoción, ni hizo la más ligera demostración de gratitud. Continuó impasible.

—Muy bien, querido Okao, queridos ancianos— les dije, muy bien. Katara está contento de ver que sois justos y sois buenos.

Y en cuanto a tí, To—hú, vuelves a ser To—hú.

Estás libre de pena y no olvides que a mí me lo debes.

Me miró, esta vez, con expresión de gratitud, y se retiró.

En seguida, Okao y sus compañeros, se retiraron también.

Yo, solo, pensé: He aquí un indulto que podrá no ser merecido, pero que es conveniente. Libera a un infeliz, que no hizo otra cosa que obedecer a sus instintos brutales, le obliga a estarme agradecido y me eleva a los ojos de todos, al verme generoso con él; y, sobre todo, es el primer triunfo, realmente enorme, de mi obra de redención: triunfaron las leyes de Atúa, las que mandan ser generoso con el débil, sobre los viejos hábitos, es decir, sobre el derecho consuetudinario de los habitantes de Hana—Hiva.