Katara/Filología práctica
FILOLOGÍA PRÁCTICA
Aquella noche, al retirarnos a dormir, puso Kora especial empeño en pernoctar en nuestra choza; pero yo la disuadí, dándole a entender que no había allí acomodo para ella. No pareció convencerse la muchacha, pues al parecer, allí cada cual dormía donde y como mejor le agradaba; y al fin, ante mi enérgica actitud, que ella debió considerar como un desaire o una repulsa, y que no podía explicarse, se fué a la cueva de sus padres llorando y hecha una furia. Aquella infeliz criatura, cuyos apetitos no excluían la más completa inocencia, me dió mucha lástima; pero me parecía demasiado pronto para entrar de lleno en aquella comunidad en que no se conocía otro protocolo ni imperaban otros cánones que los de la madre naturaleza. Confieso que, para mí, la transición me resultaba un poco violenta; pero no tenía la menor duda de que ya se encargaría el tiempo de hacer que ye encontrase, no solamente buenas, sino hasta amables aquellas sencillas costumbres.
Al día siguiente, muy temprano, sentado en mi cómoda silla, tan cómoda que hasta podía servirme de cama, ya estaba rodeado de los isleños más inteligentes a fin de continuar mis estudios sobre su idioma. Tomaron ellos aquel empeño mío con verdadero entusiasıno, al extremo de que se disputaban el honor de responder a mis preguntas y darme a su manera las explicaciones que les parecía podrían serme más convenientes. Como apenas trabajaban, pues todas sus ocupaciones se reducían a cazar, pescar, y coger la fruta de los árboles, o la caída por el suelo, me dedicaba: horas y horas con la mayor complacencia, riéndose a cada paso, con alegría infantil, de la imperfección con que yo pronunciaba las palabras que ellos me iban enseñando. Asi, en vez de encontrar penoso y árido aquel aprendizaje filológico, me resultaba sumamente divertido.
Para completarlo, yo pensé que Kora podría resultar para mí una maestra insuperable. Recordaba que, en cierta ocasión, viajando de la Argentina a Inglaterra en el Sorata, de la Compañía del Pacífico, el médico de a bordo, un distinguido joven irlandés cuyo nombre siento no recordar, me decía muy seriamente que si yo quería aprender rápidamente y con perfección el inglés, una amable compañera me resultaría la mejor de las gramáticas; y no tardé en reconocer que el buen galeno, era un sabio en la materia.
Sea por lo del consejo del galeno irlandés, sea porque empezase a considerarme como de la familia, cuando ya pude caminar bien, invité a Kora a que me acompañase a dar un paseo por el bosque, a lo cual accedió enseguida con una alegría indecible, pareciéndole al principio que aquello no era verdad y que yo me burlaba de ella. Rodeándole con mi brazo su esbelta cintura, anduvimos largo trecho por aquella espesura, de belleza incomparable; descansamos plácidamente sobre el verde césped, saturado de aromas que invitaban a vivir y a soñar; platicamos apasionadamente sobre todo lo imaginable; y cuando ya regresábamos, pensaba yo que había aprendido infinitamente más en aquella tarde inolvidable, que desde que me encontraba en la isla.
Por Kora, supe que aquella tierra se llamaba Hana-Hiva y que no había allí ningún rey o cacique ocupado en gobernar a los demás. Enseñóme, entre otra infinidad de palabras, los nombres de padre, madre, hijo, hombre, mujer y hasta me dijo, siempre alegre y muerta de risa, como ellos denominaban al amor.
En suma, que tenía muchísima razón el médico del Sorata.
Quien no aprendía, ni a cañonazos, una sola palabra de aquel extraño idioma, era don Miguel, no obstante ser hombre bastante ilustrado y de regular inteligencia. Para él, a pesar de haber navegado tanto—y en eso se parecía al sabio inglés—no había más lenguas dignas de ser habladas que el castellano y el rudo dialecto de nuestra tierra, mezcla informe del latín, de castellano, de celta, de bable y de gallego, de un léxico pobrísimo y del que él solía valerse, en sus ratos de buen humor, para traerme a la memoria recuerdos de aquel nuestro amado rincón del occidente asturiano, que acaso nunca volveríamos a ver.
Ahora, por lo que respecta a Ricardito, ya era otra cosa. Se hallaba en esa edad en que el entendimiento es cera blanda para recibir y guardar toda clase de impresiones, y en que el aprendizaje de los idiomas resulta facilísimo. Ya se había hecho gran camarada de todos aquellos muchachos y se entendía con ellos perfectamente. Y al paso que iba, como tenía muy clara inteligencia, no sólo aprendería aquella lengua antes que yo, sino que acabaría por servirme de intérprete y hasta por darme lecciones.
Fuí, poco a poco aprendiendo el significado de infinidad de palabras, y no tardé en dominar, al menos en lo fundamental, la complexión de aquel idioma, que era simplicísimo. En ello me ayudaban no poco las ligeras nociones que poseía del maorí, con que guardaba mucha semejanza; y como no tenía otra preocupación que aquella, desde la mañana a la noche, no habían transcurrido tres meses y ya conversaba sin mayores dificultades con aquellos bondadosos isleños. Con los pronombres, una cincuentena de verbos de los más corrientes, y algunos centenares de adjetivos y sustantivos, puedo decir que empezaba a encontrarme en posesión de aquella lengua, que no tenía una sola palabra de común con las que me eran familiares. Por la redondez y la simplicidad de sus sílabas, formando palabras sencillas que jamás terminaban en consonante ni en forma aguda, podría clasificarse desde luego entre las aglutinantes, y era pobrísima. Los tiempos de sus verbos se reducían a tres: pasado, presente y futuro. No tenía superlativos, ni diminutivos, expresándose lo grande o lo pequeño con la agregación de una palabra única, para lo uno o para lo otro, al adjetivo con el cual se quería calificar una cosa. Entre todos sus vocablos, no encontré uno solo con el que se pretendiese expresar un concepto ideal o abstracto, limitándose todos a determinar objetos, cualidades de los mismos, o fenómenos, especialmente los meteorológicos. No existía allí la más remota idea de qué cosa fuese la amistad, sin duda por que todos se estimaban por igual los unos a los otros, ni tampoco la gratitud, probablemente, porque encontrarían cosa natural el auxiliarse recíprocamente en caso necesario, por lo cual carecían de palabras que lo expresasen. Cuando yo les decía que me consideraba muy obligado con ellos por la bondad con que nos trataban, llegué a convencerme de que no me entendían: y es que, por lo visto, les parecía que no tenía valor alguno que se condujesen de aquella manera.
Su contabilidad no podía ser más elemental: sólo contaban hasta cinco, cuyo número duplicaban, llegando hasta diez; pero de ahí no pasaban; y esto me hizo recordar a los guaraníes, que yo había visto en el Chaco paraguayo, a quienes ocurría algo parecido, debido a que hacían sus cuentas con la mano, valiéndose de los dedos.
Durante aquel tiempo, si bien me dediqué con verdadero afán al estudio del idioma, no por eso descuidé el del modo de ser y las costumbres de aquellos indígenas. Eran indolentes, porque podían vivir con muy pequeño esfuerzo; pero como gustaban del baño, pare cía como si fuesen muy amantes de la limpieza, no ciertamente por virtud, sino como una imposición de la necesidad. Tenían sus cuevas y sus chozas siempre abiertas, y renovaban con bastante frecuencia las hojas y los juncos de sus camastros. Como carecían de peines, se servían de tales los unos a los otros, valiéndose especialmente de los niños para verse libres de la incomodidad de los parásitos.
Las guerras entre aquellas tribus no eran frecuentes pero cuando sobrevenían, eran de una ferocidad terrible, porque el vencedor exterminaba siempre al vencido. Creían que dar muerte al adversario, no sólo era un bien para libertarse de él, sino un castigo muy justo. De aquí que en aquella isla el número de hombres, únicos que guerreaban, fuese considerablemente menor que el de mujeres.
Sus armas favoritas eran la cachiporra, el hacha de piedra y la lanza, que consistía en una larga pértiga de madera dura, bien afilada en uno de sus extremos..
Eran apasionados por los make, danzas de muy variadas combinaciones y figuras, representativas de ideas o hechos materiales, entre las que llamó muy especialmente mi atención una con la cual se simulaban los movimientos del mar. Era el make de las olas.
Se ejecutaba colocándose los bailarines en extensas filas, avanzando de frente al son de tambores y a largos pasos. Después, inclinando la cabeza hacia delante, y con los brazos abiertos, apresuraban su marcha, saltando, deteniéndose, retrocediendo, volviendo a marchar, como imitando con esos vaivenes el choque del mar con las peñas o los acantilados de la costa. En lo más animado de la danza, cerraban filas y caminaban con más rapidez en los extremos que en el centro, mientras grupos de niños saltaban y gritaban desaforadamente, como imitando el ruido del ' mar, pasando por entre las piernas de los danzantes, hombres y mujeres, quienes. Ilevaban en la cabeza copos de algodón y gran cantidad de flores blancas con filamentos del mismo color, semejando gasas, a la manera de la espuma que corona las olas. Por la solemnidad y hasta la perfección con que era ejecutada aquella danza, no me pareció que fuese una invención o un capricho vulgar, sino más bien un homenaje que se tributaba a Fetu—moana, el señor Océano, para que siguiese respetando aquella tierra, la única salvada dėl gran diluvio, entre cuantas se habían conocido. Tenía, pues, algo de religiosa, siendo conocida en las islas Viti y Rotuma y en varias otras de la Polinesia.
Muy distinta de esta danza era otra que ejecutaban llevando en las manos enormes ramos de flores, la Hula—hula, make licencioso y provocativo hasta lo indecible, tanto que sus movimientos llenos de lascivia, no son como para descriptos. Se bailaba muy pocas veces y solo cuando los ancianos lo autorizaban, por sucesos muy extraordinarios. A cierta altura del baile, los danzantes, más que seres racionales, parecían energúmenos. Tambien esta danza era conocida en otras islas, denominándose en las de Tahití, Upa—upa, y Feyba, en la de Quirós, archipiélago de Tuamotú.
El traje de los hombres se reducía, como se ha dicho, a un cinturón de sustancia vegetal, enrollado al cuerpo, que ocultaba el bajo vientre; y el de las mujeres, a una enagüilla de filamentos vegetales que cubría los riñones, cayendo hasta el muslo. No se adornaban la piel con extraños dibujos, lo que no dejó de sorprenderme, por lo general que es el «tatuage» en toda la Polinesia; pero en cambio, especialmente las mujeres, solían engalanarse con diademas de dientes de marsuino, penachos de vistosas plumas rectas o encorvadas hacia atras, y gargantillas y brazaletes de colores, o de dientes de cachalote, que eran allí tan apreciados, sin duda por lo difíciles de conseguir, como entre nosotros las perlas y los diamantes. Las mujeres, para resguardarse de los rayos del sol, solían hacer uso de un enorme abanico de plumas de colores; mas, para los usos ordinarios de la vida, se prescindía de estos adornos, reservados tan sólo para las grandes ocasiones.
Los hombres tenían barba, aunque muy escasa, y dejaban que el cabello sólo les llegase a los hombros, mientras que las mujeres lo dejaban graciosamente tendido, o ligeramente atado por detrás, a la altura del cuello, sin recortarlo nunca, y todos ellos solían untarse el cuerpo con aceite de coco, no sólo para dar brillo a la piel, sino para defenderse de la picadura del nono, pequeño mosquito que constituía allí la mayor de las molestias.