Katara/Algo de filología
ALGO DE FILOLOGÍA
Reposé muy bien aquella noche, a causa sin duda de no haber dormido la anterior y del cansancio del día; pero, a la mañana siguiente, ví que no podría dar un solo paso. Mis pies ya bastante doloridos, con la larga caminata y con las botas de don Miguel, que eran muy duras, se me habían puesto hechos una lástima. Resolví, entonces, quedarme, que fuesen don Miguel y su hijo con los hombres suficientes, a continuar la exploración de la costa. Pude observar que a mi joven amiga, pues como tal debía ya considerarla, le había sido muy grata aquella disposición mía, y se apresuró a repetir sus curaciones, mostrándose cada vez más tierna y cariñosa conmigo; y según iban las cosas, parecía indudable que aquello tendría que concluir muy pronto en un matrimonio fulminante al estilo indígena.
Después de un frugal alimento con frutas secas, me acomodé a la sombra de un guayabo enorme, en la silla de viaje del sabio inglés, que habíamos recogido en buen estado; y frente a mí, se sentó la isleña en el suelo, teniendo al inteligente Moro en su regazo.
Al poco rato, encontréme rodeado de isleños, de todos sexos y edades, maravillados de verme en aquel asiento, objeto enteramente nuevo para ellos, y vestido con la ropa, por cierto ligerísima, del desgraciado lord. Deseosos de comunicarse conmigo, ellos hablaban y gesticulaban, gesticulaba yo también, y tanto ellos como yo acabábamos por quedarnos en ayunas, como suele decirse; y era necesario que una situación tan violenta acabase de una vez por todas. Ya que sería imposible que yo les enseñase mi idioma, era indispensable que me decidiese a aprender el suyo. Y puse manos a la obra.
Empecé por preguntarles el nombre de las cosas más comunes, como boca, ojos, mano, sol, choza, árbol, fruta, perro, etc. y fuí anotando cuidadosamente los sonidos con que me respondían, haciéndomelos repetir y después pronunciar por diferentes personas para mayor seguridad. Me valí para mis apuntes, de la cartera de lord Wilson, en la que había un lápiz, y de algunas hojas que tenía, así como del dorso de los billetes de Banco, que muy pronto se secaron bajo la acción de los rayos solares. Cuando el papel y los billetes se concluyesen, ya encontraría pizarras o cortezas de árboles para poder proseguir mis estudios.
No tardé mucho en darme cuenta de queo su pronunciación era sumamente defectuosa, o que sus letras o sonidos eran mucho menos numerosos y más simples que los nuestros.
Semejante manera de hablar, era la observada como bastante general en la Polinesia, y aún me pareció más imperfecta que aquella, la de los negros del Africa Central. Se trataba, evidentemente, de una pronunciación casi infantil; y si bien no eran niños los que articulaban aquellos vocablos, lo hacía, en cambio, una especie de hombres que se hallaba en la infancia todavía.
Haber averiguado todo esto, era ya saber algo para llegar algún día a comunicarme cou aquellos indígenas y penetrar, si era posible, en el secreto de su historia, o de sus tradiciones, de sus creencias y de su vida. La tarea era, en verdad, larga y difícil; pero, al fin, como no tenía otra cosa que hacer, yo esperaba que todo se andaría. Ya que carecía de libros con que entretenerme y de papel en qué pudiese escribir, aquello me serviría siquiera para ir matando mi aburrimiento.
Por la facilidad con que comprendían o adivinaban mis preguntas y por la manera como las contestaban, me convencí de que aquellos hombres, tan ignorantes y tan primitivos, tenían un claro entendimiento. Además de hospitalarios y buenos, eran, pues, inteligentes.
A pesar de ello, no me fué posible conseguir que me dijesen el nombre de una cosa que no fuese de algún objeto material. En vano quise averiguar como se llamaban el día y la noche, la autoridad, el castigo, etc. 'Pero como ellos debían saberlo, parecióme que lo más seguro, era que yo no sabía preguntarles, es decir, buscar la manera de que me entendiesen; pero ya ello vendría con el tiempo.
Cuando ya declinaba el día, vimos aparecer a don Miguel con los hombres que le habían acompañado, trayendo enorme cantidad de otros objetos arrojados por el mar a la costa. Entre éstos, uno de los que más alegría me produjeron, tué un tablón con varias chapas de hierro, que una vez arregladas y afiladas podrían servir para infinidad de usos, pues aquellos pobres indígenas carecían en absoluto de herramientas. También me agradó sobremanera el ver la mesita—escritorio de lord Wilson, arrancada sin duda por un golpe de mar de la cámara que él tenía sobre cubierta, y que traía en sus cajones, buena cantidad de papel, perfectamente empaquetado, el cual, una vez puesto al sol y bieu seco, habría de prestarme inapreciables servicios. En aquellos cajones, venían lápices, plumas y lacre en buena cantidad. Encontré, además, una regla graduada, un espejito de bolsillo, un cortaplumas, unas tijeras, un almanaque de Gotha y otra porción de objetos de uso corriente los cuales había deteriorado el agua, pero que, no por eso dejarían de ser bien aprovechados. Todas aquellas cosas que parecían insignificantes, allí donde nada teníamos, y adonde acababa de llegar yo desnudo, representaban para mí un verdadero tesoro. Aunque un tanto deteriorado, también había llegado a tierra el casco inglés del lord. Traían, además, dos foques y la mayor del bergantín, cuya fuerte lona tenía que sernos utilísima; el mascarón de proa, que era una imagen de la Virgen de la Barca, cables, salvavidas, etc., asegurándome que aún dejaban allí otra infinidad de cosas, sobre todo, gran cantidad de madera.