Katara/Entre buena gente
ENTRE BUENA GENTE
Cuando todos hubieron satisfecho su curiosidad y comprendieron, al vernos sumisos e inermes, que nada tenían que temer de nosotros, los dos individuos que nos habían acompañado nos invitaron a sentarnos en el suelo, a la sombra de un árbol frondosísimo, y muchos otros se sentaron a nuestro lado. Queriendo, sin duda, tranquilizarnos, lo primero que se propusieron fué hacernos comprender con sus ademanes que nos encontrábamos entre gente pacífica y que nada teníamos que temer. Don Miguel y su hijo me miraron, sin decir palabra, demostrando en sus ojos el júbilo que les causaba aquella noticia. Nada dije yo tampoco, pero me pareció que, después de tan terribles congojas, había vuelto a la vida. Seguimos largo tiempo gesticulando, única manera de entendernos, y algo, muy poco, parecieron comprender de lo que les decíamos, sucediéndonos a nosotros lo propio con respecto a ellos. Sólo pudimos deducir de sus gestos y posturas que nos encontrábamos en una isla muy grande cubierta de espesos bosques, en la que había muchos habitantes.
Lo que, desde luego, ví con gran satisfacción, es que era gente de muy buen humor. Cualquier ademán nuestro o cualquier actitud que les parecía extraña, producía en ellos una hilaridad estrepitosa. Era buena señal, por cuanto ello convencía de que disfrutaban de felicidad y de salud, condiciones que inclinan el ánimo, casi invariablemente, a la bondad.
Muy pronto pude observar que aquellos isleños vegetaban en un estado casi enteramente primitivo. La mayor parte, habitaban en cuevas abiertas, formadas por las rocas, al pie de la montaña, y el resto, en grandes chozas cónicas construídas con troncos de árboles cubiertos con paja y tierra. No tenían muebles de ninguna clase, sus utensilios eran sencillísimos J dormían en el suelo, sobre pieles y montones de juuco. No tenían caballos, ni bueyes, ni cerdos, ni ovejas, ni ninguno de nuestros animales domésticos; y preguntándoles cómo habían llegado hasta allí los perros, que había en gran número, me dieron a entender que lo ignoraban absolutamente. Por algunas pieles que ví colgadas de los árboles, comprendí que allí debía existir un cuadrúpedo muy parecido a la llama. Su alimentación se reducía a la carne de este animal que asaban, pues conocían el fuego, a lo que agregaban peces y mariscos, tubérculos y frutas en que el país parecía muy abundante. El alcohol, el tabaco y el café les eran enteramente desconocidos.
Era, en suma, todo tan rudimentario y primitivo entre aquellos isleños que no me cabía la menor duda de que jamás había llegado hasta ellos ni la más remota sombra de civilización. Los indios chaqueños en sus tolderías y, en sus rucas los araucanos, que había tenido ocasión de observar en América, me parecían inmensamente civilizados, en medio de su indómito salvajismo, al lado de estos seres a cuyo poder me había traído la desgracia.
Llegada la hora, nos invitaron a participar de su comida, compuesta de unos manjares casi repugnantes, al menos para nosotros. Observé que eran muy frugales. Yo comí únicamente frutas, algunas exquisitas, como las bananas, los dátiles y las del árbol del pan, que, al parecer, no les faltaban nunca.
Pero, a todo esto, lo que más me preocupaba, no era mi alimento, ni siquiera mi desnudez, pues allí se disfrutaba de una temperatura deliciosa, más bien elevada; yo pensaba en que tenía lacerado mi cuerpo, por la desesperada lucha sostenida para salvarme del naufragio y en que, descalzo como me hallaba, tenía deshechos y ensangrentados mis pies a causa de mi subida por los peñascos de la costa y de mi penosa marcha a través del bosque.
Una de aquellas mujeres, joven de admirables formas, muy agraciada y sin más vestido que una pequeña sayuela hecha de juncos, que apenas le llegaba a la rodilla, me lavó las heridas, con agua de una fuente cercana, y me aplicó encima unas hierbas machacadas, que me produjeron el efecto de hierros candentes.
Formaba parte, por lo visto, aquel remedio, de la terapéutica allí corriente, y debía ser eficaz por lo doloroso y enérgico. Pero, en la suposición de que así fuese y de que mis heridas se cicatrizasen cómo podría yo vivir y andar con los pies desnudos? Don Miguel, que me oyó lamentarme de aquella situación que me impedía todo movimiento, me tranquilizó. Cuando yo pudiese calzarme, él me cedería sus botas, que el mar había arrojado a la playa. El y su hijo Ricardo, tenían los pies curtidos por el mar, en las faenas de a bordo, y se podían pasar perfectamente sin calzado. Declaro que les tuve envidia. En aquella situación en que nos veíamos, con tan sencilla ventaja, tenían una inmensa superioridad sobre mí.
Terminó su operación curativa la joven isleña, en la que creí ver un corazón bueno y compasivo; pero no tardé en convencerme de que había en ella algo más. Durante un buen rato me estuvo mirando amorosamente; y después, se sentó en el suelo a mi lado, me echó al cuello sus brazos y comenzó a decirme en tono enternecido, frases que, sin entenderlas absolutamente, me pareció que me tenía yo olvidadas de tan sabidas.
A pesar de mis magulladuras y del estado lastimoso de mi cuerpo, no me resultaran desagradables, ni mucho menos, las caricias de la joven isleña; pero me hicieron temblar. Si había podido escapar de ser comido por los tiburones o por los salvajes, quien sabe como podría librarme de los furores paternos o de los celos de alguno de aquellos hombres que contemplaban la escena como meros curiosos y sin atribuirle, al parecer, la menor importancia.
Verdaderamente, no comenzaba del todo mal mi arribo a aquellas tierras. Teníamos idilio en perspectiva; pero era muy del caso proceder de modo que no terminase en tragedia. No sin cierto trabajo, aparté de mí cariñosamente a la joven y pude observar que si los hombres habían presenciado el curioso episodio sin ninguna extrañeza, en cambio, algunas muchachas miraban a mi amable curandera con visibles signos de cólera y hasta le dirigieron palabras que, sin la menor duda, eran insultos. La joven les contestó con mucha altivez, dando a entender que lucharía con la que quisiese, o con todas, y trató de acercarse a mí de nuevo, lo que consideré prudente no consentir. Según pude comprender, sus compañeras, llenas de envidia, se mostraban celosas de que se hubiese anticipado a conquistar al blanco recién venido.
El proceder de aquella muchacha, lleno de naturalidad y de inocencia, unido a lo poco que llevaba visto y observado, o sea, la alegría, la bondad, el carácter pacífico y hasta la inteligencia de aquellos moradores, eran para mí una prueba de que los violentos terporales que había sufrido nuestro barco nos habían llevado a una isla de la Polinesia. El capitán Cook, descubridor de las Islas Hawaii y las del grupo que lleva su nombre, que quedaba seguramente muchos cientos de millas más al Oeste, y cuantos después recorrieron aquel vastísimo archipiélago, hablaban del tipo, de las costumbres y hasta del color de sus habitantes presentándolos, más o menos, como los de aquella isła; y en cuanto a las mujeres jóvenes, todos están de acuerdo en que, cuando un buque se aproximaba a la playa, arrojábanse al agua, pues eran hábiles nadadoras, e iban en busca de los tripulantes. La noción del pudor era, entre ellas, enteramente desconocida. La hermosa raza maorí, hoy casi extinguida, que yo