Katara/En país desconocido

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
En país desconocido
V

EN PAIS DESCONOCIDO

¿Dónde nos encontrábamos? ¿Qué gentes poblarían aquella tierra, que no podía ser sino una isla salvaje o algún peñón inhabitado? Si lo segundo, pronto nos matarían la sed y el hambre; si lo primero, acaso nos habíamos salvado de las furias del mar, para ser víctimas de alguna tribu de antropófagos.

Desde luego, nos pareció lo más prudente no dar paso alguno y esperar el siguiente día. Subimos un empinado repecho, encaramándonos por las rocas, y no tardamos en hallarnos en pleno bosque. Tendido en el duro suelo, recuerdo que me dormí profundamente. Era mayor mi cansancio que el temor a cuantos peligros pudiesen amenazarme. No había despuntado el sol, y ya estábamos en pié, ansiando salir de nuestra cruel incertidumbre. La montaña que habíamos divisado desde el barco, estaba aun bastante lejana, y entre ella y la costa se extendía una superficie al parecer llana y cubierta de árboles altísimos. Por de pronto, nuestro mayor peligro consistía en vernos asaltados por las fieras que seguramente poblarían aquellos lugares.

Marchamos algún tiempo, a la ventura, y no vimos ninguna señal ni escuchamos ruido alguno que nos demostrase la existencia allí de alma viviente. Por fin, me pareció escuchar el ladrido de un perro. ¡Perros en aquellos parajes! Aunque ello fuese muy extraño, era señal infalible de que allí debía haber hombres. Seguimos caminando en aquella dirección, y no tardamos en escuchar voces humanas. Había llegado para nosotros el momento supremo. ¿Cómo seríamos recibidos!

Pero no era posible vacilar. Teníamos que arriesgarnos y jugar el todo por el todo. Cuanto pudiese sucedernos, no representaría para nosotros tantas penalidades y tantas fatigas como las del reciente naufragio. No tardaron las gentes cuyas voces habíamos escuchado, advertidas por los perros, en darse cuenta de nuestra presencia y en venir hacia nostros. Eran dos hombres de elevada estatura, fornidos, de color bronceado y de facciones bastante regulares, sin otra prenda sobre su cuerpo que un cinturón hecho de vegetales, caído por delante, seguidos de tres o cuatro muchachos, enteramente desnudos. No traían armas, y se aproximaron a nosotros sin la menor desconfianza, pero mostrándose poseídos de una gran extrañeza, como si jamás hubiesen visto gentes parecidas. Nos dirigieron
No traían armas, y se aproximaron a nosotros.
algunas palabras, como si pudiésemos entenderles, y les contestamos por señas tratando de hacerles comprender que veníamos del mar, que éramos náufragos y que nos considerábamos como esclavos suyos. Dudaron mucho al principio, hablaron bastante entre sí, pues revelaban estar en desacuerdo acerca de lo que harían con nosotros, y, al fin, nos indicaron por señas que les siguiésemos, conduciéndonos al pié de la montaña. Allí, en una especie de valle delicioso, había buena cantidad de gente que contempló nuestra llegada con verdadero asombro, demostrando, por lo visto, que éramos los primeros seres de raza blanca que pisábamos aquellos remotos parajes. Muchos, al vernos, prorrumpieron en gritos hostiles, haciendo ademán de arrojarse sobre nosotros; pero nuestros acompañantes, se apresuraron a calmarles, lo que fácilmente consiguieron, y pronto nos vimos rodeados de una turba de hombres, mujeres y niños que no se cansaban de mirarnos y de tocarnos, comentando, en medio de la mayor algazara, aquella que debía parecerles una extraordinaria aparición.

—¿Quienes son estos forasteros—se dirían—de color jamás visto por nosotros? ¿Cómo han venido hasta aquí? ¿Qué es lo que buscan Serán amigos? ¿Serán enemigos?