Katara/Batalla íntima
BATALLA INTIMA
Durante aquel tiempo, por consecuencia, sin duda, de las fuertes emociones sufridas, pareció abandonarme mi eterno buen humor y fué, poco a poco, cayendo mi abatido espíritu en hondas meditaciones.
Don Miguel había muerto; y si yo no le había seguido, se debió a que los gritos de Ricardo pidiendo auxilio, llegaron a oídos de Aka—kúa a tiempo de que pudiese salvarme; pero, lo cierto era que yo podía desaparecer en cualquier momento.
Y pensando así, me decía: —Haré yo bien en permitir que estos pobres indígenas continúen sumidos en su crasísima ignorancia ?
No incurro, ante mi propia conciencia, en una responsabilidad enorme, indisculpable, no enseñándoles algo de lo que he aprendido, para que, aumentando su bienestar, sean mejores y más felices?
No dejaba de ocurrirseme que aquella vida que llevaban, primitiva a más no poder, para quien no sospechase siquiera la existencia de otra, parecía la mejor y la más digna de ser vivida; y siendo así, ¡no podría constituir un verdadero delito el que yo me aventurase a marcarles nuevos rumbos que, lejos de hacerles más dichosos, podrían acarrearles la pérdida de aquella envidiable situación en que vivían?
Debo confesar que, por lo mucho que pesaba esta consideración en mi espíritu, me había abstenido, hasta entonces, de indicarles cosa alguna que trajese la menor modificación en su manera de ser y en sus costumbres; y no sólo esto, sino que procuré esquivar siempre sus preguntas relativas a las cosas del mundo de donde yo venía, para no despertar en ellos aspiraciones y deseos que viniesen a turbar aquella su plácida manera de vivir.
Entre tanto, cien veces me asaltó la duda de que aquel proceder mío fuese justo y fuese bueno. Si los hombres de todos los países y de todos los tiempos aspiraron invariablemente a perfeccionarse, a civilizarse, a ser mejores ¿qué falta habían cometido aquellos pobres indígenas para que no pudiesen participar del mismo beneficio? Si parecían felices porqué no habían de serlo más, desde que la meta de la perfectibilidad humana, no ha de alcanzarse nunca?
Era, pues, para mí, el problema que mi situación me planteaba, un gravísimo caso de conciencia. Nada más fácil, ciertamente, para mí, que resolverlo, dejando que las cosas en que yo no había puesto parte alguna, siguiesen como estaban; pero... ¡qué dolor para mí si el día en que pudiese dejar aquellas gentes, que parecían adorarme, o en la hora de mi muerte, llegase a convencerme de que había cometido con ellas la más refinada y odiosa de las crueldades!
Muchas fueron las horas de penosa incertidumbre que estas meditaciones trajeronsobre mí; muchas fueron mis vacilaciones; infinitas mis dudas; pero, al fin, sobre el corazón que me aconsejaba respetar como bueno lo que tal me parecía, triunfó mi pensamiento ordenándome lo que consideraba mi deber: sacar a aquellos infelices de su barbarie.
¡Qué podría yo enseñarles? Mucho, muchísimo; infinitamente más, seguramente, de lo que ellos podrían aprender. Cuando me hube decidido y empecé por comparar mi nada más que mediana cultura con el estado de aquellos hombres, acabé por convencerme de que poseía una suma de conocimientos de todo orden incomparablemente. superior a la que yo mismo sospechaba. Siempre dije y sostuve que aquella famosa frase del gran filósofo griego « sólo sé que no sé nada », no era otra cosa que un hábil juego de palabras y, en el fondo, una gran falsedad. Aun aquellos que sólo poseen los más elementales conociKatara mientos de la vida, pero que se formaron en un ambiente de cierta cultura, saben infinidad de cosas. Claro está que si relacionamos aquello que sabemos y nos enseñaron, con lo que sería necesario aprender para saberlo todo, — cosa de todo punto imposible, la erudición misma de un Aristóteles, de un Pico de la Mirándola, resulta una insignificancia; pero, relacionando lo que sabe cualquier hombre civilizado con las reglas a las cuales debe ajustar su vida, su ciencia, por pequeña que sea, resulta mucho mayor de la que ordinariamente se supone.
Como quiera que fuese, sabiendo yo infinidad de cosas que aquellos hombres ignoraban, bien podía ser su maestro; y pues podía, puse manos a la obra.
Desde luego, comprendí que sería tarea más que temeraria la de instruir a todos: lo esencial era que algunos, los más inteligentes, oyesen mis lecciones: y entre los más inteligentes, parecióme que debía elegir a los más jóvenes, que eran los que podrían disponer de muchos años para ir difundiendo los conocimientos que recibiesen de mí, prefiriendo a aquellos que me habían demostrado mayor afecto, por cuanto serían los que habrían de escuchar con más gusto mis enseñanzas.