Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Asechanza
XV

ASECHANZA

Cumplido aquel piadoso deber, y dominado yo por una honda tristeza, emprendimos nuestro regreso hacia el poblado, yendo delante Aka—kúa y sus compañeros y siguiéndoles Ricardito y yo, a corta distancia.

A poco andar entre la espesura, Ricardo, que iba descalzo, me dijo que no podía seguir a causa de habérsele clavado en un pie una espina, con cuyo motivo hice que se sentase en el suelo, y me incliné para sacársela.

Cuando, al cabo de algunos momentos, hecha la extracción de la espina, traté de incorporarme, sentí que un rudo golpe, aplicado a la cabeza, me derribó al suelo, mientras que el cuerpo de un hombre se arrojaba violentamente sobre mí y buscaba mi cuello con sus manos que, por lo fuertes, me parecieron tenazas de hierro. Quise gritar, y me fué imposible; pero pude escuchar los gritos desaforados que daba Ricardo, pidiendo socorro.

Como por la posición en que me hallaba al recibir el golpe caí al suelo boca abajo, yo pude introducir los dedos de mis manos entre los del que me había derribado y mi garganta, para impedir mi inmediata asfixia, mientras sentía dos pesadas rodillas apoyadas reciamente sobre mis espaldas; pero no me cupo la menor duda de que, por desesperados que fuesen mis esfuerzos, mi defensa no podría prolongarse ni un momento más. En medio de mi aturdimiento, en el acto comprendí que me encontraba entre las garras de To—hú quien, aprovechando mi descuido y, seguro de que Aka—kúa y sus compañeros se habían adelantado distraídos, en tanto yo sacaba la espina a Ricardo, había caído sobre mí para ultimarme.

En aquella espantosa situación, bien pronto ví que mi muerte, que consideraba inmediata y segura, era sencillamente el resultado de mi imprudencia, la cual sólo tenía explicación en el aturdimiento que me había producido la muerte de don Miguel. ¡Penetrar en el bosque sin armas y quedarme solo en él, por un minuto siquiera, sin más compañía que la de un niño !

• Recuerdo que, a pesar de todos mis esfuerzos para librarme de aquellas terribles manazas, éstas apretaban y apretaban de tal modo que las fuerzas me abandonaron y sentí que empezaba a faltarme la vida; pero en aquel preciso momento, parecióme que las tremendas rodillas no gravitaban ya sobre mis espaldas y que había desaparecido de mi cuello aquel feroz anillo de huesos y de carne que lo iba estrangulando.

Qué había sucedido? ¡Se habría asustado mi enconado rival de su propia obra? ¡Me habría dejado creyéndome ya muerto?

Pronto pude saber a qué atenerme. A los gritos de Ricardo, había acudido ladrando furiosamente, mi incomparable Moro, quien se lanzó sobre To—hú, dándole feroces mordiscos, y me pareció escuchar las voces de Akakúa, acompañadas de formidables golpes que descargaba sobre To—hú, el cual lanzaba desaforados bramidos de dolor. Comprendí entonces que debía mi salvación a la oportunísima llegada del terrible Aka—kúa y de mi querido perro.

Con la ayuda de Ricardo, pude incorporarme un poco, y ví a un paso de mí, a Aka—kúa que oprimía contra el suelo a To—hú a quien magullaba a puñetazos y golpes de rodilla, ayudado en su tarea por los isleños que le acompañaban. Cuando, al fin, pude a duras penas, ponerme de pié, To—hú, con la cara desfigurada y cubierta de sangre, enteramente inmóvil, parecía muerto; y al ver que Akakúa le echaba las manos al cuello para ultimarle, yo le grité que no lo hiciese, viéndome en el acto obedecido. Olvidándome por un momento de cuánto me interesaba que aquel bárbaro pereciese, confieso que me repugnó el sentirme cómplice de un asesinato, aun de aquel mismo que, momentos antes, había pretendido asesinarme a mí traidoramente. Estaba caído, inanimado, y si no estaba muerto, parecíame que si pudiendo, no impedía yo que le quitasen la vida, me haría reo en aquella triste jornada, del más infame de los delitos.

Eso sí, vivo o muerto, allí le dejamos, y seguimos nuestro camino, apoyándome yo en Aka—kúa y en Ricardo, pues el estado lastimoso en que me había dejado mi agresor, apenas me permitía dar un paso.

Pronto se supo todo en el poblado, y algunos hombres fueron en busca de To—hú, creyéndole muerto; pero se encontraron con que no era así. Le trajeron con un ojo y algunos dientes de menos, y un brazo fracturado en dos partes, amén de una clavícula y tres costillas rotas. En aquel deplorable estado, bien difícil iba a ser su curación; pero solamente con ella, ya tenía para rato. Pensándolo después tranquilamente, parecióme una insigne tontería no haber hecho la vista gorda y dejar que se lo llevase el diablo en manos del padre de Kora; pero pensé también que si curaba, si, además, no quedaba enteramente inválido, como era casi seguro, y si volvía a las andadas, ya habría tiempo para todo. Mientras viviese Aka—kúa, pruebas aeababa de darme, y bien elocuentes, de que sus
Mi defensa no podía prolongarse
puños serían verdaderas catapultas que se encargarían de velar por mi vida.

Cuando Aka—kúa se enteró de que mi agresor no había fallecido y que era posible que curase de sus fracturas, se manifestó muy contrariado, diciendo que mucho mejor que vivo, estaría muerto; pero me aseguró, con la mayor tranquilidad, que en cualquier momento en que se ofreciese la ocasión, repetiría la suerte en forma tal que la solución fuese definitiva.

Ante aquel caso, del que allí no se conocía precedente, se produjo en todo el clan una enorme agitación contra el agresor; los ancianos se reunieron, siguiendo la costumbre tradicional, por tratarse de un asalto alevoso, y recayó sobre él la terrible sentencia por la cual quedó excluído del trato de las gentes.

Cuando iban a cortarle la nariz, como se encontrase casi moribundo, yo me interpuse diciendo que aquello sería inhumano. Si moría, no se perdía nada con no imponerle el castigo; y si vivía, sobrado tiempo habría para poder aplicárselo.

Muchos días estuvo el infeliz enamorado entre la vida y la muerte; pero el médico oficial, que le atendía y que le compuso las fracturas de sus huesos, aseguró que no era caso perdido, y acertó. Como a los dos meses, pudo el hombre andar por sus pies, y entonces le desnarigaron.

Verdaderamente, el pobre To—hú inspiraba mucha lástima. Viéndole tuerto, desdentado, sin nariz, hundido el tórax y con un brazo enteramente inútil, muchas veces se me ocurrió pensar en lo mucho que, con su curación, había salido él perdiendo.