Juegos de azar
El muchacho remitió a Fulánez un papelito todo arrugado y borroneado con lápiz, que decía: «Don Manuel, sírvase usted remitirme un kilo yerba, un kilo azúcar, una docena fósforos, cuarto kilo tabaco alemán, del bueno, si hay, un atado papel Duc, un litro vino francés y veinte pesos en efectivo».
-Me gusta esta gente -rezongó don Manuel-; mandan pedir fiado por tres pesos de mercadería, y lo pechan a uno por veinte pesos. ¿Para qué necesitará veinte pesos don Agustín?
Y discretamente lo iba a indagar del muchacho, cuando se acordó que, al día siguiente, que era domingo, había reunión en su casa, y comprendió que los veinte pesos, siendo destinados a ser pedidos por su dueño, y gastados ahí mismo por el que los ganara, ningún interés podía tener en negárselos.
Hizo, pues, despachar lo que pedía don Agustín, y le entregó los veinte pesos al niño, prendidos de la libreta, con un alfiler.
Apenas se había dado vuelta que entró don Benjamín, cuya libreta, ya muy pesada, le daba pocas ganas de seguir sirviéndolo, y cuando, después de haberlo saludado y pedido la copa, para darse una postura, el hombre lo llamó aparte con la frase consagrada: «Me permite una palabra, don Manuel», no pudo éste hacer menos que murmurar: «Pechada, a la fija».
Efectivamente era: el paisano le venía a pedir, por favor, que le prestara diez pesos, porque tenía a la suegra muy enferma, y que la iba a tener que llevar al pueblo para hacerla ver, pues doña Simona la desahuciaba. Se resistió Fulánez y sólo fue después de un largo debate que le aflojó cinco pesos, haciéndole sentir toda la magnitud del sacrificio, la magnificencia de su munificencia, y lo profundo que tenía que ser, desde ya, su agradecimiento.
-Si estos diablos, para pedir plata, son tremendos -decía entre sí Fulánez-; siempre tienen alguna suegra enferma, o la mujer por morirse, o una criatura que enterrar, cuando le toman el olor a la taba.
Don Benjamín se iba, mientras tanto, con los cinco pesos en el tirador, calculando que si le favorecía la suerte, lo primero que haría sería de saldarle la libreta a Fulánez, para no pisar más en la casa de ese sinvergüenza que, desde tantos años, lo venía explotando.
Y todos los vecinos de por allá, cercanos y lejanos, pequeños hacendados y pobres peones, gauchos jornaleros y nómadas, o puesteros de estancias y mensuales, todos se iban preparando para la fiesta del día siguiente. Carreras debía de haber, como siempre, y no faltarían parejeros improvisados para hacer correr. Pero las carreras no eran más que el pretexto, siendo más bien el objeto verdadero de los preparativos el buen partido de taba, durante el día, y de choclón, a la noche, en que todos se prometían tomar parte.
En lo de Fulánez, no había peligro de sorpresa, como en otras partes: se sabía que él era muy amigo con el comisario. Algunos decían -en todas partes hay malas lenguas- que a éste se le daba parte de la coima.
Lo cierto es que, aunque estuviese presente la comisión, y por tal que no hubiese bochinche, ahí se jugaba con la misma libertad que en cualquier ruleta de pueblo veraniego.
Y los preparativos, por consiguiente, consistían, para todos, en juntar pesos.
Los peones y los puesteros pedían a sus patrones, algún valecito para la esquina, y con los patrones, encontraban pichinchas fáciles los acopiadores de frutos que consentían en dar alguna seña buena por cueros a recibir.
Pobres pesos, ganados sin mucho trabajo, quizá, pero tan escasos, tan necesarios que da lástima verlos condenados al matadero, cuando tan bien se podrían emplear en mejorar la precaria vida de la familia.
Bastante gente se juntó en la rueda, cuando el coimero, de su alcancía de lata, sacó las fichas, y las empezó a repartir, en cambio de buenos pesos.
Mozo serio, el coimero; muy ponderado entre el gauchaje, como formal y recto. Con él, nunca había discusiones; no se solía equivocar en las cuentas, y siempre, a cada uno, daba lo que le correspondía. Por lo menos, así lo decían todos, y tan bien lo creían, que su mirada fría y su palabra algo cortante convencían pronto al que dudaba, que él era que no sabía contar.
Tampoco jugaba nunca; ¿por qué habría jugado, si, con la coima, ganaba sin riesgo?, sin contar que, entre los jugadores, estaban unos hermanos de él que siempre se retiraban con el tirador forrado.
Entre la concurrencia estaba don Benjamín, y cuando Fulánez le preguntó por la suegra, no extrañó que le contestase que andaba muy mejorada.
Parados, sentados en el suelo, en cuclillas, todos seguían con ojos ansiosos los movimientos de la taba. Poco a poco, se iban retirando los a quienes la suerte adversa había dejado pelados. Eran los pobres imprudentes que, teniendo poca galleta, se la habían tragado de un bocado: en la rueda quedaban los más ricos, a quienes no podían voltear, así no más, algunas paradas desgraciadas, y los pobres prudentes o suertudos, que sabían manejar sus pesitos para, siquiera, hacerlo durar más tiempo.
Don Benjamín no era de éstos; no era hombre vivo, ni suertudo, y pronto se tuvo que ir al mostrador, donde se le vino a juntar don Agustín, y pronto se empezaron a consolar con algunas copas.
Y cuando don Agustín se hubo retirado, don Benjamín trató en vano de conseguir de Fulánez otros cinco pesos, para volver a jugar, con la esperanza, siempre, de ganar la cantidad bastante crecida que necesitaba para saldarle de una vez la libreta y no pisar más la casa de ese sinvergüenza que, desde tantos años, lo explotaba.
Fulánez se los negó y don Benjamín entonces, con la tranca, le dijo, con franqueza, por qué los quería, y se lo dijo en los mismos términos que tenía grabados en la cabeza. Pero Fulánez, por tan poca cosa, no se formalizaba, y riéndose, se fue a preparar el billar para el choclón nocturno, el gran recurso para hacer salir los últimos pesos de los tiradores recalcitrantes.
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Nota de WS
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