Una de las preocupaciones mayores del juez de paz del partido «Sargento Cabral» era de encontrar y de conservar alcaldes para los nueve cuarteles de su jurisdicción. Ser alcalde, es un honor, no hay duda; pero también es un hueso pelado que no da para puchero; y pocos eran los vecinos bastante valientes, tontos, vanidosos o abnegados para aceptar el puesto, o para no tirarlo como ascua, cuando en un descuido se lo habían dejado colar.

El juez de paz tiene mil modos de sacar provecho de su posición oficial; el comandante militar consigue con facilidad, peones, de ojito, para su estancia; al comisario, siempre se le queda pegado en el fondo del cajón, una que otra multa olvidada en los apuntes oficiales; el secretario de la Municipalidad no deja de percibir su comisioncita para apurar el despacho de alguna guía; para el médico amigo del juez de paz, hay visitas obligatorias y bien remuneradas; y el recaudador de rentas, si es vivo, sabe crear pretextos para cobrar multas de las cuales le toca la mitad.

Pero el alcalde, ¿de dónde sacaría sebo? Vive en el campo, lejos del foco luminoso que irradia sus favores sobre los felices mortales acurrucados en rededor de él; tiene que atender sus propios intereses o los que le han sido confiados. De poquísima instrucción, apenas le alcanzan los medios para verificar una señal o una marca, y descifrar los hieroglíficos certificados de venta de hacienda, en los cuales tiene que poner su visto bueno; y si, a veces, podría ser muy capaz de apropiarse una vaca ajena, no tiene ni la más remota noción de cómo se puede, por medio del papel y de la pluma, trampear al prójimo.

Sí, sí; es un puesto honorífico el de alcalde; pero a más de las pocas utilidades que proporciona al titular, lo hace candidato a sufrir eventualidades que, por honoríficas que sean, suelen ser poco sabrosas.

De repente llega del pueblo una comisión que le entrega un imponente oficio, mandándole se constituya inmediatamente en el domicilio de Fulano de Tal (un bandido de siete suelas que vive entre los juncales y capaz de matar al propio padre), para intimarle orden de prisión; tiene el alcalde, si quiere cumplir con su deber, que dejar sin acabar el pacífico trabajo que estaba haciendo, para ir a correr el riesgo de que le sacuda el otro algún balazo o un buen pinchazo.

Hay alcaldes que, sin vacilar, ensillan y van; y los que, también sin vacilar, se quedan en su casa, y ya que el juez no se sirvió acompañarla, mandan a la comisión a arrostrar sola a la fiera.

De los primeros era don Dionisio Sayago, hombre reposado, de edad algo más que madura, hacendado, de buena raza criolla, quien fue una vez, así, con tres milicos y un sargento, a prender a un cuatrero famoso que se había refugiado en su cuartel. Al llegar al rancho, lo vieron muy sí señor, parado en la puerta, y tomando mate, con el parejero ensillado en el palenque, listo para la disparada.

Don Dionisio, sin bajarse, y dejando a retaguardia a sus acompañantes, le dio la voz de preso. La contestación fue breve y expresiva: el gaucho alzó un trabuco, que tenía a mano, cargado hasta la boca, y como manga de piedra con trueno, silbaron las balas y los recortes, en una detonación formidable. Cuando se disipó el humo, se veían desde el rancho, cinco grupas de caballos huyendo a todo correr, y el bandido, con una sonrisa sarcástica, se golpeaba la boca.

Uno de los jinetes, entonces, sujetó de golpe, y dándose vuelta, se acercó otra vez al palenque.

Don Dionisio había sentido, al oír la risa del criminal, una nube de vergüenza invadirle el rostro, y se volvía, solo, resuelto, sereno, a cumplir con su deber.

Se apeó con toda tranquilidad, ató su caballo, se aproximó al rancho, sin decir palabra, y cuando estuvo a cinco pasos del gaucho, que, atónito de tanta audacia, había dejado caer el trabuco descargado, para empuñar el facón, don Dionisio sacó ligero del cinto el revólver, y apuntándolo, le dijo con calma:

-Tire las armas, amigo, y dése preso.

El cuatrero cedió, abochornado, al instinto de la propia conservación, y quedó temblando de rabia, pero paralizado. Quiso, no hay duda, atropellar al atrevido; tuvo, por cierto, la idea de abalanzársele; de darle vuelta rápida por un lado y de herirlo; calculó también la distancia que lo separaba del parejero salvador; se acordó con sentimiento del trabuco yacente, inútil, en el suelo; casi dio un paso adelante, al comparar su ligereza y su fuerza con la pesadez y la relativa debilidad de ese hombre ya casi viejo; pero se quedó inmóvil, como clavado en el suelo, pálido, febriciento, avergonzado de verse tan cobarde que ni se atrevía a mover la mano, siquiera para secarse el sudor de la frente; casi rugió, casi lloró. Vio cerrarse las puertas de la cárcel; oyó las risas... quiso moverse, erizado.

-¡Una! -dijo don Dionisio.

Y se sobresaltó el gaucho, como si hubiera oído hablar la misma boquita del revólver, redonda, negra, reluciente, que guiada por un ojo agrandado de todo el esfuerzo de mantener cerrado el otro, y con agudeza de visión duplicada por la ceguera del compañero, espiaba cualquier gesto, cualquier movimiento que hubiese tentado hacer.

No hizo ninguno.

-¡Dos! -dijo la voz: y todo lo que le permitió la parálisis de que era presa, fue de abrir la mano para dejar caer el facón: ¡Malvado, cobarde, flojo!

Seguido siempre por la enervante amenaza de la boquita redonda, muda elocuente, tuvo que marchar, reculando, hasta el palenque, montar en el caballo de don Dionisio, mientras éste saltaba en el parejero, y llegar, así conducido, al puesto del alcalde, donde encontraron a los milicos rodeando el fogón y floreándose con contar, entre dos mates, con todos los detalles, por supuesto, la pelea tremenda, en la cual, a pesar de la bravura por ellos desplegada para salvarlo, don Dionisio había seguramente encontrado su fin.

-¡Pobre don Dionisio! -empezaba uno, cuando el alcalde lo interrumpió:

-¡Sargento! -dijo-, asegure a este preso; y mande uno de sus hombres a alzar el facón y el trabuco que el señor ha dejado olvidados en el patio.

Luego, corrigió:

-Pueden ir dos, si uno les parece poco.


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