Juan Martín El Empecinado/XXXIV

XXXIV

Figuraos cuál sería mi indignación, cuando en la plaza de Cifuentes (media hora después de la partida de mosén Antón) vi que se me acercaba con semblante risueño y sin duda con el injurioso intento de abrazarme, el señor D. Pelayo en persona. El infame me dijo riendo con toda la desvergüenza tunesca de las Universidades de aquel tiempo.

-Al fin Dios me depara el gustazo de ver sano y salvo al Sr. de Araceli. ¡Qué inaudita alegría! ¿Cómo va de salud, señor y dueño mío?

-¡Ah, miserable ladrón falsario! -exclamé con violenta ira, cogiéndole por el cuello y arrojándole al suelo con intento de deshacer contra las piedras tan execrable reptil.

-¡Oh! -dijo con dolor-, me ha deshecho usted las rodillas, querido señor mío. Ya, ya comprendo la causa de su disgustillo, poca cosa, una broma mía.

-Ahora mismo vas a morir, infame, estrellado contra estas piedras -grité golpeándole sin piedad.

-Perdón, perdón, Sr. de Araceli, perdón para este delincuente. Déjeme usted decir dos palabras, dos palabricas, y luego será más amigo mío que Pílades lo fue de Orestes.

-Dime, ¿te cogieron con mosén Antón?

-Quia: yo vine esta mañana. Cuando vi la cosa mal parada allá, me abracé a las banderas de la patria y entré en Cifuentes gritando: «¡Viva el Empecinado y Fernando VII...!». Otros cuatro y yo pedimos perdón al general, diciendo que nos habían engañado.

-Truhán redomado. Ahora mismo vas a dejar de existir, si no me dices a dónde llevasteis tú, Santorcaz y demás bandidos a la desgraciada joven que robasteis en esta villa.

-Sr. de Araceli -repuso-, déjeme usted respirar un poco y diré lo que sé... por piedad, quietas las manos. Pues por la salvación de mi alma, señor y dueño mío, juro y rejuro que no sé dónde está aquella hermosa señorita. Si miento que me muera aquí mismo.

-Tú saliste con ellos de la venta.

-Es cierto; pero como había llegado a mí noticia que D. Juan Martín estaba en Cíbicas, vi la cosa mal parada y corrí a presentarme a él. Pregunte usted al mismo general si no me le presenté de madrugada.

-Mientes como un bellaco y vas a morir.

-Señor, querido señor Araceli, por el que murió en la cruz, juro que digo la verdad. ¿Sabe usted quién puede informarle del pueblo a dondellevaron a la novia de usted?... ¡hermosa novia a fe mía!

-¿Quién lo sabe?

-Mosén Antón. ¿Por qué no le preguntó usted?

-¿Mosén Antón fue con Santorcaz?

-Sí, Trijueque condujo el convoy hasta no sé qué pueblo donde parece que la dejaron y luego regresó.

-¡Y ese desgraciado huyó sin decirme nada! -exclamé con viva inquietud-. Corro a buscarle.

Salí precipitadamente del pueblo, internándome en la sierra por la misma senda que había seguido el cura guerrillero. Como principiaba a anochecer y concluía oscurísima la tarde, era inútil que tratase de buscarle con la vista delante de mí. Corriendo, grité varias veces:

-¡Mosén Antón, mosén Antón!

Pero nadie me respondía. A un cuarto de legua de Cifuentes y cuando me disponía a regresar creyendo que el cura había tomado dirección distinta, divisé un bulto negro, un cuerpo y los jirones de la hopalanda agitada por el viento. ¡Qué horror! Todo esto colgaba, sacudiéndose aún de las ramas de una poderosa encina.

-¡Judas! -exclamé con pavor alzando la vista para observar aquel despojo.

Recé un Padre Nuestro y me volví a Cifuentes.


 
 
FIN
 
 



Diciembre de 1874.