Juan Martín El Empecinado/XXXIII

XXXIII

Di a la condesa todo el dinero que llevaba, y además todo el que pude lograr que me prestasen mis amigos. Después bajé a la plaza en busca de noticias.

D. Juan Martín había resuelto permanecer en Cifuentes dos o tres días para rehacer sus fuerzas y organizar convenientemente su partida. No había peligro alguno en estacionarse allí, porque esperábamos de un momento a otro en el mismo Cifuentes a las tropas de D. Pedro Villacampa, el cual venía de Murcia para regresar a Aragón pasando por Cuenca a la Alcarria alta. Todo aquel país estaba seguro de franceses, mientras los dos célebres guerrilleros lo ocupasen, así como de Algora para arriba no había un palmo de terreno de que pudiera llamarse rey el Sr. D. Fernando VII. El Empecinado para no permanecer ocioso había mandado destacar pequeñas cuadrillas que recorrían la sierra y vertiente izquierda del Tajuña para observar al enemigo y sorprender algún destacamento que se descuidase, lo cual, como se ha visto, ocurría con harta frecuencia.

En la mañana siguiente del día en que mepresenté a la condesa, estaba D. Juan Martín conferenciando con Villacampa en la portada del convento de dominicos, cuando vi llegar a Sardina, que jovialmente decía:

-Le hemos cogido, Juan, hemos cazado a la pobre bestia azorada que no sabía en cuál agujero de estos montes meterse.

-Apuesto a que me hablas de Trijueque -dijo D. Juan Martín con disgusto-. No quiero verle.

-Es un pícaro de tal calidad, que si no se hace un escarmiento con él, no podremos en lo sucesivo fiarnos ni aun de nuestra propia camisa -dijo Sardina-. La gente le ha querido fusilar, y él lo pide a gritos; pero he mandado que antes te lo presenten.

-Que no me le traigan acá -voceó D. Juan Martín-. Que no me le pongan delante, porque si una vez maté un asno a puñetazos en Perales de Tajuña, no quiero hacer estas gracias todos los días.

No tardó, sin embargo, en aparecer mosén Antón. ¡Horrible espectáculo! Traíanlo con las manos atadas a la espalda, y los más pillos, desvergonzados y crueles voluntarios de aquella partida asían la larga cuerda por el otro extremo, obligándole con repetidos golpes y puntapiés a marchar delante. Mosén Antón había enflaquecido, se había vuelto más pálido, más verde, más negro, y hasta parecía haber crecido en su descomunal estatura en el breve espacio de dos días. La siniestra cara estaba de tal modo desfigurada, tan contraídas las enérgicas facciones, y al mismo tiempohabía tal ferocidad en la delirante expresión de su mirada, que esta constituía toda su fisonomía. Su rostro eran sus ojos sanguinolentos y espantados. Había perdido la gorra y pañizuelo que cubrían su cabeza, mostrando la convexidad lobulosa y deforme de su calva. Su sotana veíase ya reducida a un compuesto de jirones que se enlazaban unos con otros, dejando entre sí agujeros disparatados e irregulares, por cuyas luces se veían las piernas del héroe traidor, que no temblaban de frío ni de miedo.

-¿Dónde le habéis cogido? -preguntó don Juan Martín, contemplando con estupor la triste imagen del que fue su amigo.

-Hacia Canredondo -contestó uno-. Venía hacia acá con otros cuatro. Nosotros gritamos: «Mosén Antón, date, date» y corrimos tras él.

-¿Hizo resistencia?

-Ninguna. Vino derecho hacia nosotros diciendo: «Aquí me tenéis, amigos. Disparad sobre mí...». Cuando le atamos para traerle aquí se puso furioso y por poco... Verdad que éramos diez y ocho contra cuatro y no nos acobardamos...

-¡Ya estás otra vez delante de mí perro! -exclamó el Empecinado apretando los puños y las mandíbulas, pálido de cólera-. ¿Dime qué debo hacer contigo, infame traidor que me vendiste al enemigo?

-A los traidores de mi clase se les fusila sin piedad -dijo mosén Antón frunciendo el torvo ceño y sin mirar al general-; no se les paseapor el campamento como a una mona o a un perro gracioso para hacer reír a los soldados...

-Dime, alma más negra que la de Satanás -gritó D. Juan-, ¿hay algún castigo que sea para ti más terrible que la muerte? Porque la muerte para ese corazón tan grande como una montaña, es menos sensible que un rasguño.

-Haces bien en creer que no temo la muerte -dijo Trijueque-. Mil veces he despreciado la vida en beneficio tuyo, por conquistarte honores, grados, fama... Mátame de una vez, bárbaro, y no me insultes.

-Antes has de confesar que cuanto hago en contra tuya, lo tienes merecido -dijo el general-. Has de confesar que para tu infame traición la muerte es benevolencia y caridad. Desgraciado, ¿hay en esa alma alguna otra cosa que bravura?

-Sí -repuso el cura sombríamente-. Hay algo más, hay ambición de gloria, de llevar a cabo grandes proezas, de asombrar al mundo con el poder de un solo hombre; hay una ansia horrorosa de que ningún nacido valga más que yo, ni pueda más que yo; hay la costumbre de mirar siempre para abajo cuando quiero ver al género humano.

-Bárbaro envidioso -exclamó D. Juan-, eres capaz de vender a Dios por... envidia, sí, por envidia de que Él haya hecho el mundo y tú no... En fin, Trijueque, confiesa delante de mí tu infame alevosía, y te perdonaré la vida.

-¡Yo... confesar! -exclamó mosén Antón, como quien oye el mayor absurdo-. Lo que hice, hecho está.

-Todavía sostiene que estuvo bien hecho -dijo el Empecinado-. Todavía sostendrá que pasarse al enemigo, hacer armas contra sus compatriotas, vender a su general, tenderle una emboscada para cogerle prisionero son acciones que merecen premio. Este hombre es así: si le ahorcan cien veces, y cien veces resucita, no confesará su crimen.

D. Pedro Villacampa, que oía este diálogo, rompió al fin el silencio, diciendo:

-¡Desgraciado Trijueque!... ¡Lástima que tan grandes guerreros no tengan una conciencia a prueba de sobornos! Y después de todo, el buen cura recibiría una bicoca... ¡Que hombres tan bravos se vendan por mil o dos mil duros!...

Mosén Antón expresó en su semblante la más amarga ira.

-Sr. Villacampa -dijo-, agradezca usted que estoy amarrado como una bestia salvaje; que si no, mosén Antón no se dejaría insultar villanamente. En todo el mundo no hay bastante dinero para comprarme: sépalo usted y cuantos me oyen.

-De eso respondo -dijo D. Juan Martín-. Trijueque es capaz de pegar fuego al universo por despecho; pero si ve a sus pies todos los tesoros de la tierra, no se bajará a cogerlos. Dentro de este animal hay tanto orgullo que no queda hueco para nada más. Por orgullo se hizo francés.

-¡Yo francés! ¡Qué dices, desgraciado! -exclamó el cura haciendo esfuerzos por desasirse de la cuerda que le sujetaba-. No hay paciencia para soportar tal injuria. Yo no soy francés. Huí de mi campo, no por servir a los franceses, sino porque ellos me sirvieran a mí. Huí de mi campo para castigar tu fiero orgullo, para desposeerte de un puesto que, en mi entender, me pertenecía, para emanciparme de una superioridad que me era insoportable, porque yo, mosén Antón Trijueque, no quepo debajo de nadie, ni he nacido para la obediencia; porque yo he nacido para llevar gente detrás de mí, no para ir detrás de nadie; porque yo, que siento las maniobras de la guerra, como sientes tú la pulga que te pica, necesito dar pasto a mi iniciativa, porque mi cerebro pide batallas, marchas, movimientos y operaciones que no puede realizar un subalterno; porque yo necesito un ejército para mí solo, para mi propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas, como lo lleno con mi guerrero espíritu. Por eso te abandoné; por eso rompí los hierros que me sujetaban y levanté el vuelo, graznando a mis anchas sin traba alguna. Por eso traté de coparte, y adiviné tu movimiento, y me subí a los riscos de Rebollar, donde tú no habías subido jamás, y me dispuse a caer sobre ti y aniquilarte para que vieses cómo se burla esta águila poderosa de los cernícalos que te rodean; por eso llamé a los franceses en mi ayuda, y si no te cogimos fue porque los franceses no quisieron hacer lo que yo decía y me despreciaron, figurándose ¡oh, inmundas y rastreras lagartijas!, que era un traidoradocenado... Yo desprecio a los franceses, yo desprecio a todos: me basto y me sobro. Fuerte soy en la adversidad y no bajo, no, del alto picacho donde clavo los garfios de mis patas y desde donde os veo, como ratas que corren tras una miga de pan... ¡Quieres que cante el yo pecador y me humille ante ti...! ¡Eso jamás, jamás, jamás! Reconozco que me salió mal la empresa y estoy consumido por la rabia.

-Por los remordimientos, dilo de una vez, espantajo -exclamó el general-. Estoy viendo tu miserable alma cómo se retuerce dentro del cuerpo, cómo se hace un ovillo, ¡caramba!, y se muerde a sí misma porque no puede soportar su afrenta. Vuelve la vista a todos lados. ¿No te espantan las miradas de todos esos bravos soldados que te desprecian? ¿No conoces que el peor de todos vale más que tú? ¿No te cambiarías por el último condenado furriel de mi ejército?

-¡La muerte, la muerte! -exclamó Trijueque con desesperación-. No estoy arrepentido, no, de mi acción, pero estoy furioso. Por no haber sabido triunfar, merezco que me echen del mundo a fusilazos o que me corten esta gran cabeza, esta montaña cuyo peso no puedo resistir.

-Cura de Botorrita -dijo gravemente don Juan-, eres un desgraciado, y principio a tenerte compasión. Dime una palabra, una palabra sola que sea no súplica humillante de perdón, sino una palabra que me demuestre que en esa alma hay un tantico así de sentimiento por haber vendido al jefe y al amigo... Tengo ganas de perdonar, ¡rayo de Dios!

-¿Quieres oír la palabra? -dijo Trijueque lúgubremente-. Pues óyela: «Fuego» esa es la palabreja. Fuego sobre mí. No quiero vivir: me ahogo en el mundo. Estoy como un hombre a quien dijeran: «Camina cien leguas dentro de un barril de aceitunas». Fuera, fuera de aquí... Muchachos, allí hay una pared... preparad vuestros fusiles, y matadme como gustéis, bien o mal, y apuntad a donde os plazca, con tal que me apuntéis.

-Cura de Botorrita -dijo D. Juan Martín con voz grave y poniéndose pálido-, en esta ocasión terrible quiero también que mi voluntad esté sobre la tuya. Te perdono. Irás al pueblo de donde en mal hora te saqué, y predicarás, y dirás misa, que es tu verdadero oficio.

-Mi oficio es enseñar el arte sublime de la guerra a los tontos -repuso el cura sintiéndose herido en lo más sensible de su orgullo con lo del curato.

-Marcha a tu pueblo -repuso el general sin hacer caso del dardo-. Los clérigos no toman las armas. Te perdono y te destituyo. Ea, muchachos, arrancadle esa charretera que lleva en el hombro. Tan noble insignia no debe adornar el cuerpo de un infame traidor.

La canalla que rodeaba al pobre guerrillero destituido no esperó segunda orden para arrancarle la charretera. Mosén Antón dio un salto y cayó al suelo.

-Ahora desatadle y que se vaya con Dios.

-¡Me perdonas tú, miserable!... -exclamó con gran coraje la víctima-. ¿Y quién te ha pedido ese perdón que arrojas como un hueso?No soy perro hambriento, y no roeré tu perdón Recógelo.

Empezaron a desatarle. Con furor salvaje revolviose Trijueque contra los que le rodeaban, y gritó:

-Juan Martín, no mandes desatar a Trijueque, no dejes en libertad las manos de Trijueque.

-Desatadle -repitió el general.

Mosén Antón quedó al instante libre.

-¿Piensas que te temo? -añadió D. Juan-. Cura de Botorrita, vete a tu iglesia, arrodíllate delante del altar y pídele a Dios que te perdone tu crimen como te lo perdono yo.

Diciendo esto, entró con Villacampa y Sardina en el convento de dominicos.

Los soldados, cuando el general se marchó, dieron en mortificar a mosén Antón. Este abriéndose paso con el empuje de sus brazos de hierro, gritó:

-Acabad conmigo de una vez.

Con la presteza y la iniciativa propias de la verdadera travesura, uno de los circunstantes había hecho un gorro de papel y lo encajó en la calva cabeza del guerrillero exonerado, diciendo:

-Ya tiene el señor obispo su mitra. Échenos la bendición.

Otro quiso ponerle en la mano una caña, y dijo:

-Aquí tienes el báculo.

-Santurrias -dijo Viriato-, trae aquel pedazo de estera vieja para hacerle la capa pluvial.

-Matadme -gritó la víctima-; pero noinsultéis al que ha sido vuestro coronel.

Por mi parte sentía viva lástima del infeliz guerrillero, y recordando además que me había salvado la vida después del paso del Tajuña, no pude menos de interceder en su favor. Lo libré primero de las insignias episcopales, y tomándole luego el brazo, traté de llevarlo fuera del pueblo para que huyese.

Gran trabajo me costó conseguir esto último, porque la multitud le hostigaba, insultándole del modo más despiadado y atroz.

-Señor cura, diga una misa por su propia alma que se ha llevado el demonio.

-Señor cura, si los franceses pagan a mil doblones un coronel ¿qué dan por un soldado?

-Señor cura, que se metió a general y no sirve más que para tirar de una carreta... ¿Pues no quería mandar un ejército?

-De gallinas tal vez o de monagos.

-Si es un bobo: los franceses lo destinaron a que les limpiara las botas...

Además de injuriarle con estas y otras frases, a cada paso tiraban de la larga cuerda que aún llevaba atada en su cintura, y que le arrastraba detrás como un largo rabo.

Empujando aquí y allí, haciendo valer mi autoridad contra tan ruin gente, logré al fin sacarlo de la villa. Hice que todos volviesen atrás dejándonos solos y señalando la sierra, le dije al despedirle:

-Huya usted por aquí, desgraciado, y que Dios dé paz a su conciencia.

Le observé bien. Estaba horrible, con los ojos húmedos, las mejillas amoratadas, la bocaespumante, y todo tembloroso y convulso.

-Hace mucho frío esta tarde -le dije, ofreciéndole mi capote-. Lléveselo usted.

Mas en vez de aceptar la oferta y darme las gracias, rechazola, diciéndome bruscamente:

-No necesito nada. Adiós.

Y sin dignarse mirarme, se internó en la sierra.