XXX

Hallábame después de un espacio de tiempo cuya longitud no puedo apreciar, en el interior de una venta, y en una habitación tan parecida a mi famosa prisión en Rebollar de Sigüenza, que pensé que no había salido de ella. Pero una observación atenta me hizo ver alguna diferencia y principalmente el montón de paja con que me habían cubierto, y cuyo suave calor me volvía lentamente a la vida. A mi lado estaban algunos renegados y mosén Antón. El local era la parte alta de una venta del camino ocupada por los franceses con los caseríos inmediatos.

-Estoy otra vez prisionero- dije instintivamente.

-Sí señor -repuso el clérigo con cierta socarronería-. Y ahora no se nos escapará usted.

-¿Qué hora es? -pregunté.

-¿Para qué quiere usted saberlo?

-Es que quisiera marcharme, Sr. Trijueque. ¿Qué distancia hay de aquí a Cifuentes?

-No es mucha; pero aunque pudiera usted salir, amiguito, y fuera a donde desea, no conseguiría nada. Otros le han tomado la delantera.

Ya había previsto la noticia, y la pena y rabia que sentía apenas se aumentó.

-Supongo que estos bandidos me castigarán por haberme escapado de Rebollar y por lo de Algora.

-Los castigos y crueldades de esta gentuza -me dijo mosén Antón acercando su rostro a mi oído y expresándose en voz muy queda-, honran y enaltecen a la víctima.

Algunos renegados salieron, y los franceses que quedaron en la habitación, dormían. Trijueque pudo hablarme con más libertad.

-Ya llegó a su colmo mi paciencia -me dijo-, y estoy decidido a romper con estos pillos. Son más orgullosos que Rodrigo en la horca y a los que nos hemos pasado a sus banderas, nos humillan tratándonos con un desprecio... Mi rabia es tan grande, Araceli, que les ahorcaría a todos sin piedad, si en mi mano estuviera. ¿Querrá usted creer que siguen prodigándome insultos, y que su insolencia para conmigo va en aumento? No satisfechos con llamarme monsieur le chanoine, se empeñan en denigrarme más, y hoy un oficial me llamó monseigneur l'éveque.

-Mosén Antón, ¿los demás renegados que están aquí piensan lo mismo que usted? -lepregunté, sintiendo que por encanto me restablecía.

-Lo mismo. Todos desean volver allá.

-¿Cuántos son?

-No llegamos a veinte.

-¿Y los franceses?

-En esta venta y en las casas inmediatas hay más de ciento. La lucha sería muy desigual.

-La traición ha vuelto cobarde al gran Trijueque. Somos pocos; pero vale más morir que ser juguete de esta chusma.

-Sí, y mil veces sí -exclamó el cura con exaltación-. Araceli, veo que hay un gran corazón dentro de ese cuerpo. Con que... Pero déjeme usted que le explique -añadió bajando la voz-, he sabido que Juan Martín está vivo y ha reunido alguna gente.

-También yo lo he sabido. ¿Y dónde están?

-Un pastor me dijo que Sardina había ido a parar a Grajanejos... Juan Martín pasó ayer tarde por la sierra. Muchos dispersos estaban en Yela.

-Es fácil que se hayan reunido y traten de reconstituir el ejército.

-Creo que sí, y harán bien -dijo el ogro-. Me alegraría de que diesen una paliza a esta gente. Si mi previsión militar, si mi conocimiento del país no me engaña esta vez -añadió bajando más la voz-, Juan Martín y Sardina reunirán su gente en Cíbicas que está a legua y media de aquí... ¡qué admirable posición para caer sobre este destacamento y hacerlo polvo!... Si yo estuviera en su lugar...pero ni el uno ni el otro ven más allá de sus narices.

-Hay que hacer un esfuerzo para salir de aquí. Nos uniremos a D. Juan y usted, luego que le pida perdón...

-¡Yo perdón!... ¡perdón! -dijo el guerrillero con voz cavernosa y ademán sombrío-. Eso jamás.

-Nos presentaremos al Empecinado...

-Yo no; mi decoro, mi dignidad... -añadió balbuciendo-. En suma, mosén Antón se cortará con sus propias manos su gran cabeza, que envidiarán más de cuatro, primero que volver atrás del paso que dio. Los hombres de mi estambre no retroceden, y lo que hicieron hecho está. Mi intento ahora es renunciar a la guerra y marcharme a morir a Botorrita.

Después de meditar un momento, mosén Antón se levantó para marcharse.

-No me deje usted solo -le dije deteniéndole.

-No puedo estar aquí más... Quiero correr fuera... quiero huir. ¿No he dicho a usted que Juan Martín está en Cíbicas?

-Mejor.

-Figúrese usted -añadió con espanto- que viene aquí, que sorprende a estos bolos, que nos coge a todos, que me ve...

-¡Oh! Ese suceso es demasiado feliz para que pueda suceder. Estamos dejados de la mano de Dios.

-Yo me voy.

-¿En dónde está Albuín?

-No lo sé ni quiero saberlo. ¡Ojalá se lo tragara la tierra!... Condenado Juan Martín: si tuviera dos dedos de frente, podía caer encima de este destacamento y aniquilarlo. Todos los generales del mundo son unos zotes. Si yo tuviera un ejército, ¡me reviento en...!, si yo tuviera un ejército de españoles, de franceses, de griegos, de chinos o de demonios... ¡Maldita sea mi estrella!... ¡Oh, qué gozo sería que Juan Martín aplastara a esta vil gentuza! Yo sin tomar partido por unos ni por otros, aplaudiría desde lejos; sí señor, aplaudiría... ¡Llamarme monseigneur l'éveque, ultrajar a un guerrero como yo!... Dan el mando de media compañía al hombre que puede coger cincuenta mil soldados en la palma de la mano y sembrarlos sobre el campo de batalla, sin que ninguno caiga fuera de su natural puesto... a mí, que salgo al campo, doy un resoplido, huelo media España y ya sé por dónde anda el enemigo; a mí que soy capaz... pero no quiero hacer elogios de mí mismo.

-Sr. Trijueque, usted está corroído, abrasado por los remordimientos.

-¿Yo?... ¡qué desatino! -exclamó con enfado-. Sr. Araceli, de mí no se burla un mozalbete. ¿Soy algún muñeco para que se ponga en duda la entereza de mis acciones?

-Hagamos una hombrada, señor cura. Hable usted a los renegados que están en la venta. Sublevémonos contra esa canalla, y así acabaremos de una vez. O muerte o libertad.

Trijueque se frotó las manos y arqueó las cejas, más negras que la noche.

-¡Admirable suceso! -dijo-. Nos sublevamos, vencemos ¿y después...?

-Nos uniremos a D. Juan Martín.

El cura frunciendo el ceño, demostró disgusto.

-No... ¡me voy, me voy a mi pueblo! -exclamó con febril inquietud-. ¿Y quiere usted que nos sublevemos, que pasemos por sobre los cuerpos de estos cobardes?... Después de hecho eso no podemos permanecer solos. Necesitamos buscar a Juan Martín, y si nos unimos a él, forzosamente me tiene que ver.

-Bien, ¿y qué?

-Y si me ve, me dirá algo.

-Y usted le confesará que se equivocó, que se alucinó.

-¡Rayos y centellas! -gritó con furor-. ¿Soy niño de teta?... Araceli, este hombre de bronce, esta naturaleza de gigante, este Trijueque a quien Dios formó por equivocación con el material que tenía preparado para veinte hombres, no se doblega ante nadie. ¿Por qué he de exponerme a que él me vea? En este momento no temo a todos los ejércitos franceses, no temo a todo el mundo armado contra mí; pero si Juan Martín entra por esa puerta y me mira, y me echa encima el rayo de sus ojos negros, caigo rodando al suelo... ¡Váyase Juan Martín con mil demonios! Quiero huir de la Alcarria; quiero irme a Aragón y pronto, ahora mismo...

-Hagamos antes la gran calaverada. Yo estoyenfermo. Solo no puedo nada; pero al lado de mosén Antón me encuentro capaz de todo. Los renegados tienen buenas armas.

Trijueque iba a contestarme cuando sentimos gran ruido abajo, ruido de gente de armas a pie y a caballo, que acababa de entrar en la venta.

-Ahí están -dijo el clérigo-. ¿No conoce usted una voz entre todas las voces? Es la de su amigo de usted el Sr. D. Luis de Santorcaz.

Ciego de ira me lancé hacia la puerta; pero un francés que la custodiaba, me detuvo, amenazándome con ensartarme en su bayoneta. Al principio no vino a mi mente palabra bastante dura para manifestar mi cólera: luché un rato con el atleta que me prohibía salir, y grité repetidas veces...

-¡Bandidos! ¡Infame Santorcaz, embustero y falsario!

Trijueque llegose a mí y con una sonrisa de brutal estoicismo que me hizo el efecto de un bofetón, me dijo:

-Sr. Araceli, es increíble que un guerrero animoso tome tan a pechos este sainete de amores.

-Quite usted de en medio a ese miserable que me impide salir y veremos.

Eché mano a la empuñadura del sable que el guerrillero llevaba en el cinto; pero con rápido movimiento Trijueque detuvo mi mano. En el mismo instante, sentí gritos de mujer que helaron la sangre en mis venas. Pugné de nuevo por salir; pero manos poderosas me sujetaron. Mi cuerpo ya no era hielo, era unaantorcha en que se enroscaban las abrasadoras llamas de mi odio. Respiraba fuego.

Entró precipitadamente un hombre que no era otro que el Sr. D. Pelayo, el cual dijo:

-¿Dónde está el señor obispo?... ¡Ah!, ya le veo... Necesitan abajo a Su Ilustrísima.

-¿Para qué, deslenguado y sin vergüenza? ¿Va a marchar mi compañía?

-No señor. Es que se han atascado las ruedas del coche en que llevamos a esa señorita, y como la mula no podía tirar de él, dijeron: «¡Que venga Su Ilustrísima!». ¡Pronto abajo... a tirar del carro... arre!

-D. Pelayo -dijo Trijueque-, no te estrangulo por conmiseración. Dile al falsario y bellaco que te mandó, que tire del carro, si gusta.

-D. Luis está más borracho que una cuba -repuso D. Pelayo riendo-. ¡Oh, qué noche! Y todavía no sé cuánto voy ganando. Me ha prometido hacerme oficial de la guardia del rey José...

Imposibilitado de hacer movimiento alguno, vomité los denuestos más horribles sobre aquel miserable.

-Muy bravo está el Sr. Araceli -me dijo envalentonándose al ver que no podía hacerle daño.

-Infame tahúr, pide a Dios que no te deje caer en mis manos, si algún día puedo hacer uso de ellas.

Sentí otra vez angustiosos gritos de mujer que pedía socorro. Al verme hacer colosales esfuerzos para desasirme, al oír mis alaridos de furor, Trijueque, poseído de indignación,si no tan ruidosa, tan intensa como la mía, abandonó la estancia, diciéndome:

-Esto no se puede tolerar... Mi sangre hierve.

D. Pelayo, riendo como vil bufón, exclamó:

-¿Se enfada también porque chilla la de Cifuentes?... ¡Qué guapa es! Mimos y suspiritos por todo el camino... Nos traía locos... Será preciso taparle la boquirrita con un pañuelo... Araceli, que pase usted buena noche. Adiós.

Todo esto se ofreció a mis sentidos como las imágenes de un delirio. «¿Estoy despierto?» me preguntaba. Mi cuerpo se blandía entre las lazadas de la cuerda con que aquellos bárbaros le habían sujetado y no me quedaba libre más que la voz para echar por su conducto en forma de improperios horribles toda mi alma. Cuando pasado algún tiempo, quedó en silencio la venta y alejáronse los que poco antes entraran en ella, yo había sufrido una transformación horrorosa. Me había vuelto imbécil. Surgían en mi pensamiento las ideas con un aspecto entre risible y monstruoso, y dominado por un pueril terror no podía expresar cosa alguna sin reír, sin desbordarme en una hilaridad atrabiliaria que desgarraba mi pecho, envolviendo en sombras tristísimas mi alma.