XXIX

Senteme en una piedra junto al río y pensé en Dios. Al punto vino a mi memoria la Caleta de Cádiz y mi habilidad natatoria. Extendí la vista por la superficie del agua: agitome una bullidora inquietud, y aquella fuerza secreta que me impelía a seguir adelante, redoblose en mí. Pensarlo era perder el tiempo. Arrolleme el capote en torno al cuello, abandoné la escopeta, y cogiendo el sable entre los dientes me lancé al agua.

Los primeros pasos en ella me dieron esperanza; pero al poco rato sentime transido de frío; mis pies fueron dos pedazos de inmóvil hielo, mis piernas rígidas no me pertenecían y en vano se esforzaba la voluntad en darles movimiento. Aquella muerte glacial invadía mi cuerpo subiéndome hasta el pecho. Tendiendo la vista con angustia a las dos orillas, vi mas cerca aquella de donde había partido: mis brazos remaron en el agua para acercarme a ella: hice esfuerzos terribles; pero no podía llegar porque la corriente me arrastraba río abajo además la masa de agua profunda me chupaba hacia adentro. Recordando sin embargo que la serenidad es lo único que puede salvar en tales casos, me esforcé por adquirir tranquilidad y aplomo. Felizmente aún podía disponer de los brazos; trabajé poderosamente con ellos;pero aquella orilla no se aproximaba a mí tanto como yo quería. Por fin ¡Dios misericordioso!, una rama que besaba las aguas estuvo al alcance de mí. Agarrándome a aquella mano del cielo que me salvaba, pude al cabo pisar tierra. Había perdido el capote en el agua y me moría de frío en la misma ribera de donde partí.

A pesar de tan horribles contratiempos, la tenacidad de mi propósito era tan grande que aún creí posible seguir mi camino. Sin embargo mi estado era tal que si no me guarecía bajo techo, estaba en peligro evidente de perecer aquella noche. Y la noche venía a toda prisa, lóbrega, húmeda, helada, espantosa. Miré en derredor y no vi casa, ni cabaña, ni choza, ni abrigo. Estaba desamparado, completamente solo en medio de la naturaleza irritada contra el hombre. Todo en torno mío tendía a exterminarme y no podía considerar sino que aquel suelo, aquel viento, aquellas pardas nubes venían contra mí.

Otro hubiera cedido, pero yo no cedí. Tenía delante el aparato formidable de la naturaleza y de las circunstancias que me decían «de aquí no pasarás»; mas ¿qué vale esto al lado del poder invencible de la voluntad humana, que cuando da en ser grande, ni cielo ni tierra la detienen?

Corrí para vencer el frío; pero las articulaciones me lo impedían con su agudo dolor. Procurando animarme, hablé conmigo en voz alta y canté, como los niños cuando tienen miedo. El sonido de mi propia voz me halagaba en aquella soledad horrorosa y a ratos sentíano ser dueño de mi pensamiento. Corriendo en diversas direcciones vencí un poco el frío; pero las ropas empapadas no querían secarse. Me parecía que llevaba todo el Tajuña encima de mí.

Después que cerró completamente la noche, sentí ruido de voces.

-Gracias a Dios que está habitado el planeta -dije para mí-. El género humano no ha concluido.

Las voces sonaban del otro lado del río hacia la barca.

-Alguien pasa el río -exclamé con alegría-. Dejarán la barca en este lado y podré pasar después.

Al punto conocí que eran franceses, porque algunas palabras llegaron hasta mí. Escondime aguardando a que pasaran... ¡Ay! ¡Cómo bendije su aparición! ¡Con qué gozo sentí el suave rumor del agua agitada por la pértiga! ¡Cómo conté los segundos que duró el viaje y los que emplearon en desembarcar y marcharse! Pero se me heló la sangre en las venas, cuando vi desde mi escondite que uno de ellos quedaba en la embarcación, y que otro de los que se alejaron le dijo:

-Espera ahí, pues volveremos antes de media noche. Que la barca no se mueva de esta orilla.

El peligro, sin embargo, no era invencible. Un hombre no es un ejército. Acerqueme lentamente a la orilla, miré a la barca y vi a mi marinero dispuesto a pasar bien la noche, abrigado en su capote.

-No hay tiempo que perder -dije-, echémonos encima.

En efecto de buenas a primeras, llegueme a él y le di un sablazo de plano sobre la espalda. Saltó el maldito gritando:

-¿Quién va?... ¿qué quiere usted?

-¿Qué he de querer? Pasar.

Al punto reconocí en él a un renegado que había servido con mosén Antón.

-No se pasa -repuso-. ¡Qué modos, hombre! ¿Y quién es usted?

-Ya me conoces bien. Si quieres ir al agua ahora mismo, ándate con preguntas y no desates la barca.

-Es Araceli -dijo-, vamos a ver, ¿y si no me diera la gana de pasar?

Sin hacerle caso, me metí en la embarcación y con la pértiga la empujé hacia la otra orilla. El renegado no puso obstáculo, y ayudándome, me dijo:

-Pero ¿no le fusilaron a usted esta mañana?

-Parece que no.

-¿Sabe usted que andan azorados?

-¿Quiénes?

-Los musiures. Paeje que D. Juan está en la sierra con alguna gente. Yo me voy otra vez con D. Juan. Nos han engañado.

-Dime, ¿has visto a mosén Antón?

-Ha quedado con los demás del destacamento y el Sr. D. Luis en una venta que hay a mano derecha del camino a una legua de Cifuentes.

-¿Les has dejado allí? ¿Sabes si se detendrán mucho?

-Me paeje que sí. Están todos borrachos. Se conoce que no tienen prisa. Trijueque y el jefe francés han tenido una riña por el camino. Creo que nos empecinamos otra vez.

-¿Tienes qué comer?

-Medio pan puedo dar a usted. Ahí va.

Antes de poner pie en tierra, comí con ansia. Luego que desembarqué, despidiéndome del renegado, seguí precipitadamente mi camino. Todavía tenía esperanza de llegar a tiempo.

-Como saben que nadie les ha de estorbar -dije para mí-, irán con calma. Dios alargue su borrachera... Sin embargo, si resuelven poner en ejecución su plan a prima noche, es cosa perdida. Si le dejan para mañana... ¡Dios poderoso, llévame pronto allá!

El frío me mortificaba mucho, sin que me fuese posible vencerlo con la velocidad de la carrera, porque lleno mi cuerpo de dolores agudísimos, me era muy difícil andar a prisa. No llovía, y a causa del recio viento que reinara durante el día, el piso estaba algo duro, además de que la fuerte helada de aquella noche petrificaba el suelo. A poco de alejarme del río, noté que necesitaba gran esfuerzo para seguir andando; quería avivar el paso, pero mientras más a prisa marchaba, más viva sentía aquella resistencia de mis piernas a llevarme adelante. Senteme para recobrar fuerzas, y al sentarme aumentó mi malestar. Dentro de mí surgía una inclinación enérgica al reposo, un deseo profundo de no mover brazo ni pierna. Quise sacudir la pereza y anduveotro poco; pero al corto trecho sentí que desde las rodillas abajo mi persona no era mi persona, sino un apéndice extraño, una extremidad de madera o de hierro que me obedecía sí, pero ¡de qué mala gana!

Moví los brazos, y ¡cosa singular!, encontreme sin manos, es decir, perdí la sensación de poseerlas. Esto me produjo mucha congoja; pero aún permanecía potente en medio del invasor enfriamiento el horno de mi corazón que no anhelaba descanso sino carrera.

-Tú no te enfriarás, corazón -exclamé-. Mientras tú conserves una chispa de calor, el cuerpo de Gabriel marchará adelante. Si es preciso me daré de palos.

Quise gritar y cantar; pero mi garganta se negó a articular sonidos. Parecía que una invisible mano me la apretaba.

-Esto no es nada -pensé-. Ninguna falta me hace la voz. Ánimo, corazón. Parece que llevo una fragua dentro de mí. Pero la fragua se iba extinguiendo también. Bien pronto mis rodillas fueron una masa dura, rígida, mohosa, un gozne roñoso y sin juego. Al notarlo, hice lo que me había prometido, me apaleé. Pero ¡ay!, mi brazo derecho no pudo manejar el sable, que se me escapó de la mano... Anduve más... quise de nuevo correr, y mis piernas se doblaron. ¡Qué sensación tan extraña! El suelo helado me parecía caliente.

Erguí la cabeza, moví el cuerpo, pero nada más. Mis manos que aún conservaban algunasensibilidad, tocaron unos objetos largos, inertes y fríos, y al notar que eran mis piernas, no pude evitar una sonrisa fúnebre. Mi voluntad poderosa quería reanimar aquel vidrio que había sido mi carne y mi sangre; pero no pudo. El corazón latía con furia y en mis oídos un zumbar monótono me enloquecía con lúgubre música. De momento en momento me achicaba. La conciencia corporal iba estrechando los límites de mi persona: y sentí que el mundo exterior, el cosmos, digámoslo así, aunque parezca pedantería, empezaba en mi cintura y en mis hombros.

-Tremendo es -pensé- que esté uno metido dentro de una cosa que se hiela como el agua... ¡Dios inhumano, un rayo que me derrita!

Yo tenía un alma y me reconocía piedra.

Mi cuerpo tendía cada instante con más fuerza a la inmovilidad absoluta. Como el moribundo desea la vida, deseé que alguien viniese y a martillazos me machacara.

Con ansiedad inmensa mi vista exploró el camino, y allá lejos, muy lejos, observé gente que venía. Sonaba rumor de caballos, que acrecía acercándose.

-Serán franceses -me dije-. ¡Malditos sean! Me salvarán, y otra vez estoy en poder de esa canalla.

Efectivamente, eran franceses, si bien cuando estuvieron próximos, a pesar de que iba yo perdiendo el claro uso de mis sentidos, creí distinguir voces españolas empeñadas con las francesas en viva disputa. Venían tambiénalgunos renegados. Después de tantos esfuerzos, de tantas luchas, cuando se había agotado la energía de mi cuerpo y de mi espíritu, volvía a encontrarme prisionero. Casi anhelé que pasaran de largo sin hacerme caso. Pero oí a mi lado la voz de mosén Antón, que decía:

-Aquí hay un hombre helado. Es Araceli. Es preciso llevarle al mesón.