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Más allá de Odón nos cogió la noche, y Sardina, permitiéndose descansar en un ventorrillo que a la entrada del lugar estaba, juntó alrededor de una mesa a cuatro o cinco oficiales, entre los cuales tuve el honor de encontrarme. Tratábase de ver qué gusto tenía una torta y un zaque de vino aragonés ofrecida al jefe por unos honrados labriegos de Odón. Sardina, dando rienda suelta a su humor festivo, reía de todo, de los franceses, de los empecinados, del pastel y del vino, que eran de lo peor. Mosén Antón golpeaba con la palma de su manaza la mesa, alzábase el gorro hasta la corona, para calárselo después hasta las cejas; escupía, hablaba palabras no entendidas,hasta que interpelado bruscamente por su jefe, se expresó de este modo:

-Ya veo claro que se desea deslucirnos.

-¿Cómo deslucirnos?

-Esta división debió marchar delante picando la retaguardia a los franceses -exclamó Trijueque, echando fuera del cráneo casi todo el globo de los ojos-. Usted no ve estas cosas; usted tiene una frescura, una pachorra... Si yo fuera jefe de la división, al ver que me dejaban a retaguardia con intento manifiesto de deslucirme y oscurecerme, habría roto la espada y retirádome de este ejército.

-Querido Antón -dijo D. Vicente con bondad-, todos no pueden ir a vanguardia. Bastante nos hemos distinguido hoy, y esto de ir en los cuartos trasteros del ejército nos sirve de descanso.

-¡Descanso! -repuso el clérigo desdeñosamente-. ¡Que no he de oír en esa boca otra palabra!

-Si pensará el buen cura de Botorrita que todos somos de hierro como su reverencia.

-Lo que digo -gritó el clérigo dando sobre la mesa tan fuerte puñada, que el inválido mueble estuvo a punto de acabar sus días- es que si yo hubiera marchado delante con el Crudo y Orejitas, como era natural, y como lo indiqué a Juan Martín al fin de la batalla, los franceses habrían dejado la mitad de su gente entre las casas de Yunta. Pero ya... desde que Juan Martín se ha llenado de cruces y fajas y galones y entorchados como un generalote de los de Madrid, no nos permiteque nosotros los pobres guerilleros harapientos y sin nombre, hagamos cosa alguna que suene y sea llevada por la fama desde un cabo a otro de la Península. Para nosotros no trompetean los diarios de Cádiz; para nosotros no hay donativos ni suscriciones; nuestros humildes nombres no figuran en la Gaceta, ni por nosotros van las damas pidiendo de puerta en puerta, ni nadie dicelas hazañas de mosén Antón, las hazañas de Sardina, porque Sardina y Antón y Orejitas son tres almas de cántaro que han matado muchos franceses; pero que no se alaban a sí mismos, ni se ponen cintajos, ni tienen orgullo, ni tratan de humillar a los subalternos, ni echan sobre los demás la fatiga y sobre sí propios la gloria.

Púsose serio el jefe y volviéndose a su segundo, con las manos apoyadas en la cintura, fruncido el ceño, y haciendo repetidas insinuaciones afirmativas con la pesada cabeza, le dijo:

-Ya son muchas con esta las veces que ha dicho mosén Antón delante de mí palabras ofensivas a nuestro general; y francamente, amigo, me va cargando. Mosén Antón, usted no está contento en la partida, lo conozco; usted se cree humillado, postergado y ofendido... Pues largo el camino. Aquí no se quiere gente descontenta.

-Sí, me marcharé, me marcharé -dijo el clérigo trémulo de ira-. Si lo que quieren es que me marche. No saben cómo echarme. No me gusta estorbar, Sr. D. Vicente. Ya sé queno sirvo más que para decir misa; otros hay en la partida más valientes que yo, más guerreros que yo. ¿De qué sirve este pobre clérigo?

-Nadie ha desconocido sus servicios; todos reconocen el gran mérito de mosén Antón, y principalmente el general le tiene en gran estima y le aprecia más que a ninguno otro de la partida.

-Menos cuando se dan al pobre clérigo los puestos más desairados; menos cuando se le niega confianza, no permitiéndole que mande un cuerpo de ejército; menos cuando se adoptan todos los pareceres distintos del suyo para empequeñecerle. Mosén Antón es un desgraciado, un botarate, un loco, un díscolo y un impertinente. Verdad es que mosén Antón suele acertar en los movimientos que dirige; verdad es que sin mosén Antón no se hubiera ganado la batalla de Fuentecén, ni la del Casar de Talamanca, ni se hubiera entrado en la Casa de Campo de Madrid; verdad es que sin mosén Antón no se hubiera desbaratado el ejército del general Hugo... Pero esto no vale nada; mosén Antón es un pobre hombre, un envidioso, como dicen por ahí, un revoltoso que ha sembrado discordias en la partida... ¡Váyase mosén Antón con mil demonios!... ¡Qué holgada se quedará la partida cuando el clerigote pendenciero se marche lejos de ella!

-Verdaderamente -repuso Sardina con calma-, no falta razón para acusar a usted de díscolo, revoltoso, intratable e impertinente.Pero hombre de Dios, ¿qué quiere usted? Pida por esa bocaza. No quisiera morirme sin ver a mi segundo satisfecho y contento siquiera un minuto.

-No pido ni quiero nada -dijo el guerrillero levantándose con tan poco cuidado, que sus rodillas, al pasar del ángulo agudo a la línea recta, dieron a la mesa un fuerte golpe, que la arrojó al suelo con platos y vasos.

-Hombre de Dios... -exclamó Sardina-. Otra vez, cuando se desdoble, ponga más cuidado... Nos ha dejado a medio comer. Ya se ve... para él todo esto del condumio es superfluo. Yo creo que mi jefe de Estado Mayor se alimenta con paja y cebada. Maldito sea él y sus cuatro patas.

Mosén Antón se había retirado sin oír más razones, y Sardina y los que le acompañábamos emprendimos también la marcha.

Mi inmediato jefe, hombre bondadosísimo y de excelente corazón, como habrán observado mis lectores, habíase aficionado a mi compañía y trato, y me distinguía y obsequiaba tanto, que me proporcionó un caballo para que a todas horas fuese a su lado. Sus bondades conmigo eran tales que me recomendaba al Empecinado con desmedido interés, y hacía de mí delante del general elogios tan inmerecidos, que sin duda debí a su mediación los grados que obtuve después de aquella campaña.

Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, me dijo señalando a mosén Antón, que iba a regular distancia de nosotros:

-Este clerigote es oro como militar; pero como hombre no vale una pieza de cobre. Parece mentira que Dios haya puesto en un alma cualidades tan eminentes y defectos tan enormes. No dudo en afirmar que es el primer estratégico del siglo. En valor personal no hay que poner a su lado a Hernán-Cortés, al Cid ni a otros niños de teta. Pero en mosén Antón la envidia es colosal, como todo lo de este hombre, cuerpo y alma. Su orgullo no es inferior a su envidia, y ambas pasiones igualan las inconmensurables magnitudes de su genio militar, tan grande como el de Bonaparte.

Contesté a Sardina que ya había formado yo del citado personaje juicio parecido, e indiqué también mis observaciones respecto a los síntomas de discordia que había notado en varios de la partida, a lo cual repuso:

-Esa mala yerba de las murmuraciones, de los disgustos y desconfianzas hanlas sembrado Trijueque y D. Saturnino, que también es hombre díscolo, aunque muy valiente.

Llegose a nosotros el señor Viriato rogando al jefe que le permitiera catar de un repuesto de aguardiente que detrás conducían en rellenos barriletes dos cantineros, a lo cual le contestó Sardina que avivase el andar y entraría en calor sin acudir a irritativas libaciones. El estudiantillo le contestó con aquella máxima latina:

    Si Aristóteles supiera
aliquid de cantimploris,
de seguro no dijera
motus est causa caloris.

Diole permiso Sardina para echar un trago a él y al Sr. Cid Campeador, y después sonó el guitarrillo que uno de ellos llevaba.

-Estamos rodeados de canalla -me dijo don Vicente-. Los ejércitos donde ingresa todo el que quiere, tienen ese inconveniente. La canalla, amigo mío, capaz es en ocasiones de grandes cosas, y hasta puede salvar a las naciones; pero no debe fiarse mucho de ella, ni esperar grandes bienes una vez que le ha pasado el primer impulso, casi siempre generoso. Eso lo estamos viendo aquí. Creo que el gran beneficio producido con la insurrección y valentías de toda esa gente que acaudillamos toca a su fin, porque pasado cierto tiempo, ella misma se cansa del bien obrar, de la obediencia, de la disciplina, y asoma la oreja de su rusticidad tras la piel del patriotismo. Gran parte de estos guerrilleros, movidos son de un noble sentimiento de amor a la patria; pero muchos están aquí porque les gusta esta vida vagabunda, aventurera, y en la cual aparece la fortuna detrás del peligro. Son sobrios, se alimentan de cualquier manera y no gustan de trabajar. Yo creo que si la guerra durase largo tiempo; costaría mucho obligarles a volver a sus faenas ordinarias. El andar a tiros por montes y breñas es una afición que tienen en la masa de la sangre, y que mamaron con la leche.

-Tiene usted mucha razón -le respondí-, y estas discordias y rivalidades que van saliendo en la partida prueban que tales cuerpos de ejército, formados por gente allegadiza, no pueden existir mucho tiempo.

Sardina, conforme con mi parecer, añadió:

-Por mi parte deseo que se acabe la guerra. Yo tomé las armas movido por un sentimiento vivísimo de odio a los invasores de la patria. Soy de Valdeaberuelo; diome el cielo abundante hacienda; heredé de mis abuelos un nombre, si no retumbante, honrado y respetado en todo el país, y vivía en el seno de una familia modesta, cuidando mis tierras, educando a mis hijos y haciendo todo el bien que en mi mano estaba. Mi anciano padre, retirado del trabajo y atención de la casa por su mucha edad, había puesto todo a mi cuidado. La paz, la felicidad de mi hogar fue turbada por esas hordas de salvajes franceses que en mal hora vinieron a España, y todo concluyó para mí en Julio de 1808, cuando apoderáronse del pueblo... Es el caso que yo volvía muy tranquilo del mercado de Meco, cuando me anunciaron que mi buen padre había sido asesinado por los gabachos y saqueada mi casa, incendiadas mis paneras... Aquí tiene usted la explicación de mi entrada en la partida. Dijéronme que mi compadre Juan Martín andaba cazando franceses... Cogí mi trabuco y junteme a él... Hemos organizado entre los dos esta gran partida que ya es un ejército... Hemos dado batallas a los franceses; nos hemos cubierto de gloria... pero ¡ay!, él y yo no ambicionamos honores, ni grados ni riquezas, y sólo deseamos la paz, la felicidad de la patria, la concordia entre todos los españoles, para que nos sea lícito volver a nuestra labranza y al trabajo honrado y humilde de los campos, quees la mayor y única delicia en la tierra. Otros desean la guerra eterna, porque así cuadra a su natural inquieto, y me temo que éstos sean los más, lo cual me hace creer que, aun después de vencidos los franceses, todavía tendremos para un ratito.

-Pues yo -repuse-, aunque no tengo bienes de fortuna, ni nombre, ni porvenir alguno fuera de la carrera de las armas, siento muy poca afición a este género de existencia, y deseo que se acabe la guerra para pedir mi licencia y buscar la vida por camino más de mi gusto.

-¿Quiere usted hacerse labrador? Yo le daré tierras en arriendo -me dijo con bondad-, perdonándole el canon por dos o tres años. ¿Estamos en ello, amiguito?

-Reciba usted un millón de gracias dadas con el corazón, no con la boca -le dije-. Si alguna vez me hallo en el caso de utilizar, no esa generosidad que es demasiado grande, sino otra más pequeña, no vacilaré en acudir a hombre tan bondadoso.