XXXIX

Hacia el rumbo a que se encaminaba Balta, alzábase como un clamor confuso de guerra. Otros escuadrones y otros caudillos buscaban la cohesión en los distritos del centro, que era donde el enemigo mantenía tropas regladas y se aprestaba al combate. Fuerte corriente de viriles entusiasmos cruzaba el territorio, hiriendo en lo vivo la fibra popular. Y así como habían adherido entre otros a la insurrección, el capitán Jorge Pacheco en Paysandú, Vázquez en San José, Ojeda en Tacuarembó, Pintos y Laguna en Belén, Delgado en Cerro-Largo, Márquez y Zúñiga en Canelones, Torgués en el Pantanoso, Basualdo en Lunarejo, Manuel Artigas había a su vez reunido todos los mocetones de la zona del nordeste, armándolos con cuchillos enastados en varas toscas, algunos trabucos y tercerolas que, con ser armas más reforzadas que la carabina, sólo servían para hacer renegar a los milicianos de la invención de la pólvora. Bajo las órdenes de ese arrojado teniente, la partida había abandonado en los primeros días de Abril las márgenes del Casupá, corriéndose más hacia el centro y propagando a su paso la fiebre de lucha.

A la puerta de cada rancho, los hombres, ya a caballo, se despedían de sus mujeres y volvían riendas sin escuchar sus ruegos para lanzarse al galope hacia aquel punto del horizonte donde la polvareda, como un guión flotante en el espacio, indicaba a lo lejos el paso precipitado de la hueste.

De los montes que bordaban arroyos y ríos, surgían de improviso centauros de espesas greñas, altos y morrudos, que en ardorosa carrera iban a engrosar la columna entre gritos de fraternal regocijo.

Los paisanos viejos sentían en su sangre como una llamarada de juventud, y saludaban la milicia a su tránsito, dirigiendo a todos rumbos sus ojos, azorados ante aquella sulevación imponente.

A grupos solían pasar cantando algún aire de la tierra gauchitos imberbes, por delante de las mujerachas angustiadas, que fuera de sus ranchos contemplaban el tropel; y a la vista de esos voluntarios que apenas podían con las lanzas, cuyos cuentos arrastraban por el suelo, levantaban sus manos juntas con una invocación a la «virgen santísima», que iba a confundirse con el himno semi-salvaje de aquella prole dispersa atraída por el estrépito de las armas cuando recién empezaba a vivir.

En gran parte de esos distritos quedaban los ganados sin pastores, las estancias sin caballos y las mozas sin «requiebros». Los más bizarros mancebos del pago se iban en busca de aventuras guerreras, sin acordarse de sus alegres beiles, pericones y cielitos, ni pensar tampoco que la pelea, salvo algunas treguas reducidas, debía durar cerca de diez años a sangre y fuego, como en los cuentos de brujas y gigantes. Remolones y valientes, matreros y hacendados, todos formaban en las mismas filas, y sentíanse animosos ante la actitud resuelta de su capitán.

Manuel Artigas, ayudante del general Belgrano en las tristes jornadas de Tacuarí y Paraguarí, y primo del futuro jefe de las huestes, era un oficial distinguido y culto que tenía, a más de su coraje, el prestigio del apellido, pronunciado por todas las bocas en aquellos años tumultuosos, desde las costas del Plata hasta las más lejanas fronteras, como el de un hombre activo capaz de las empresas más audaces.

Su milicia, que iba engrosándose a medida que salvaba las distancias, dejando en pos de sí como un rumor de marea, debía encontrarse pronto con la tropa de Balta. Esta, en unión con la de Benavides que acababa de rendir el Colla, venía en marcha hacia el centro.

Por algunos días rodó esta columna sin hallar aliciente a su fiereza, hasta que una mañana de Abril al cruzar el río San José, encontrose con una fuerza realista tendida en batalla frente al paso del Rey.

Una bala de cañón, que pasó gruñendo por un flanco sin producir estrago alguno, recibió a la hueste. La pieza que la había vomitado estaba sostenida por un trozo de infantería reglada al mando de los oficiales superiores Gayón Bustamante, Sampiére y Herrera, que el general Elío había destacado de Montevideo para evitar que tomara proporciones el alzamiento de las milicias.

Las lanzas se levantaron por encima de las cabezas como respuesta al saludo del cañón; rompieron fuego las tercerolas en guerrilla, y a un toque de Casimiro, tendiéronse en alas los escuadrones.

Los Voluntarios de Madrid por su parte, abrieron fuego por hileras, la pieza de artillería escupió algunas metrallas, las balas de fusil hicieron diversos claros en el centro; pero a un amago de carga a fondo de la hueste, agitáronse los guías y la tropa española emprendió en orden hacia la villa su retirada.

El clarín de Balta tocó paso de trote. La línea se movió entre roncas aclamaciones. Un escuadrón de tiradores en despliegue picaba la retaguardia al comando de Diego Herrera, cuyos soldados mordían tranquilamente el cartucho, hacían sus disparos y continuaban la marcha.

Así batiéndose, los Voluntarios de Madrid penetraron en la villa de San José; y en su plaza y azoteas se prepararon a la resistencia. La fuerza de los independientes rodeó los parapetos.

Por dos días con sus noches se oyeron detonaciones y tumultos, sin que el destacamento del tercio circuido por un cinturón de lanzas, manifestase signos de cejar.

Pero en la última tarde, tras una marcha forzada, Manuel Artigas, al frente de su caballería cayó al asedio; y, cambiadas algunas frases concisas y enérgicas con los otros dos capitanes, resolviose el ataque a primera luz de la mañana.

Al llegar el día, efectuase el avance hacia la plaza por las calles paralelas, y dase principio a un combate que debía durar cuatro horas. La hueste no se arredra ante el fuego graneado; y los huecos en las filas se recubren con otros combatientes.

Una compañía desplegada en cazadores detrás de la plaza, quema con sus descargas al escuadrón de Balta: de las peladillas que cruzan roza una el pómulo saliente de Casimiro, dejando allí un surco rojo, en momentos en que el amante de Sinfora lanzaba la nota de «atención».

El trompa «mosquea».

La pieza de artillería da un ronquido, silba con ruido estridente un tarro de metralla haciéndose cien fragmentos al rozar en un muro, y derriba por el suelo ensangrentado a Manuel Artigas.

La hueste se arremolina, se inquieta, vocea iracunda, los caballos ariscos se encabritan y algunos hombres son lanzados de los lomos en medio de un granizo de balas.

-Tocá degüeyo -dijo Balta.