Ismael/XXIV
XXIV
Entre hombres de esta entraña, buscaron refugió Aldama e Ismael. La selva era una patria libre.
Cuando al trote de sus caballos se aproximaban al monte al declinar un día caluroso, vieron en un claro hasta cuatro hombres que echaron pie a tierra, obligando a hacer lo mismo a un soldado del cuerpo de Dragones, mozo de buena planta que vendía salud por lo rollizo y fuerte.
El dragón estaba sin armas; los gauchos tenían facones o chafarotes de una longitud asustadora.
Estos gauchos eran matreros. A la distancia, por sus largas barbas y cabellos, sus chiripáes y botas peludas, sus sombreros gachos y boleadores anudadas en la cintura, descubríaseles la índole selvática.
Se les veía apenas la nariz y un dedo de frente entre el boscaje de pelos.
Uno de ellos desnudó el facón de pronto, y tentó la punta con el dedo.
Enseguida hizo hincar al soldado, tironeándolo con fuerza, lo mismo que si agarrara a un redomón bellaco de la oreja para bajarle el testuz. El soldado cedió al manotón brutal, poniéndose de rodillas sin protesta alguna.
El sitio era una especie de encrucijada tupida de malezas. No se oían voces en aquel grupo siniestro.
Tres de los matreros salieron al encuentro de Ismael y Aldama que ya estaban encima y venían canturreando; y no suscitándoles sospechas, se volvieron, diciendo uno con acento bronco:
-¡Rezá pronto el credo cimarrón, melico!
-Aurá no ai tutia -añadió otro-. ¡Estirá el gañote!
Aquellos rostros respiraban fiereza.
El que tenía cogido al prisionero lo sacudió del pelo con la mano izquierda, y sin decir palabra, le hundió de golpe con la derecha el facón en un costado.
Al sentirse herido y empujado, y al ver pintada en el rostro de su matador una expresión de placer salvaje, el hombre trató de zafarse en un arranque convulsivo, y gritó en su impotencia entre estertores:
-¡No me degüeye por su madre!
Pero el gaucho siempre callado e implacable dio dos o tres brincos forcejeando, lo derribó de espaldas y púsole la bota de potro con su enorme rodaja en el pecho como pudiera sentar la zarpa un animal feroz; y cogiéndole de la barba echole para atrás la cabeza, introdújole la punta del acero a un lado del pescuezo y se lo cortó de oreja a oreja hasta hacer saltar la traquea hacia afuera como un resorte elástico.
De la carótida partida saltó un chorro de sangre caliente entre ronquidos de fuelle, el cuerpo se sacudió y retorció levantándose sobre los hombros en espantosas convulsiones, al punto de que la cabeza se sangoloteó prendida por solo la nuca al tronco como la espiga que cuelga por una arista en su tallo, empañáronse los ojos enormemente abiertos, torciose la boca con una última contracción muscular hasta fijar en la comisura una mueca de máscara, encogiéronse en arco los brazos entre temblores con los dedos crispados y también las piernas a la altura de las rodillas. En el cuello solo quedó un gran cuajarón de sangre venosa.
-¡Güen corbatin! prorrumpió Aldama, acomodándose en el recado.
El gaucho limpió el facón en la ropa del muerto; y todos seis quedaron mirándole en silencio, un breve rato.
El que había degollado, envainó su acero, y dijo con fría saña, echando al cuerpo una última ojeada:
-No vas a volver a lonjear matreros, apestao.
Después de esta oración fúnebre pusiéronse a desnudarlo, y a dividirse las pilchas, empezando por las botas y espuelas.
Cuando le despojaban de la casaquilla sucia y con algunos botones de menos, un gaucho exclamó:
-Fijáte si en las junturas ai tropa de lomos coloraos; questos melicos saben tener más criaderos que cueva de comadreja.
-Pá mí, la blusa camina -agregó un segundo. ¡Pucha que jedor de chivo!
-¡Gaucho zafao!... Déme un taco.
Diole el uno al otro la bota de «caña», y éste volviéndose a Ismael y Aldama que se habían apeado, díjoles:
-Ayéguense, mosos. ¡Rodando las piedras se topan y se juntan!
Y los invitó con un trago de aguardiente, que los dos paladearon con fruición.
Entraron entonces ellos a enterarlos de un choque que habían tenido horas antes con unos soldados sueltos, del que resultó coger prisionero al que acababan de matar, hombre a quién siempre se tuvo hincha por madrugador de matreros; y convidando después a los recién venidos a entrarse en el monte, se marcharon juntos del sitio, en el que sólo quedó el cadáver entre un gran charco de sangre para pasto del coatí y del cimarrón.
Aquel despojo lívido no llegó a merecer más que una mirada oblicua de los gauchos, al retirarse.
Dirigíanse al tranco hacia la picada oscura, cuando de súbito saltó entre las yerbas pisada por uno de los caballos en la cola una culebra gruesa, cabeza chata y color de un pardo sucio, que al apartarse de la ruta retorcía sus anillos y abría la boca de anchas fauces enloquecida por el dolor.
El que había dado muerte al dragón, la siguió de cerca, e inclinándose bien sobre el estribo, levantó el mango del rebenque para descargarlo sobre ella.
En ese momento, Ismael, que apenas había despegado los labios desde que se incorporó al grupo, sin experimentar ninguna emoción ante el degüello -gritó con enojo:
-¡No matar!
Este grito fue tan enérgico e imperativo, que el matrero suspendió el golpe, y quedose mirándolo.
Todos hicieron lo mismo, y se pararon.
Ismael tenía en la cara un ceño terrible.
En medio de una palidez profunda, sus ojos centelleaban coléricos.
En el acto espoleó él su caballo hasta ponerse encima de la culebra, y se tiró al suelo veloz.
El reptil se alejaba, volviendo en alto a cada instante la cabeza.
Velarde se acercó a grandes pasos, alargó la mano que introdujo por debajo del vientre de la culebra y la agarró, levantándola a la altura de su rostro, mientras que con la otra mano la acariciaba suavemente a lo largo del lomo.
El reptil se aquietó, refregándose en su pescuezo, e introduciéndole su feo hocico por las ropas.
La dejó él hacer; y poco a poco, como halagada por el calor de sus carnes, la culebra fuese escurriendo en el pecho del gaucho, sin temblores ni contorsiones.
Ismael volvió a montar, mirando todavía con mal ojo al matrero.
-¡Güeno! -dijo éste encogiéndose de hombros.
-Y si no ai güeno, es lo mesmo -respondió Ismael, muy encrespado y prevenido-. El culebrón no ase mal a naide.
El gaucho se calló. Todos se miraron en silencio, y siguieron su camino. Aldama se iba riendo socarronamente, y daba fuego a los avíos para encender un pucho.
Velarde se había puesto esta vez delante; y de cuando en cuando, encariñaba a la culebra, que solía asomar la cabeza por la abertura del saco muy mansa y tranquila.
Como muchos de los hombres de su índole, que no temían a Dios, ni sabían orar y sí apenas hacerse en la boca la señal de la cruz; que no poseían de la vida humana un concepto muy superior al de la de sus caballos, tratándose de enemigos, y a quienes incendiaba la propia el olor de la sangre vertida, como el mejor aroma de adobe para sus naturalezas; -sin vínculos de familia y de hogar, al calor de cuyos afectos la conciencia se forma y relampaguea una noción de la justicia y de la verdad, ni otros recuerdos en la memoria que una niñez vagabunda y una persecución constante- Ismael tenía por ciertos bichos, como él los llamaba, un respeto supersticioso y un cariño salvaje sin que nunca hallase de ello una razón clara en las oscuridades de su cerebro.
Los quería, y eso era todo. Así como al pasar por la noche delante de algún rancho abandonado, dónde habían dejado uno o más muertos los matreros, se descubría ante un fuego fatuo que vagaba en las tinieblas y que al agitarse el aire parecía perseguirle, oscilar y detenerse lo mismo que si fuese el alma del difunto, sublevábasele la sangre cuando en su presencia se mataban culebras de la especie de su predilección, y a las que él hacía inofensivas con sólo prepararles nido en su pecho, dócil al cosquilleo de las escamas.
Los gauchos que no participaban de estas preocupaciones, aún poseyendo análoga índole idiosincrásica, las miraban con respeto, sin contrariarlas ni escarnecerlas. La tolerancia en esta materia, fue siempre el carácter distintivo de la entereza criolla.
Por eso, los nuevos compañeros de Ismael se mantuvieron silenciosos y prudentes, cuando él estalló en cólera en defensa de una culebra. ¿Qué no haría en defensa del pago, y de su vida misma?
Este principio de tolerancia en materia de creencias íntimas distinguíase en el matrero mismo, en medio de sus apetitos desordenados y feroces.
Veía orar con gravedad y silencio, a las mujeres en los ranchos, encender velas a las estampas de las vírgenes y persignarse al estallido del trueno; y él mismo cuando la tormenta lo sorprendía al galope, tiraba de las riendas y se acordaba de Santa Bárbara, pareciéndole que se le escurrían dentro del cuerpo los rejucilos, como llamaba a los relámpagos, y que en el aire andaba «el daño» con olor a «mixto».
Si entraba por casualidad a alguna capilla, se mantenía muy quieto y manso, con el sombrero en la mano, y hacía como que oía la misa, sin entender de ella la media, extrañándose que el cura comiera costras de pan y tomase vino delante de la gente.
Poco habituado a este culto y a una idea superior acerca de lo divino, limitado a lo humano y a la fiereza del sentimiento de independencia individual, que adobaba bien la cruda vida del desierto, el gaucho errante tuvo que subordinar su sentido moral a ciertas preocupaciones y supercherías que daban halago a sus instintos, adquirían engorde en su ignorancia y ofrecían excusa o pretexto a sus arranques geniales y a sus caprichos crueles.
De allí las supersticiones torpes, que a la vez que deprimían su conciencia moral, endurecían la fibra, y lo arrastraban a la acción trágica y al romántico denuedo.
Los gauchos a que se habían reunido Ismael y Aldama pertenecían al género bravío, y a una temible banda de cuarenta individuos de distintas razas y clases vinculados por la misma desgracia y un destino común.
Este grupo acampaba en un prado fresco y pastoso, casi encima del cauce del Negro, cuya comunicación con el exterior sólo podía establecerse por medio de la picada larga, tortuosa y estrecha -verdadero túnel de arborescencias- que hemos descrito en uno de los anteriores capítulos, en circunstancias en que Aldama e Ismaél, de regreso del pago de Viera, como se verá bien luego, eran vivamente acosados cayendo aquel en poder de las partidas del Preboste.
La banda obedecía y se guiaba por las inspiraciones de un campero influyente ex-cabo de caballería le milicias, llamado Venancio Benavides.
Este hombre de acción encaminaba los desertores y los gauchos errantes a aquella guarida; hasta que llegó a formar una partida gruesa, que más adelante se complementó con algunos vecinos sublevados en su distrito, para iniciar en Asencio con Pedro José Viera la gloriosa campaña del año XI.
Ismael y Aldama, por muchos días, hicieron vida de clausura en el monte, resignándose a esperar con paciencia que el país ardiese en guerra, como se ansiaba, y sentíase palpitar en la atmósfera inflamada de aquel tiempo.
Una noche de Febrero presentose en la picada Venancio Benavides, y reuniéndolos a todos en la pradera, les dijo que era ya llegado el momento de alzarse contra los «godos» que oprimían la tierra, para lo cual se precisaba dar hasta la vida; pero que antes de empuñar las chuzas convenía preparar a los muchachos del pago de Capilla Nueva, y a su compañero Perico el Bailarín con quién estaba en arreglos, y el que «por puro amor a la libertad» se había propuesto levantarse en armas, según él mismo se lo declaró en su última entrevista. Que la guerra sería a muerte, y que en ella habían de ser ayudados por Buenos Aires con hombres, pólvora y balas.
Los gauchos escucharon con mucha atención y silencio las palabras de Venancio, y cuando él hubo concluido, echarónse atrás los sombreros, e hicieron juramento de pelear hasta morir, inflamados ya a la idea de la refriega, con una expresión de odio profundo en los ojos -puertas en que asomaban envelados en sangre los instintos indómitos y los deseos vehementes de la venganza.
Siguiéronse pronto entre ellos, las confidencias sobre persecuciones y animosidades de otros tiempos, y los agravios a vengar sin perdón.
Toda esa noche se agitó el grupo, y se rasguearon las guitarras cantándose aires de la tierra y décimas belicosas.
Venancio tomó sus medidas; y escogiendo por emisarios seguros a los dos fugitivos de la estancia de Fuentes, cuyas cualidades conocía, los envió a Pedro José Viera para que se informasen del «estado de los asuntos», del día y paraje de la reunión, y combinar en definitiva el plan de guerra, así como la designación de los distritos que no debían desampararse.
Cuando Aldama y Esmaél -como llamaban a Velarde sus compañeros- se disponían a la marcha, al rayar el día ya en campo raso, Venancio, dijo:
-Alviertan a Perico que ya es tiempo de sulevarse. Si a la güelta se topan con los «godos», primero enchipaosque «cantores», muchachos.
-De juramente, repuso Ismael con calma.
Y los dos gauchos partieron a media rienda.