Invocación Religiosa

El Tesoro de la Juventud (1911)
El libro de la Poesía, Tomo 18
Invocación Religiosa
de Rafael María de Mendive

Nota: se ha conservado la ortografía original.

La muerte de una hija arranca al poeta cubano Rafael María de Mendive (1821-1886) esta sentida invocación, en la que resplandecen su intenso amor paternal y la reverencia con que pide a Dios consuelo para tan honda pena.


INVOCACIÓN RELIGIOSA

N

O seré yo, mi Dios, quien a ti llegue

Cubierto de rubor, ni quien osado
Ante tu excelsa majestad desplegue
Del pensamiento el vuelo arrebatado;
No; yo sabré sin que el dolor me ciegue,
Padre infeliz, con ánimo esforzado,
Imitando el zumbar de mansa abeja.
Levantar hasta ti mi humilde queja.

Si en mis labios jamás la trompa de oro
Con épica expresión sonó robusta.
Ni en bélico cantar lancé sonoro
El grito de dolor que al alma asusta.
De ternura infantil todo un tesoro
Mi numen te dirá con voz augusta,

Y en fácil rima que cantando llora
Todo el inmenso afán que me devora.
Yo te diré por qué cuando serena
La noche su amplio manto de zafiros
Desplega hermosa, y, de misterios llena,
A ti consagra un himno de suspiros.
De mi lira se escapan con mi pena
En ecos de dolor o en blandos giros
Las quejas ¡ay! las quejas que mi pecho
Lanza en hirvientes lágrimas deshecho.

Yo te diré, mi Dios, por qué la tierra
Es desierto arenal para mis ojos,
Y el mundo todo para mí no encierra
Sino de muerte pálidos despojos:
Por qué donde paz hube encuentro guerra,
Donde flores de amor tan sólo abrojos,
Y es el eterno suspirar del viento
Mi grito de dolor y mi lamento.

Es ella, ¡oh! Dios, la hija idolatrada
Por quien palpita el corazón y gime
En triste soledad; por quien trocada
En pena mi ilusión, su sello imprime
En mi frente el dolor; y acobardada
Ante tu excelsa majestad sublime.
Ni acierta el alma a comprender, ni alcanza
Más luz ni salvación que tu esperanza.

¡Ella! ¡tan dulce al corazón, tan pura
Como el fresco rosal que Mayo enflora!
Mi luz providencial en noche oscura,
Y en horas de dolor mi blanca aurora.
¡Ella! que objeto fué de mi ternura,
Y causa de mis quejas es ahora.
Pálida muere, y ante el Sol que nace
Cual vaporosa nube se deshace.

Aquí me encuentra el alba contemplando
Su rostro angelical y sus cabellos
Que tantas veces me extasiaran cuando
Mis labios puse con delicia en ellos:
Sus ojos miro, y de pavor temblando
Contemplo cuál se extinguen sus destellos,
Y cuán siniestro de la muerte brilla
El apagado tinte en su mejilla.

Y entre mis manos trémulas estrecho
Sus manos con placer; su frente oprimo
Enternecido a mi convulso pecho,
Pensando así que su salud reanimo;
Y con mi aliento avivo de su lecho
El extinto calor y el fuego animo
De sus marchitos labios donde impresos
Aun viven para mí tan dulces besos.

¡Oh! tú del corazón la flor más bella
Que en mis huertos de amor naciste un día;
Deja que siga tu impalpable huella
En alas ¡ay! de la esperanza mía;
Deja que mire en ti la blanca estrella
Que cual la escala de Jacob me guía
Desde el lecho infeliz do vivo atado
Hasta tu regio alcázar encantado.

Sí, mi Dios, sólo tú que Omnipotente
Los orbes llenas y el espacio inflamas
Con tu inmenso poder, que en saña ardiente
La tierra puedes convertir en llamas,
O hacer que broten de inexhausta fuente
Floridos bosques, vastos panoramas,
Y soberbios palacios a millares
Desde el oscuro fondo de los mares;

Tú, para quien el Sol no tiene ocaso,
Ni el águila caudal pujante vuelo,
Y el Orbe trema cuando siente el paso
De tus divinas plantas en el cielo;
Que enciendes este fuego en que me abraso
Y de las nieblas desgarrando el velo
Entre las galas de bellezas tantas
Coronado de rayos te levantas;

Tú, que al cristiano corazón le prestas
Potentes alas con que a ti se encumbre;
Y en todo tu esplendor te manifiestas
Del vivido relámpago en la lumbre,
Y en las sombras que pueblan las florestas,
Y en el raudo torrente, y en la cumbre
De las altas montañas, donde eterno
Sus nieves cuaja el borrascoso invierno;

Tú, que lo puedes todo, al alma mía
Devuélvele la paz, pues que te imploro
Con la afligida voz con que solía
Invocarte David, cuando en sonoro
Salterio gemidor a ti pedía,
Goteando el corazón amargo lloro,
Piedad a su dolor, y a su tormento,
Al compasado son de su lamento.

Pon en mis secos labios la frescura
Del bíblico Cedrón, y el eco suave
De la lejana fuente que murmura,
Y el trino melancólico del ave;
Y mi voz no será de desventura.
Ni mi acento será de pena grave.
Sino el hosanna plácido que en coro
Los ángeles te dan en arpas de oro.