Inter graves
CARTA de Su Santidad León XIII a los obispos de Perú
Entre las graves y múltiples preocupaciones por las que estamos continuamente comprometidos y afligidos en el cumplimiento del Supremo Apostolado, hemos recibido con alegría la carta documentada que vosotros, Venerables Hermanos, nos enviasteis después de haber celebrado el sínodo en la ciudad de Lima. Al leerlo atentamente, con ese afecto paterno que os tenemos a vosotros y a vuestro pueblo, hemos encontrado gran consuelo en el testimonio repetido de amor y de fe hacia Nosotros y hacia esta Sede de Pedro; sobre todo, Nos alegramos del celo con el que, según Nuestros deseos, os habéis reunido para tratar las más importantes cuestiones religiosas y para inculcar las buenas costumbres a la grey que el Espíritu Santo os ha confiado para regirla[1].
Aprobamos plenamente, Venerables hermanos, esta voluntad que revela vuestro compromiso pastoral para garantizar que los fieles a vosotros confiados perseveren en la integridad del catolicismo. No obstante, nos complace añadir nuevos estímulos, como se hace con los corredores, para que, continuando con determinación en el camino emprendido, organicéis encuentros similares con mayor frecuencia, según su necesidad u oportunidad. De hecho, estamos convencidos, según la tradición y la enseñanza ininterrumpidas de la Iglesia, de lo que hemos declarado muchas veces: podremos luchar mucho más eficazmente contra los errores que puedan difundirse y prevalecer en cualquier lugar, y guardar con más seguridad y firmeza los principios de la santísima religión, si los Obispos se unen más estrechamente entre sí, compartiendo sus ideas y dando cuenta de sus intenciones.
Para que los frutos de estas reuniones sean más abundantes y se deriven de ellas los mayores beneficios para vuestro pueblo, como lo confirma Nuestra información sobre la situación religiosa en el Perú, y exige Nuestro ardiente deseo de que el nombre católico adquiera cada vez mayor desarrollo entre vosotros, es oportuno, venerados hermanos, dirigiros algunas recomendaciones más concretas, a las que debéis dedicar una mayor atención que a las demás. Se refieren a lo que sirve, ante todo, para proteger el camino hacia la fe y para explicar la virtud operativa de la Iglesia; lo que Nosotros nunca hemos dejado de sugerir con la publicación frecuente de documentos generales y con cartas individuales enviadas a los Obispos. Por tanto, en primer lugar, la parte más importante de vuestro compromiso estará encaminada a pensar incentivos adecuados para que los estudiantes de las sagradas ordenes no sólo tengan santo respeto a la templanza de las costumbres, sino que también se mantengan vivas. en ellos el deseo de adquirir sabiduría; y si entre los jóvenes, que son la esperanza de la Iglesia, los estudios parecen decaer y languidecer, que vuelvan a ese esplendor que Nosotros con razón deseamos y que los tiempos de la religión exigen. En efecto, sabéis, Venerables Hermanos, cuál fue la voluntad de la Divina Providencia: en primer lugar utilizar mártires fortísimos para quebrantar la fuerza insolente y la crueldad de los tiranos, de modo que la sangre de los mártires constituye la semilla de los cristianos; en segundo lugar, destinar en cada época hombres de eminente sabiduría a defender, no sólo con la sagrada autoridad, sino también con la ayuda de la razón humana, los tesoros de la verdad que el Hijo Unigénito trajo del Padre a la tierra y quiso encomendar a la Iglesia. Ahora que todo está infectado y corrompido por el contagio de opiniones perversas, y que bajo la apariencia de doctrinas progresistas se combate y rechaza la sabiduría transmitida por Dios, es fácil comprender que sean necesarios aquellos defensores que, con todo tipo de armas proporcionadas por la ciencia, estén siempre preparados[2], como advierte el Apóstol, para responder a cualquiera que os pida razón de la esperanza que hay en nosotros; exhortar con sana doctrina y refutar a los que se contradicen[3]. En efecto, al regular el orden de los estudios para vuestros seminarios, queremos que tengáis presente lo que Nosotros mismos prescribimos al respecto en las encíclicas. Sin duda, en la enseñanza de las disciplinas filosóficas, será sumamente valorado el Doctor Angélico Tomás de Aquino[a]. Que la sabiduría que brota de sus escritos en forma rica y perenne, confirmada por las continuas alabanzas de los Romanos Pontífices, sea impartida a los estudiantes en amplia y generosa medida. Y no descuidéis los estudios de las ciencias de la naturaleza; de hecho, además de que ahora son muy apreciadas, es de ellas sobre todo de donde, quienes odian los dogmas católicos, sacan argumentos para socavar su verdad; por eso es necesario asegurar que en el orden sagrado no falten quienes estén preparados para tal batalla, que derroten a sus adversarios con sus propias armas y refuten sus errores. Finalmente, guárdense cuidadosamente las instrucciones que hemos transmitido recientemente especto a la dedicación a los estudios bíblicos[b]. Si respetáis estos preceptos, el clero será aún más honrado y mayores elogios llegarán a la Iglesia, que siempre ha sido considerada -y, de hecho, debe ser considerada- sustentadora y favorecedora de los mejores estudios; además tendréis a vuestra disposición hombres idóneos que, llamados a compartir vuestra enseñanza, os serán de gran utilidad y ayuda en la educación del pueblo y en la promoción de la piedad.
Queremos dirigiros otra cálida recomendación: los mejores sacerdotes deben ser los responsables de dirigir las parroquias. En efecto, aquellos que son elevados a este cargo, tan honorable e investido de autoridad, pero aún más lleno de dificultades y preocupaciones, son los principales colaboradores de que disponen los Obispos en su actividad pastoral como los primeros auxiliares en la enseñanza de los que creen en la vida eterna en Cristo[4]. De hecho, Cristo adopta a sus pastores para que actúen como fieles guardianes, para que el pueblo santo de Dios no desfallezca y no sufra daños por el asalto de sus enemigos. Reciben el mandato de padres de almas que, hechas a imagen del Creador[5], fueron adquiridos por Dios y el Cordero, no con oro ni plata corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como un cordero sin mancha[6]. Es necesario, por tanto, que padezcan hasta que Cristo renazca en ellos[7]. Son pastores que, si no quieren ser considerados mercenarios, deben conocer a sus ovejas, nutrirlas con el alimento de la palabra de Dios, educarlas con la ayuda de los sacramentos; hechos también ellos rebaño, poseyendo el misterio de la Palabra en su limpia conciencia[8], gobiernan al pueblo que les ha sido confiado de modo que puedan apropiarse de las palabras del Apóstol: sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo[9] Finalmente, aquellos a quienes Dios envía a la cabeza de su pueblo para guardarlos en el camino[10], y en medio de los enemigos para conducirlos al lugar que él ha preparado, la ciudad santa de Jerusalén. preparada para ser revelada a nosotros al final de los tiempos[11]. Siendo así, veis, venerados hermanos, cuánto celo necesitáis en la elección de los párrocos, cuánta y qué asidua vigilancia para orientarlos hacia su magisterio. Es necesario que sean hombres que merezcan las palabras del Señor: vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra[12]. Ardientes, pues, en la caridad y dedicación a las almas, no piden lo que les pertenece a ellos, sino a Jesucristo, dispuestos a afrontar los sacrificios y ofrecer sus almas por su rebaño. De hecho, aquellos que, por un beneficio vergonzoso o inducidos por intereses humanos, intentan asumir una tarea tan ardua y venerable, aquellos que carecen de santidad de vida y de cultura, deben ser absolutamente rechazados; en realidad son mercenarios que no entran por la puerta, son como la sal que ha perdido su sabor y no sirve para nada más que para ser tirada y pisoteada por los hombres[13].
Estas sugerencias apuntan a beneficiar a aquellos que ya están felices en el redil del rebaño del Señor. Pero en verdad hay entre vosotros, venerados hermanos, personas que, no habiendo aún sido llamadas[14] permanecen todavía en tinieblas y en sombra de muerte[15]. Son las ovejas que padecen y que debéis conducir a Jesús, el pastor supremo de las almas. En efecto, la ciudad del Dios vivo, la Iglesia de Cristo, no limitada por ninguna frontera, está abierta a la salvación de todos: su fuerza, que proviene del mismo Divino Creador, se expresa de un mar a otro y expande cada día el lugar de su tienda y de sus tabernáculos[16], por lo que justamente y con razón se le llama católica. Sabemos y hemos aprendido con certeza que esta ascensión del pueblo al monte Sion debe atribuirse a la gracia divina. A Dios le corresponde incrementar el nombre cristiano; porque nadie puede venir al Hijo, si el Padre no le ha atraído[17]. Creemos que esta es la voluntad del Padre misericordioso, confirmada por la acción y la enseñanza de Nuestro Redentor: que los hombres mortales cumplan con la obra del mismo Dios para la salvación de las almas. De hecho, según la advertencia del Apóstol, la fe depende de la escucha: la escucha de la Palabra de Cristo; pero ¿cómo escucharán sin un predicador? ¿Cómo predicarán si no son enviados[18]. Por eso os amonestamos y añadimos estímulos a vuestra caridad, Venerables Hermanos, para que las sagradas misiones entre los indios se hagan más numerosas; que se multipliquen los hombres misericordiosos que, como alegres voluntarios, sean enviados a las mieses del Señor y, sin ninguna complacencia con la carne y la sangre, se comporten con sus hermanos abandonados de tal manera que los ganen para Cristo; lleven al pueblo bárbaro el culto civil y las costumbres suaves que disipen las tinieblas de la ignorancia, para que finalmente también ellos alcancen un lugar entre los santos en virtud de la fe[19].
Finalmente, deseamos que vuestro constante celo se oriente a lo que sigue. Puesto que, especialmente en estos tiempos, los malvados abusan de los diarios y revistas para difundir opiniones perversas y corromper las costumbres, por favor, considerad tarea vuestra seguir el mismo camino y utilizar los mismos métodos; culpablemente apuntan a la destrucción; vosotros santamente a la edificación. Será obra meritoria si hombres dotados de ciencia y virtud se dedican a escribir ensayos que se publiquen en determinados días o cada cierto tiempo; de este modo, una vez que los errores sean gradualmente refutados, la verdad será más ampliamente difundida, y las almas débiles serán rescatadas del letargo y se encargarán de defender incansablemente la fe y de profesarla abiertamente, amándola de corazón por el bien de la justicia. Se lograrán muchas y grandes ventajas si esos escritores, que luchan por una causa digna, asumen los deberes que les corresponden. Naturalmente, como hemos aconsejado en otras ocasiones, deben, con moderación, prudencia y caridad, proteger firmemente los principios de verdad y rectitud, sostener los derechos sacrosantos de la Iglesia, exaltar la majestad de la Sede Apostólica, respetar la autoridad de quienes gobiernan el Estado: pero en estas funciones recuerden, como es justo, adherirse a los Obispos y seguir sus consejos. Así, Venerables hermanos, podrá surgir una muy válida defensa para ayudaros a desviar de las fuentes impuras a las personas que os han sido confiadas y conducirlas a manantiales saludables. Tenéis, pues, unas cuestiones que, según Nuestro deseo y Nuestro consejo, podéis debatir en vuestras asambleas. No tenemos ninguna duda de que ciertamente decidiréis dedicar todos los cuidados al cumplimiento de Nuestros deseos. Y para que esto suceda por decisión unánime, imploramos la ayuda celestial, recurriendo a los intercesores, junto con la Inmaculada Madre de Dios María, con el santísimo obispo Toribio y con la virgen Rosa, a quien la Iglesia llama la primera flor de la santidad. de vuestro Perú y de toda Sudamérica.
Mientras tanto, como testimonio de Nuestro amor, Venerables Hermanos, y como deseo de dones divinos, a todos vosotros, a vuestro clero y a vuestro pueblo, impartimos con gran afecto la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de mayo de 1894, año decimoséptimo de Nuestro Pontificado.
Notas>
editar- ↑ Cuestión tratada por León XII, en Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879: una de las primeras encíclicas de su pontificado.
- ↑ A loe estudio de la Sagrada Escritura dedicó el papa su encíclica Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893,
Referencias
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