Insolación de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XI

Capítulo XI

Lo bueno fue que la dama, lejos de sorprenderse, saludó a Pacheco como si el encontrarle allí a tales horas le pareciese la cosa más natural del mundo, y, recíprocamente, Pacheco empleó también con ella todas las fórmulas de cortesía acostumbradas cuando un caballero se encuentra a una señora de cumplido, respetable, ya que no por sus años, por su carácter y condición. Se hizo atrás para dejarla pasar, y al seguirla al saloncito de confianza, donde ardía sobre la mesa de tijera la gran lámpara con pantalla rosa velada de encaje, se quedó próximo a la puerta y en pie, como el que espera una orden de despedida.

-Siéntese usted, Pacheco... -tartamudeó la señora, bastante aturrullada aún.

El gaditano no se sentó, pero adelantó despacio, como receloso; parecía, por su continente, algún hombre poco avezado a sociedad: pero este aspecto, que Asís atribuyó a hipocresía refinada, contrastaba de un modo encantador con la soltura de su cuerpo y modales, la elegancia no estudiada de su vestir, la finura de su chaleco blanquísimo, su tipo de persona principal. Viéndole tan contrito, Asís se rehízo y cobró ánimos. «Gran ocasión de leerle la cartilla al señorito este: ¿conque muy manso y fingiéndose arrepentido, eh? Ahora lo verás...». Porque la dama, en su inexperiencia, se había figurado que su compañero de romería iba a entrar hecho un sargento, y a las primeras de cambio le iba a soltar un abrazo furibundo o cualquier gansada semejante... Pero ya que gracias a Dios se manifestaba tan comedido, bien podía la señora acusarle las cuarenta. Y Asís abrió la boca y exclamó:

-Conque usted aquí... Yo quisiera... yo...

El gaditano se acercó todavía más, hasta ponerse al lado de la dama, que seguía en pie junto a la mesa. La miró fijamente y luego pronunció como el que dice la cosa más patética del mundo:

-A mí va usted a regañarme too lo que guste... A los criados ni chispa... La culpa es mía toa. Un cuarto de hora de conversasión con la chica me ha costao el entrar. Hasta requiebros le he soltao. Y na, ni por esas. Al fin le dije... que vamos, que ya sabía usted que yo vendría y que para recibirme a mí se quería usted negar a los demás. Ríñame usted, que lo meresco too.

Estas enormidades las murmuró con tono lánguido y quejumbroso, con los ojos mortecinos y un aire de melancolía que daba compasión. Asís se quedó de una pieza, así al pronto; que después se le deshizo el nudo de la garganta y las palabras le salieron a borbotones. Ea..., ahí va... Ahora sí que me desato...

-Sí señor, que merece usted... Pues hombre... me pone usted en berlina con mis criados... ¡Por eso se escondieron cuando yo entraba... y le dejan a usted que abra la puerta! ¡Gandules de profesión! A la Angelita yo le diré cuántas son cinco... Y lo que es a Perfecto... Alguno podrá ser que no duerma en casa esta noche... Los enemigos domésticos... Aguarde usted, aguarde usted... Estas jugadas no me las hacen ellos a mí... ¡Habrase visto! ¡Para esto los trata uno del modo que los trata! ¡Para que le vendan a las primeras de cambio!

Comprendía la misma señora que se ponía algo ordinaria chillando y manoteando así, y lo peor de todo, que era predicar en desierto, pues ni siquiera podían oírla desde la cocina; además, Pacheco, en vez de asustarse con tan caliente reprimenda, pareció que recobraba los espíritus, se llegó más, y bajando la cabeza, acarició las sienes de la enojada. Esta se echó atrás, no tan pronto que ya no la sujetase blandamente por la cintura un brazo del gaditano y que este no balbuciese a su oído:

-¿A qué te enfadas con los criados, chiquilla? ¿No te he dicho que no tienen culpa? Mira, esa chica que te sirve, vale un Perú. Te quiere bien. Le daba dinero y no lo admitió ni hecha peazos. Dijo que con tal que tú no la riñeses... Ahora si gritas se armará un escándalo... Pero me iré cuanto tú lo mandes. Que sí me iré, mujer...

Al anunciar que se iba, se sentó en el sofá-diván, obligando a la señora a sentarse también. Esta notaba una turbación que ya no se parecía a la pseudocólera de antes, y, por lo bajo, murmuraba:

-Pues váyase usted... Hágame el favor de irse. Por Dios...

-¿Ni un minuto hay para mí? Estoy enfermo... ¡Si vieses! En toda la noche no he dormido, no he pegado los ojos.

Asís iba a preguntar: «¿por qué?», pero calló, pareciéndole inconveniente y necia la pregunta.

-Necesitaba saber de ti... Si estabas ya buena, si habías descansado... Si me querías mal, o si me mirabas con alguna indulgencia. ¿Dura el mal humor? ¿Y esa cabecita? ¿A ver?

Se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano derecha. Asís, esforzándose en romper el lazo, notaba disminuidas sus fuerzas por dos sentimientos: el primero, que viendo tan sumiso y moderado al gran pillo, le habían entrado unas miajas de lástima; el segundo..., el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió en el Paraíso a la primera mujer, la que pierde a todas, y tal vez no sólo a ellas sino al género humano... ¿A ver? ¿Cómo sería? ¿Qué diría Pacheco ahora?

Pacheco, en un rato, no dijo nada; ni chistó. Su palma fina, sus dedos enjutos y nerviosos oprimían suavemente la cabeza y sienes de Asís, lo mismo que si a esta le durase aún el mareo de la víspera y necesitase la medicina de tan sencillo halago. En la sala parecía que la varita de algún mágico invisible derramaba silencio apacible y amoroso, y la luz de la lámpara, al través de su celosía de encaje, alumbraba con poética suavidad el recinto. La sala estaba amueblada con esas pretensiones artísticas que hoy ostenta todo bicho viviente, sepa o no sepa lo que es arte, y con ese aspecto de prendería que resulta de aglomerar el mayor número posible de cosas inconexas. Sitiales, butacas bajas y coquetonas, mesillas forradas de felpa imitando un corazón o una hoja de trébol, columnas que sostienen quinqués, divancitos cambiados donde la gente puede gozar del placer de darse la espalda y coger un tortícolis, alguna drácena en jardineras de cinc, un perro de porcelana haciendo centinela junto a la chimenea, y dos hermosos vargueños patrimoniales restaurados y dorados de nuevo... Todo revuelto, colocado de la manera que más dificultase el paso a la gente, haciendo un archipiélago donde no se podía navegar sin práctico. ¿Y las paredes? Si el suelo estaba intransitable, en las paredes no quedaba sitio libre para un clavo, pues el buen marqués de Andrade, incapaz de distinguir un Ticiano de un Ribera, la había dado algún tiempo de protector de jóvenes artistas, llenando la casa de acuarelas con chulas, matones del Renacimiento o damas Luis XV; de manchas, apuntes y bocetos hechos a punta de cuchillo, o a yema de dedo, tan libres y tan francos, que ni el mismo demonio adivinaría lo que representaban; de tablitas lamidas y microscópicas, encerradas en marcos cinco veces mayores; de fotografías con retumbantes dedicatorias; migajas de arte, en suma, que al menos cubren la vulgaridad del empapelado y distraen gratamente la vista. Y en hora semejante, en medio de la amable paz que flotaba en la atmósfera y con la luz discreta transparentada por el encaje, los cachivaches se armonizaban, se fundían en una dulce intimidad, en una complicidad silenciosa; la misiva horrible carátula japonesa colgada encima de un vargueño y de uno de cuyos ojos se descolgaba una procesión de monitor de felpa, tenía un gesto menos infernal; el pañolón de Manila que cubría el piano, abría alegremente todas sus flores; las begonias, próximas a la entreabierta ventana, se estremecían como si las acariciase el vientecillo nocturno... Sólo el bull-dog de porcelana, sentado como una esfinge, miraba con alarmante persistencia al grupo del sofá, guardando una actitud digna y enérgica, como si fuese celoso guardián puesto allí por el espíritu del respetable marqués difunto... Casi parecería natural que abriese las fauces, soltase un ladrido ele alarma, y se abalanzase dispuesto a morder...

Pacheco decía bajito, con el ceceo mimoso y triste de su pronunciación:

-¿Te sospechabas tú lo de ayer, chiquilla? ¿A que sí? Mira, no me digas no, que las mujeres estáis siempre de vuelta en esas cosas... ¡A ver si se calla usted y no me replica! Tú veías muy bien, picarona, que yo estaba muerto, lo que se dice muerto... Sólo que creíste poder dejarme en blanco... Pero sospechar... ¡Quia! ¡Si lo calaste desde el mismo momento que tiré el puro en los jardines! ¿Y tú te gosabas en verme a mí sufrir, no es eso? ¡Somos más malos! Toma en castigo... ¡Y qué bonita estabas, gitana salá! ¿Te ha dicho a ti algún hombre bonita? ¿No? ¡Pues ahora te lo digo yo, vamos!, y valgo más que toos... Oye, en el coche te hubiese yo requebrado seis dosenas de veses..., te hubiese llamao mona, serrana, matadora de hombres... Sólo que no me atrevía, ¿sabes tú? Que si me atrevo, te suelto toas las flores de la primavera en un ramiyetico.

Aquí Asís, sin saber por qué, recobró el uso de la palabra, y fue para gritar:

-Sí..., como a la chica del merendero..., y a mi criada..., y a todas cuantas se ofrece... Lo que es por palabrería no queda.

La interrumpió un enérgico tapabocas.

-No compares, chiquiya, no compares... Tonterías que se disen por pasá el rato, pa que se encandilen las mujeres... Contigo..., ¡Virgen Santa!, tengo yo una ilusión..., ¡una ilusionasa de volverme loco! Has de saber que yo mismo estoy pasmao de lo que me sucede. Nunca me quedé triste después de una cosa así sino contigo. Hasta me falta resolución pa hablarte. Estoy así... medio orgulloso y medio pesaroso. Más quisiera que nos hubiésemos vuelto ayer antes de almorsá. ¿No lo crees? ¿Ah, no lo crees? Por estas...

Y el meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Asís se echó a reír mal de su grado. Ya no había posibilidad de enfadarse: la risa desarma al más furioso. Y ahora, ¿qué hacer?, pensaba la dama, llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo, toda su habilidad femenil. Nada, muy sencillo... No negarle la cita que pedía para el día siguiente por la tarde; porque si se le negaba, era capaz de hacer cualquier desatino. No, no..., contemporizar..., otorgar la cita, y a la hora señalada..., ¡busca!, estar en cualquier sitio menos donde Pacheco esperase... Y ahora, procurar por bien que se largase cuanto más pronto... ¡Qué diría el servicio! ¡En esa cocina estaría la Diabla haciendo unos calendarios!