Insolación de Emilia Pardo Bazán
Capítulo X

Capítulo X

Oyendo un nuevo repiqueteo de campanilla, acudió Ángela despavorida, a ver qué era. Su ama estaba medio incorporada sobre un codo.

-Venga quien venga, ¿entiendes?, venga quien venga..., que he salido.

-A todo el mundo, vamos; que ha salido la señorita.

-A todo el mundo: sin excepción. Cuidadito como me dejas entrar a nadie.

-¡Jesús, señorita! Ni el aire entrará.

-Y prepárame el baño.

-¿El baño? ¿No le sentará mal a la señorita?

-No -contestó Asís secamente-. (¡Manía de meterse en todo tienen estas doncellas!).

-¿Y la orden del coche, señorita? Ya dos veces ha venido Roque a preguntarla.

Al nombre del cochero, sintió Asís que le subía un pavo atroz, como si el cochero representase para ella la sociedad, el deber, todas las conveniencias pisoteadas y atropelladas la víspera. ¡El cochero sí que debía maliciarse...!

-Dile..., dile que... venga dentro de un par de horas..., a las cuatro y media... No, a las cinco y cuarto. Para paseo... Las cinco y media más bien.

Saltó de la cama, se puso la bata, y se calzó las chinelas. ¡Sentía un abatimiento grande, agujetas, cansancio, y al mismo tiempo una excitación, unas ganas de echar a andar, de huir de sí misma, de no verse ni oírse! No se podía sufrir.

-¡Qué vida tan incómoda la de las señoras que anden siempre en estos enredos! No les arriendo la ganancia... ¡Ay!, aborrezco los tapujos y las ilegalidades... He nacido para vivir con orden y con decoro, está visto. ¿Le dará a ese tunante por venir?

Mientras no estaba dispuesto el baño, practicó Asís las operaciones de aseo que deben precederle: limpiarse y limarse las uñas, lavar y cepillar esmeradamente la dentadura, desenredar el pelo y pasarse repetidas veces el peine menudo, registrarse cuidadosamente las orejas con la esponjita y la cucharita de marfil, frotarse el pescuezo con el guante de crin suavizado con pasta de almendra y miel. A cada higiénica operación y a cada parte de su cuerpo que quedaba como una patena, Asís creía ver desaparecer la marca de las irregularidades del día anterior, y confundiendo involuntariamente lo físico y lo moral, al asearse, juzgaba regenerarse.

Avisó la Diabla que estaba listo el baño. Asís pasó a un cuartuco obscuro, que alumbraba un quinqué de petróleo (las habitaciones de baño fantásticas que se describen en las novelas no suelen existir sino en algún palacio, nunca en las casas de alquiler), y se metió en una bañadera de cinc con capa de porcelana -idéntica a las cacerolas-. ¡Qué placer! En el agua clara iban a quedarse la vergüenza, la sofoquina y las inconveniencias de la aventura... ¡Allí estaban escritas con letras de polvo! ¡Polvo doblemente vil, el polvo de la innoble feria! ¡Y cuidado que era pegajoso y espeso! ¡Si había penetrado al través de las medias, de la ropa interior, y en toda su piel lo veía depositado la dama! Agua clara y tibia -pensaba Asís- lava, lava tanta grosería, tanto flamenquismo, tanta barbaridad: lava la osadía, lava el desacato, lava el aturdimiento, lava el... Jabón y más jabón. Ahora agua de Colonia... Así.

Esta manía de que con agua de Colonia y jabón fino se le quitaban las manchas a la honra, se apoderó de la señora en grado tal, que a poco se arranca el cutis, de la rabia y el encarnizamiento con que lo frotaba. Cuando su doncella le dio la bata de tela turca para enjugarse, Asís continuó con sus fricciones mitad morales, mitad higiénicas, hasta que ya rendida se dejó envolver en la ropa limpia, suspirando como el que echa de sí un enorme peso de cuidados.

Llegó el coche algún tiempo después de terminada la faena, no sólo del baño, sino del tocado y vestido: Asís llevaba un traje serio, de señora que aspira a no llamar la atención. Ya tenía la Diabla la mano en el pestillo para abrir la puerta a su ama, cuando se le ocurrió preguntar:

-¿Vendrá a comer, señorita?

-No -y añadió como el que da explicaciones para que no se piense mal de él-. Estoy convidada a comer en casa de las tías de Cardeñosa.

Al sentarse en su berlinita, respiró anchamente. Ya no había que temer la aparición del pillo. ¡Bah! Ni era probable que él se acordase de ella; estos troneras, así que pueden jactarse..., si te he visto no me acuerdo. Mejor que mejor. Qué ganga, si la historia se resolviese de una manera tan sencilla... Y la voz de Asís adquirió cierta sonoridad al decir al cochero:

-Castellana... Y luego a casa de las tías...

Aquella vibración orgullosa de su acento parece que quería significar:

-Ya lo ves, Roque... No se va uno todos los días de picos pardos... De hoy más vuelvo a mi inflexible línea de conducta...

Rodó el coche al trote hasta la Castellana y allí se metió en fila. Era tal el número y la apretura de carruajes, que a veces tenían que pararse todos por imposibilidad de avanzar ni retroceder. En estos momentos de forzosa quietud sucedían cosas chuscas: dos señoras que se conocían y se saludaban, pero no teniendo la intimidad suficiente para emprender conversación, permanecían con la sonrisa estereotipada, observándose con el rabillo del ojo, desmenuzándose el atavío y deseando que un leve sacudimiento del mare mágnum de carruajes pusiese fin a una situación tan pesadita. Otras veces le acontecía a Asís quedarse parada tocando con una manuela, en cuyo asiento trasero, dejando la bigotera libre, se apiñaban tres mozos de buen humor, horteras o empleadillos de ministerio, que le soltaban una andanada de dicharachos y majaderías: y nada: aguantarlos a quema ropa, sin saber qué era menos desairado, sonreírse o ponerse muy seria o hacerse la sorda. También era fastidioso encontrarse en contacto íntimo con el fogoso tronco de un milord, que sacudía la espuma del hocico dentro de la ventanilla, salpicando el haz de lilas blancas sujeto en el tarjetero, que perfumaba el interior del coche. Incidentes que distraían por un instante a la marquesa de Andrade de la dulce quietud y del bienhechor reposo producido por la frescura del aire impregnado de aroma de lilas y flor de acacia, por la animación distinguida y silenciosa del paseo, por el grato reclinatorio que hacía a su cabeza y espalda el rehenchido del coche, forrado de paño gris.

-¡Calle! Allí va Casilda Sahagún empingorotada en el campanario de su break. ¿De dónde vendrá, señor? ¡Toma! Ya caigo; de la novillada que armaron los muchachos finos, Juanito Albares, Perico Gonzalvo, Paco Gironellas, Fernandín Hurtado... -En un minuto recordó Asís la organización de la fiesta taurina: se habían repartido programas impresos en raso lacre, redactados con muy buena sombra; no había nada más salado que leer, por ejemplo: -Banderilleros: Fernando Alfonso Hurtado de Mendoza (a) Pajarillas. -José María Aguilar y Austria (a) el Chaval. ¡Pues poca broma hubo en casa de Sahagún la noche que se arregló el plan de la corrida! Y Asís estaba convidada también. Se le había pasado: ¡qué lástima! La duquesa, tan sandunguera como de costumbre, hecha un cartón de Goya con su mantilla negra y su grupo de claveles; los muchachos, ufanísimos, en carretela descubierta, envueltos en sus capotes morados y carmesíes con galón de oro. Lo que es torear habrían toreado de echarles patatas; pero ahora, nadie les ganaba a darse pisto luciendo los trajes. Revolvían el paseo de la Castellana: eran el acontecimiento de la tarde. Asís sintió un descanso mayor aún después de ver pasar la comitiva taurómaca: comprendió, guiada por el buen sentido, que a nadie, en aquel conjunto de personas siempre entretenidas por algún suceso gordo del orden político, o del orden divertido, o del orden escandaloso con platillos y timbales, se le ocurriría sospechar su aventurilla del Santo. A buen seguro que por un par de días nadie pensase más que en la becerrada aristocrática.

Este convencimiento de que su escapatoria no estaba llamada a trascender al público, se robusteció en casa de las tías de Cardeñosa. Las Cardeñosas eran dos buenas señoritas, solteronas, de muy afable condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas en el vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, a pesar de sus cincuenta y pico, de la eterna infancia femenina; hablaban mucho de novenas, y comentaban detenidamente los acontecimientos culminantes, pero exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las demás que componían su círculo de relaciones; para las bodas tenían aparejada una sonrisa golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían probado nunca; para las enfermedades, calaveradas de chicos y fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de cejas, unos ademanes de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por ser siempre las mismas, sonaban a indiferencia. Religiosas de verdad, nunca murmuraban de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para ellas la vida humana no tenía más que un lado, el anverso, el que cada uno quiere presentar a las gentes. Gozaban con todo esto las Cardeñosas fama de trato distinguidísimo, y su tarjeta hacía bien en cualquier bandeja de porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina, la consideración social.

Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina velada que la siguió, fueron al principio un bálsamo. Se le disiparon las últimas vibraciones de la jaqueca y las postreras angustias del estómago, y el espíritu se le aquietó, viendo que aquellas señoras respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y comprendiendo que ni por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada censurable.

El cuerpo y el alma se le sosegaban a la par, y gracias a tan saludable reacción, aquello se le figuraba una especie de pesadilla, un cuento fantástico...

Pero obtenido este estado de calma tan necesario a sus nervios, empezó la dama a notar, hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por todo lo alto, y que le entraban ya unas ganas de dormir, ya unos impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados bostezos y en revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta arriba. Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable bondad comenzaron a ofrecerle otro sillón de distinta forma, el rincón del sofá, una silla de rejilla, un taburetito para los pies, un cojín para la espalda.

-No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.

Y no atreviéndose a mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa, un Apolo de bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían enterado siquiera las Cardeñosas, en cuarenta años que llevaba el dios de estarse sobre la consola del salón en postura académica, con la lira muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el primer día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le abría la boca y se le llenaban de lágrimas los ojos; abanicándose estrepitosamente, contestando por máquina a las interrogaciones de las tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo, inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu de Asís el opio del fastidio... Cada rodar de coches por la retirada calle en que habitaban las Cardeñosas, le producía una sacudida eléctrica. Al fin hubo uno que paró delante de la casa misma... ¡Bendito sea Dios! Por encanto recobró la dama su alegría y amabilidad de costumbre, y cuando la criada vino a decir: «Está el coche de la señora marquesa», tuvo el heroísmo de responder con indiferencia fingida:

-Gracias, que se aguarde.

A los dos minutos, alegando que había madrugado un poco, arrimaba las mejillas al pálido pergamino de las de sus tías, daba un glacial beso al aire y bajaba la escalera repitiendo:

-Sí..., cualquier día de estos... ¡Qué! Si he pasado un rato buenísimo... ¿Mañana sin falta... eh?, las papeletas de los Asilos. Mil cosas al padre Urdax.

Al tirar de la campanilla en su casa, tuvo una corazonada rarísima. Las hay, las hay, y el que lo niegue es un miope del corazón, que rehúsa a los demás la acuidad del sentido porque a él le falta. Asís, mientras sonaba el campanillazo, sintió un hormigueo y un temblor en el pulso, como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en su existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta emoción que por poco la hace caerse redonda al suelo, cuando en vez de la Diabla o del criado, vio que le abría la puerta aquel pillo, aquel grandiosísimo truhán.