Infanticida de Joaquín Dicenta
Capítulo II


Entre las personas que con mayor intimidad recibían en su domicilio los Urda, contábase D. Juan Crisóstomo del Valle, marqués de Pedrañera. Era hombre ya maduro, de cuarenta cumplidos, pero aún daba planta de galán y llamaba la atención de las hembras, no obstante las canas que salpicaban sus cabellos castaños y las arruguillas que araban su rostro, descarándose con más hondo surco en el ángulo de los párpados y en la piel de la frente.

Ayudaban al marqués en esta prolongación de su juventud, a más del cuerpo, erguido y moceril, de la apostura prócer y del bien cuidado trajeo, unos ojos claros que de veinte años parecían, un bigote a la borgoñona rizado, y una sonrisa, abierta por bajo del bigote para descubrir la completa y blanquísima dentadura.

Fue el padre de D. Juan Crisóstomo, personaje influyente en la política española, quien ayudó a Antonio MéndezUrda en sus gateos burocráticos. Dicho se está que el hijo gozaba, por los favores de su padre y por los que hizo personalmente, gran respeto en la casa. A más, y de algunos meses a entonces, el respeto se había afirmado merced a una simpatía dolorosa, a una admirativa compasión que las desgracias del marqués provocaban entre sus amigos y hasta en quienes, sin conocerle, sabían el dramático lance.

Dio éste mucho ruido.

La marquesa de Pedrañera, hermosa y arrogante mujer de treinta años, en quien hasta entonces no pudo la murmuración incar diente, fue sorprendida por su esposo en brazos de un amante.

Era éste un artista de fama, en pleno disfrute de su juventud y su gloria. Alma generosa, abierta de par en par a la belleza y al amor, frecuentaba el domicilio de los aristócratas desde que pintó para la marquesa un retrato, que valió al joven en la Exposición de pinturas primera medalla. Grandemente ayudó el modelo a su triunfo.

Sobre el fondo rojo del lienzo destacaba la hermosa mujer como evocación mahometana, con su cabellera de azabache, con sus negros ojos sombríos, con su corta y sensual nariz, con sus labios rojos, donde sonreía la bondad y temblaba el beso. Desnuda la garganta, flexionaba dulcemente hacia atrás descubriendo las morbideces de la carne morena; el alto seno parecía temblar a los embites del suspiro; el cuerpo se rendía contra un diván persa; triunfaban los brazos por las anchurosas mangas de la bata de encaje; cruzábanse las manos sobre las rodillas y los ojos, los negros ojos de sultana se perdían tristes, soñadores, en pos de un algo que allá lejos, muy lejos, en los espacios del ensueño, debía flotar impreciso, esbozado, aguardando la hora de volverse realidad.

Fue un gran éxito la exposición de aquel retrato; mayor el logrado, sin pretenderlo, sin quererlo, por el artista en el alma de la marquesa. Amor les empujó, y una tarde, una noche, fueron uno del otro y acaso en tal hora hízose realidad el ensueño que los negros ojos de sultana perseguían soñadores y tristes en las lejanías del retrato.

La marquesa lo olvidó todo, su rango; su virtud, hasta aquel punto inaccesible, sus hijos, tres ángeles, el menor de los cuales aún balbuceaba torpemente el habla de los hombres, por este nuevo amor.

Decían las personas bondadosas o fáciles en disculpar pasiones, que la marquesa de Pedrañera venía siendo años y años víctima de D. Juan Crisóstomo; que este D. Juan Crisóstomo, no obstante sus caballerosas apariencias, su correcto vivir, su cédula social intachable, era un mal sujeto, un canalla, que trataba a su esposa en esclava y desamparaba a ella y a sus hijos, dilapidando su fortuna, ultrajando la dignidad de la madre y la esposa, haciéndola su víctima y encubriendo su infamia con habilidades hipócritas.

Murmuraciones eran sin prueba plena; tal vez disculpas improvisadas en beneficio de la dama que, creyendo a sus defensores, harta de abandonos y ultrajes, necesitada de airear su corazón con un afecto noble, se había entregado al artista. Lo cierto es que el marqués sorprendió a los adúlteros, y que en el trance se condujo como cumplido caballero.

Con la hembra, con el ser débil e indefenso, ni un ademán brusco, ni una violenta frase. Un gesto lleno de altanería y un «para siempre» dicho en baja voz con aristocrática frialdad. Al artista una inclinación de cabeza, y este anuncio hecho con toda cortesía:

-Dentro de una hora recibirá usted a mis padrinos. Excusado me parece, entre nosotros, añadir que el duelo será a muerte. Uno de los dos sobra. A sus órdenes.

Supo la marquesa que su marido -suprema bondad, según unos, según otros, manera hábil de quitarse de encima estorbos- la dejaba los hijos a condición de que viviera en perpetuo retiro, en los picos de la montaña donde asentaba el solar nobiliario. Nada de jueces y divorcios. Ello era de mal tono. Separación amistosa, pero de por vida.

El duelo se verificó en duras condiciones: a espada. Era D. Juan Crisóstomo sobresaliente esgrimidor y en el tercer encuentro agujereó con su acero aquel gran corazón de artista. El matador recibió también una herida. Sin aguardar a que la curaran partióse de Madrid. A ella regresó iba para unos meses y en ella hacía retirado vivir, mostrándose poco a las gentes y poniendo en sus ojos y en su sonrisa, cuando con las gentes hablaba, una dulce tristeza, una grave resignación que daban realce a su aventura.

Las mujeres decían de él: «Es un hombre ideal»; los hombres: «Es un perfecto caballero», y el perfecto caballero, el hombre ideal triunfaba en la corte como una resurrección de los andantes paladines, mientras su esposa, recluida en la casona montañesa, vivía para sus hijos y para la memoria del pintor muerto a golpe de hierro por el brazo experto del marqués.

Fue éste, apenas regresado a Madrid en visita a casa de los Méndez-Urda. Recibiéronle con extremos grandes, sin hacer, por expresa prohibición del prócer, alusiones a lo pasado. Él quería olvidarlo, enterrarlo y que le ayudaran al sepelio aquellos excelentes amigos.

¡El pasado!.. Al acudir este nombre a los labios de D. Juan Crisóstomo, desaparecía de ellos la melancólica sonrisa, los ojos se nublaban; un gran suspiro alzaba su pecho y el cuerpo se desplomaba aplastado por las pesadumbres del dolor y de la vergüenza.

Acompanábanle en su pena las oraciones de doña Bibiana, los consejos y seguridades amistosas de D. Antonio, los viriles apretones de manos del Urda militar las efectuosas adulaciones del Urda burocrático.

Hortensia, callada, recoleta, ponía sus hermosos ojos azules en aquel gran señor tan cruelmente tratado por la suerte, tan sin razón herido en su alma por una mala mujer que debiera haberle adorado.

-¿Qué mayor felicidad podía, apetecer la marquesa de Pedrañera? Por caminos derechos se la había otorgado el cielo en aquél varón, que reunía a su riqueza, a su rango, a sus claras luces, presencia gallarda, trato exquisito y bravo corazón.

La marquesa, de quien abominaba todo el mundo en la casa y fuera de. la casa también, no tenía para Hortensia disculpa. Menos la encontraba en el resto de la familia. Por satisfacer una liviandad había manchado su honra, entenebrecido el porvenir de sus criaturas y roto la existencia de un hombre sin tacha. Ya lo pagaría. No en balde se quebrantan leyes sociales y morales. Abandonada de su esposo, descalificada por las personas de honradez, con el querido muerto y con la juventud a punto de finar, acaso pronto a sus hijos se encargarían de poner rúbrica a la sentencia. En la tierra no encontraría indulto. Diéraselo en el cielo Dios que es misericordia suprema.

De ser ella «la otra», decía Hortensia para sí, sólo venturas y leales cariños hubiese hallado en su corazón el marqués, el noble y entristecido caballero que posaba frente a ella contemplándola afectuosamente con sus claros ojos tristes y melancólicos por lo común; de vez en cuando relampagueantes, quizá esperanzados en un mejor y más placentero por venir.

¡Porvenir!... ¿Cuál digno de él hallar? Su vida estaba rota. Los hijos eran muy pequeños aún para endulzar y sostener las angustias del padre. En perdones, en avenencias con la adúltera no cabía pensar. Tenía puesto muy en alto el marqués su honor para rebajarlo estrechando con sus brazos el cuerpo que otro hombre disfrutara. Muerto estaba el hombre, a manos del ofendido esposo; pero su sombra se alzarla siempre entre la marquesa y D. Juan Crisóstomo como un infranqueable muro. ¡Y él era joven! Todavía tenía derecho a amar y a ser amado, a gozar de un cariño que no fuese el mercenario, el vil; del cariño de una mujer honrada que se entregara a él noblemente, que con él rehiciera el hogar y la dicha que manos crueles le robaron. Pero, ¿dónde hallar tal mujer? Ninguna habría capaz de pagar con su deshonra la felicidad que él buscaba. Ni él se lo pidiera tampoco. ¿Verdad que era horrible su situación? ¡Solo, solo! ¡Vacía para siempre su alma! ¡Ni ventura, ni amor, ni hogar!

Al decir esto, los ojos del marqués se detenían en Hortensia; apartábalos luego como azorado y temeroso. La joven inclinaba los suyos; una ola de rubor enrojecía sus facciones, y allá, contra el pecho, golpeaba su corazón a golpes desiguales...