Impresiones de un viaje
Por fin debía dejar la España, pero bien como el que se separa de una querida a quien ha debido por mucho tiempo su felicidad, no podía menos de volver frecuentemente la cabeza para dar una última ojeada a esa patria donde había empezado a vivir, porque en ella había empezado a sentir.
Uno de los puntos que antes de mi partida se ofrecieron a mi vista fue Alange, pueblecillo situado a la falda de una colina y en una posición sumamente pintoresca; esta villa, que dista pocas leguas de Mérida, posee una antigüedad sumamente curiosa: un baño romano de forma circular y enteramente subterráneo, cuya agua nace allí mismo, y que se mantiene en el propio estado en que debía de estar en tiempo de los procónsules; recibe su luz de arriba, y los habitantes, no menos instruidos en arqueología que los meridenses, le llaman también el «baño de los moros». (Véase nuestro artículo sobre antigüedades de Mérida.)
La colocación de este baño hace presumir que los romanos debieron de conocer las virtudes de las aguas termales de Alange. En el día son todavía muy recomendadas, y hace pocos años se ha construido en el centro de un vergel espesísimo de naranjos, a la entrada de la población, una casa de baños, donde los enfermos, o las personas que se bañan por gusto, pueden permanecer alojados y asistidos decentemente durante la temporada. El agua sale caliente, pero no se nota en su sabor, ni en su olor, ninguna diferencia esencial del agua común. Los naturales me refirieron una de sus primeras virtudes populares. Los arroyos y pequeñas charcas que se forman en el país de las aguas llovedizas crían infinitas sanguijuelas, las cuales se introducen muchas veces en la boca de las caballerías y las desangran; en tales casos parece que con sólo llevar el animal, acometido mal su grado del régimen brusista, al manantial termal y hacerle beber del agua, los bichos sanguinarios sueltan la presa y dejan libre al paciente. En una nación donde hay tanta sanguijuela que, como la de Horacio, no se separa de su empleo, nisi plena cruoris, no parece inútil la publicación de este sencillo modo de hacerles soltar la presa. Sólo es de temer que no haya en todo Alange agua bastante para empezar.
Este pueblo, de fundación árabe, posee además en lo alto de un cerro eminente los restos de un castillo moro, y a sus pies corre el Matachel, riachuelo o torrente notable por la abundancia de adelfas que coronan sus márgenes.
Considerada la Extremadura históricamente, ofrece al viajero multitud de recuerdos importantes y patrióticos, y hace un papel muy principal en nuestras conquistas del Nuevo Mundo; de ella salieron la mayor parte de nuestros héroes conquistadores. Hernán Cortés reconoce por patria a Medellín, y Pizarro a Trujillo. Este último pueblo conserva un carácter severo de antigüedad que llama la atención del viajero; los restos de sus murallas, y multitud de edificios particulares repartidos por toda la población, tienen un sello venerable de vejez para el artista que sabe leer la historia de los pueblos y descifrar en sus monumentos el carácter de cada época.
Pero considerada la Extremadura como país moderno en sus adelantos y en sus costumbres, es acaso la provincia más atrasada de España, y de las que menos interés ofrecen al pasajero.
Si se exceptúa la Vera de Plasencia y algún otro punto, como Villafranca, en que se cultiva bastante la viña y el olivo, la agricultura es casi nula en Extremadura. La riqueza agrícola de la provincia consiste en sus inmensos yermos, en sus praderas y encinares, destinados a pastos de toda clase de ganados. Antes de la guerra de la Independencia y del decaimiento de la cabaña española, las dehesas eran un manantial de riqueza para el país, y sobre esa base se han acumulado fortunas colosales. Aun en el día, produciendo más la tierra de las dehesas que la puesta a labor, fácilmente se concibe que la provincia debe de ser sumamente despoblada, y reasumida la poca riqueza en unos cuantos señores o capitalistas, resulta una desigualdad inmensa en la división de la propiedad. El sistema de las dehesas es sumamente favorable además a la caza, de suerte que el pobre no halla más recurso que ser guarda de una posesión, cuando tiene favor para ello, o darse a aquel ejercicio. Así es que hay pueblos enteros que se mantienen como las sociedades primitivas, y que están a dos dedos del estado de la naturaleza; ejercen su profesión así en los terrenos de los «propios» como en los de pertenencia particular; en ninguna provincia puede estar más desconocido el derecho de propiedad.
El hombre del pueblo en Extremadura es indolente, perezoso, hijo de su clima y en extremo sobrio. Pero franco y veraz, a la par que obsequioso y desinteresado. Se ocupa poco de intereses políticos y, encerrado en su vida oscura, no se presta a las turbulencias. Animada en el día la provincia del mejor espíritu por la buena causa, si no hará gran peso en la balanza liberal, tampoco ofrecerá un foco ni un asilo a los traidores.
La industria no existe más adelantada que la agricultura; alguna fábrica de cordelería, de cinta, de paño burdo, de bayeta, de sombreros y de curtidos (sobre todo en Zafra) para el consumo del país, son las únicas excepciones a la regla general; por lo demás tampoco sus habitantes echan mucho de menos sus productos; las casas, míseramente alhajadas, no admiten superfluidad ninguna; si se exceptúan las pocas habitaciones de algunas personas de dinero y gusto, que en los pueblos principales hacen venir de fuera a gran costa cuanto necesitan, se puede asegurar que la vivienda de un extremeño es una verdadera posada, donde el cristiano no puede menos de tener presente que hace en esta vida una simple peregrinación y no una estancia.
Una vez conocido el estado de la agricultura y de la industria, fácil es deducir de cuán poca importancia será el comercio. Encerrada entre Castilla la Nueva, Portugal y Andalucía, sin ríos navegables, sin canales, sin más caminos que los indispensables para no ser una isla en medio de España, sin carruajes, ni medios de conducción, ¿quién podría traer a una provincia despoblada, y acostumbrada a carecer de todo, sus productos, en cambio de los cuales sólo puede ofrecer a la exportación alguna lana (porque es sabido que los más de los ganados que gozan sus pastos no son extremeños), algún aceite que envía al Alentejo, algún cáñamo, miel, cera, piaras de cerdos y embuchados hechos de este precioso animal? El comercio de importación es casi nulo, y la exportación se podría reducir a la que se hace de ganados en la feria famosa de Trujillo, y a la que practican sus célebres choriceros en los mercados de Madrid. En el mismo Badajoz está muy expuesto el viajero a no encontrar nada de lo que necesite; si desgraciadamente no lleva consigo cuanto puede hacerle falta, ni encontrará un sombrero de buena calidad, ni calzado bien hecho, ni un sastre regular, ni unos guantes, en fin, cosidos en la capital. Algunas producciones excelentes de su suelo, como son las frutas, entre las cuales se distinguen las naranjas, el melón y la sandía, sólo pueden servir al consumo del país.
La carrera de Madrid a Badajoz, principal camino de Extremadura, es una de las más descuidadas e inseguras de España. En primer lugar no hay carruajes; una endeble empresa sostiene la comunicación por medio de galeras mensajerías aceleradas, que andan sesenta leguas en cinco días; es decir, que para llegar más pronto el mejor medio es apearse. Por otra parte son tales que, galeras por galeras, se les pudieran preferir las de los forzados. Sólo de quince en quince días sale una especie de coche-góndola con honores de Diligencia. Servida además esta empresa por criados medianamente selváticos e insolentes, no ofrece al pasajero los mayores atractivos; añádase a esto que por economía, o por otras causas difíciles de penetrar, durante todo el viaje paran sus carruajes en la posada peor de todo pueblo donde hay más de una.
En segundo lugar, esas posadas, fieles a nuestras antiguas tradiciones, son por el estilo de la que nos pinta Moratín en una de sus comedias; todas las de la carrera rivalizan en miseria y desagrado, excepto la de Navalcarnero, que es peor y campea sola sin émulos ni rivales por su rara originalidad y su desmantelamiento; entiéndase que hablo sólo de la que pertenece a la empresa de las mensajerías; habrá otras mejores tal vez; no es difícil.
En tercer lugar suele haber ladrones, y entre otras curiosidades que se van viendo por el camino (como por ejemplo el árbol en que fue ahorcado por su misma tropa el general San Juan en una época de exaltación), mal pudiera olvidar los dos amenos sitios que se descubren antes de llegar a Mérida, comúnmente llamados «los confesonarios»: «el grande» y «el chico»; nombre verdaderamente original; él solo es la mejor pincelada con que el escritor de costumbres puede pintar a un pueblo; nombre lleno de poesía y de misterio; nombre que vale él solo más que una novela; nombre impregnado de un orientalismo singular, y a la vez terrible, sublime e irónico, dado por un pueblo religioso a un asilo de bandidos. Los confesonarios son dos hondonadas inmediatas, dos pequeños valles dominados por todas partes y protegidos de la espesura, donde los forajidos «confiesan» a los pasajeros, donde los «pecados» son el dinero y la vida, y donde un puñal hace a la vez de absolución y de penitencia. Niéguese a nuestro pueblo la imaginación. Otros países producen poetas. En España el pueblo es poeta.
Sobre la orilla izquierda del Guadiana, al oeste y a una legua de la frontera de Portugal, se encuentra a Badajoz, antigua capital de la Extremadura y residencia de sus reyezuelos moros. Esta plaza fuerte, cuyas fortificaciones ofrecen una rara mezcla de diversos sistemas de fortificación, ofrece al forastero en su mayor eminencia restos venerables de sus dominadores árabes: murallas, calles, casas y hasta torres enteras revelan otros tiempos y otras costumbres al viajero. A la parte del río se ve el palacio llamado de Godoy.
Por lo demás, Badajoz nada ofrece de curioso; ni una iglesia digna de ser vista, ni un cuadro en ellas de mediano pincel, ni una mala biblioteca, ni un colegio, ni un teatro, ni un paseo. No se puede llamar paseo a los árboles nacientes del campo de San Francisco, debidos al celo del general Anleo, ni al campo de San Juan, pequeña plazuela en medio de la ciudad, adornada de algunos árboles y bancos; ni teatro una especie de sala donde algunos aficionados, o tal cual compañía ambulante, dan de cuando en cuando sus originales representaciones. La alameda «de Palmas» está abandonada por malsana desde el cólera. El billar, el ejercicio de los urbanos en el campo de San Roque, la retreta y dos o tres cafés son las distracciones de la población. Hay una fonda llamada, si mal no me acuerdo, de Las Cuatro Naciones. Menos naciones y mejor servicio, puede uno decir al salir de ella.
La amabilidad, sin embargo, y el trato fino de las personas y familias principales de Badajoz compensan con usura las desventajas del pueblo, y si bien carece de atractivos para detener mucho tiempo en su seno al viajero, al mismo tiempo le es difícil a éste separarse de él sin un profundo sentimiento de gratitud por poco que haya conocido personas de Badajoz y que haya tenido ocasión de recibir sus obsequios y de ser objeto de sus atenciones.
La costumbre que en todos los pueblos se conserva de blanquear casi diariamente las fachadas de las casas les da un aspecto de novedad y de limpieza singulares; no hay edificio que parezca viejo; en una palabra, en Extremadura la casa es un ser animado que se lava la cara todos los días.
Para pasar a Portugal se sale de Badajoz por la puerta de Palmas, y se pasa el Guadiana sobre un magnífico puente. No llamándome la atención nada en Extremadura, me decidí por fin a partir.
Era el 27 de mayo; el sol empezaba a dorar la campiña y las altas fortificaciones de Badajoz; al salir saludé el pabellón español, que en celebridad del día ondeaba en la torre de Palmas. Media hora después volví la cabeza: el pabellón ondeaba todavía; el Caya, arroyo que divide la España del Portugal, corría mansamente a mis pies; tendí por última vez la vista sobre la Extremadura española: mil recuerdos personales me asaltaron; una sonrisa de indignación y de desprecio quiso desplegar mis labios, pero sentí oprimirse mi corazón, y una lágrima se asomó a mis ojos.
Un minuto después la patria quedaba atrás, y arrebatado con la velocidad del viento, como si hubiera temido que un resto de antiguo afecto mal pagado le detuviera, o le hiciera vacilar en su determinación, expatriado corría los campos de Portugal. Entonces el escritor de costumbres no observaba: el hombre era sólo el que sentía.