Las antigüedades de Mérida - Artículo primero
Hace mucho tiempo creo haber dado cuenta a mis lectores de cierta inconstancia y versatilidad, bases de mi carácter, el cual podría muy bien venir a ser el de no tener ninguno: yo no sé si hace demasiada falta el carácter para vivir; pero en caso de duda bien se podrían encontrar no lejos de nosotros multitud de ejemplares de gentes que, no teniendo ninguno conocido, no sólo aciertan a vivir, sino que están sanas y gordas, y aun cómodamente establecidas.
Ahora bien, aquella comezón singular, aquel mi prurito de mudar de casa, que puse en conocimiento del público en uno de mis artículos, titulado «Las casas nuevas», cuyo título recuerdo porque no estoy muy seguro de que se acuerde todo el mundo de mis artículos tan bien como yo, debía llegar a ser con el tiempo, según ya entonces se anunciaba, síntoma de más grave importancia. Afición naciente entonces, creíala contentar yo siempre, inocente de mí, con pasar de un barrio de Madrid a otro, de una calle a su vecina, de un piso al que encima o debajo tenía. Pero sucedió con ella lo que con toda afición mal reprimida; de idea pasajera pasó a idea fija, y no cortado el mal en su principio, debía llegar a ser una pasión devoradora de mudar de sitio; pasión que indudablemente me hubiera llevado al sepulcro, como todas las pasiones vehementes, a no verse satisfecha.
Felizmente el mundo es grande, mucho más grande que yo, y es de esperar por mi fortuna que sea todavía más grande que mi pasión de amovilidad. ¿Qué hago yo en Madrid -exclamé una mañana, después de haberle rodado en todas direcciones-, en este Madrid, tan limitado como todas nuestras cosas, en el cual no puede uno echarse a la calle un día con ánimo de andar sin encontrarse a los cuatro pasos con la puerta de Atocha o la de Alcalá, con el campo de los Moros o la Pradera de los Guardias? ¿En este Madrid, que sólo se puede comparar en eso con nuestra libertad, dentro de la cual no puede uno aventurarse a moverse sin tropezar con una traba? ¿Qué hago en Madrid?, me dije. Primero es preciso saber si hay alguien que haga algo en Madrid. Todo es chico en Madrid: no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid!
No bien lo había dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el equipaje de Fígaro, más ligero que unas poesías fugitivas. Un lente para observar a los hombres, recado de escribir para bosquejarlos, y mi buen o mal humor para reírme de los más de ellos. Omnia mea mecum porto.
El carruaje marchaba lentamente; sin embargo, no era carruaje del Gobierno, y tardé en perder de vista el delicioso empedrado, las desiguales cúpulas de los numerosos conventos, que, semejantes al espectro descrito por Virgilio, hunden su planta en los abismos y esconden su cabeza en las nubes, ocupándolo todo. De cuando en cuando volvía la cabeza a mirar atrás, no como Héctor hacia su Andrómaca, sino que me parecía oír todavía fuera de puertas el ruido de los abogados y poetas del café del Príncipe; resonaba en mis oídos la canturia monótona de nuestros actores cómicos; oía las silbas dadas a nuestros ingenios clásicos y románticos; perseguíame la deuda interior como un remordimiento; sin embargo, yo no la había arreglado; las reformas eran las únicas que no me perseguían: ellas debían de ser sin duda las perseguidas.
El ruido se iba por fin apagando, y Castilla entre tanto desarrollaba a mi vista el árido mapa de su desierto arenal, como una infeliz mendiga despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Un gemido sordo, pero prolongado, había sustituido al ruidoso murmullo de la ciudad populosa: era la Contribución que resonaba por el yermo. «Felicidad», decía el segundo con acento irónico, para el que sabía oírle; «miseria», decía el primero con acento de verdad y de desesperación.
No eran ciertamente los pueblos los que podían estorbarme en el camino; viajando por España se cree uno a cada momento la paloma de Noé, que sale a ver si está habitable el país; y el carruaje vaga solo, como el arca, en la inmensa extensión del más desnudo horizonte. Ni habitaciones, ni pueblos. ¿Dónde está la España?
Tres días rodamos por el vacío; hacia el fin del cuarto una explanada sin límites se desenvolvió a mis ojos, y se dibujaban en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos vestigios de una magnífica población. ¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté. No; los ha habido. Eran las ruinas de la antigua Emerita Augusta.
La humilde Mérida, semejante a las aves nocturnas, hace su habitación en las altas ruinas. Es un hijo raquítico que apenas alienta, cobijado por la rica faldamenta de una matrona decrépita. Es un niño dormido en brazos de un gigante.
Mérida es indudablemente una de las poblaciones, mejor diremos, uno de los recuerdos más antiguos de nuestra España. Sus fundadores eligieron un terreno fértil, un clima productor y un río cuyas aguas, pérfidamente mansas como la sonrisa de una mujer, debían regar una campiña deleitosa. Convencidos de las ventajas de su posición, los dominadores del mundo la llevaron al más alto grado de esplendor, y es fama conservada por los más de nuestros autores que ha tenido un millón de habitantes. Erigida en colonia romana, y gozando de todos los fueros e inmunidades de tal, fue la segunda ciudad del Imperio y el sitio del descanso a que aspiraban altos funcionarios y guerreros cansados del aplauso de la victoria.
La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.