Igualdad Capítulo 36

Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo XXXVI: Yendo al teatro en el siglo veinte

"Siento interrumpir," dijo Edith, "pero sólo faltan cinco minutos para que se levante el telón, y Julian no debería perderse la primera escena."

Ante este aviso, nos dirigimos inmediatamente a la habitación de la música, donde cuatro cómodos sillones habían sido cómodamente dispuestos para nuestra conveniencia. Mientras el doctor estaba ajustando las conexiones del teléfono y el electroscopio para nuestro uso, di más detalles a mis acompañantes acerca de los contrastes entre las condiciones para ir al teatro en el siglo diecinueve y en el veinte--contrastes que los felices ciudadanos del mundo presente apenas pueden apreciar mediante un esfuerzo de su imaginación. "En mi época, sólo los residentes de las grandes ciudades, o sus visitantes, podían disfrutar de buenas obras u óperas, placeres que estaban por necesaria consecuencia prohibídos, y eran desconocidos, para la masa del pueblo. Pero incluso aquellos que por su lugar de residencia podían disfrutar de estas recreaciones, estaban obligados, para hacerlo, a sufrir y soportar tal prodigioso alboroto, aglomeraciones, gastos, y general trastorno de la comodidad, que en su mayor parte preferían quedarse en casa. En cuanto a disfrutar de los grandes artistas de otros países, uno tenía que viajar para hacerlo o esperar a que viajase el artista. Hoy, no necesito deciros cómo es: te quedas en casa y mandas tus ojos y oídos al extranjero, para ver y oir por ti. Donde quiera que la conexión eléctrica es llevada--y no hay residencia humana, no importa cuán remota esté de los centros sociales, sea en el globo del observador del tiempo, que está en medio del aire o en medio del océano, o en la cabaña cubierta de hielo del observador polar, donde no pueda llegar--es posible para su morador, en zapatillas y bata, elegir entre todo el entretenimiento público dado ese día en cada ciudad de la tierra. Y recordad, también, aunque no podáis entenderlo, vosotros que no habéis visto una mala actuación u oído cantar mal, cómo esta posibilidad de que una compañía interprete o cante para toda la tierra a la vez ha tenido el efecto de quitar el trabajo a los artistas mediocres, viendo que todo el mundo, siendo capaz de ver y oir a los mejores, sólo escuchará y verá a éstos."

"Ya suena el timbre para el telón," dijo el doctor, y un momento después olvidé todo salvo lo que había sobre el escenario. No necesito esbozar la acción de una obra tan familiar como "Los Caballeros de la Regla de Oro." Baste para este propósito recordar el hecho de que los trajes y la puesta en escena eran de los últimos días del siglo diecinueve, algo diferentes de lo que habían sido cuando miré por última vez al mundo de aquella época. Había algunos anacronismos e imprecisiones en la puesta en escena, que la administración teatral me ha hecho el honor desde entonces de solicitar mi asistencia para corregir, pero el mejor tributo a la general exactitud del esquema era su efecto de hacerme abstraerme, desde el primer momento, de la realidad que me rodeaba. Me encontré en presencia de un grupo de contemporáneos, vivientes, de mi anterior vida, hombres y mujeres vestidos como les había visto vestir, hablando y actuando como hasta hacía unas semanas había siempre visto que la gente hablaba y actuaba; personas, en resumen, de pasiones, prejuicios, y modales, similares a los míos, incluso hasta los más pequeños amaneramientos ingeniosamente introducidos por el dramaturgo, que, incluso más que los grandes trazos de semejanza, afectaban mi imaginación. El único sentimiento que obstaculizaba mi plena aceptación de la idea de que estaba asistiendo a una muestra del siglo diecinueve era un desconcertante asombro de por qué parecía que conocía tanto más que los actores parecían conocer acerca del resultado de la revolución social a la que ellos aludían y que decían que estaba en marcha.

Cuando cayó el telón de la primera escena, y miré alrededor y vi a Edith, a su madre y a su padre, sentados a mi alrededor en la habitación de la música, la comprensión de mi situación real me vino como una conmoción que de haber ocurrido antes en mi carrera en el siglo veinte, me habría licuado el cerebro. Pero estaba demasiado firme en mis nuevas bases ahora para que nada de eso ocurriese, y durante el resto de la representación, el sentido de la tremenda experiencia que me había hecho ser contemporáneo a la vez de dos eras tan apartadas entre sí, contribuyó con una indescriptible intensidad a que disfrutase de la obra.

Después de que cayese el telón, nos sentamos a hablar del drama, y todo lo demás, hasta que el globo del reloj de color, cambió del verde botella al blanco, avisándonos de la medianoche, cuando las señoras nos dejaron al doctor y a mi a nuestro aire.