Igualdad/Capítulo XXI
Edith había subido a la buhardilla de la casa a tiempo para oir lo último de nuestra charla, y entonces dijo a su padre:
"Considerando lo que has estado contándole a Julian sobre las mujeres de hoy en día comparadas con las de los viejos tiempos, me pregunto si no estaría interesado en visitar el gimnasio esta tarde y ver algo de cómo nos entrenamos. Va a haber allí algunas carreras pedestres y aéreas, y varias otras pruebas. En nuestro curso tenemos deporte por las tardes, y yo debería estar allí de todas formas."
A esta sugerencia, que acepté con entusiasmo, debo una de las más interesantes e instructivas experiencias de aquellos primeros días durante los cuales estaba trabando conocimiento con la civilización del siglo veinte.
En la puerta del gimnasio, Edith nos dejó para unirse a su clase en el anfiteatro.
"¿Va a competir en algo?" pregunté.
"Todo su curso--esto es, todos los de su edad--de este barrio participarán en unos u otros eventos."
"¿Cuál es la especialidad de Edith?" pregunté.
"En cuanto a las especialidades," replicó el doctor, "nuestra gente no las cultiva en gran medida. Desde luego, en privado hacen lo que les place, pero el objeto de nuestro entrenamiento público no es tanto el desarrollar especialidades atléticas como producir un desarrollo físico completo y bien proporcionado. Nuestro primer objetivo es asegurar un cierto estándar de fuerza y medidas para las piernas, muslos, brazos, espalda, pecho, hombros, cuello, etc. Este no es el punto más alto de perfección física o rendimiento. Es el mínimo necesario. Todos los que lo alcanzan pueden ser considerados como hombres y mujeres sanos y en forma. Más allá de ese punto se deja que sean ellos quienes se desarrollen en direcciones específicas como les plazca.
"¿Cuánto tiempo dura esta educación gimnástica pública?"
"Es tan obligatoria como cualquier parte de la educación hasta que el cuerpo se ha desarrollado, lo cual nosotros situamos a la edad de veinticuatro años; pero prácticamente continúa toda la vida, aunque, desde luego, conforme al sentir de cada uno."
"¿Quiere decir que usted hace ejercicio regularmente en un gimnasio?"
"¿Por qué no? Para mi no es menor objetivo estar bien a los sesenta que a los veinte."
"Doctor," dije, "si parezco sorprendido debe usted recordar que en mi época se decía que ningún hombre mayor de cuarenta y cinco debería correr para subirse al tren, y en cuanto a las mujeres, dejaban de correr a los quince, cuando sus cuerpos eran metidos en un torno, sus piernas en bolsas, los dedos de sus pies en empulgueras, y decían adiós a la salud."
"Ustedes de hecho parecen haber estado terriblemente disconformes con sus cuerpos," dijo el doctor. "Las mujeres ignoraban los suyos del todo, y en cuanto a los hombres, por lo que puedo entender, hasta los cuarenta abusaban de sus cuerpos, y después de los cuarenta sus cuerpos abusaban de ellos, lo cual, después de todo, era simplemente justo. La inmensa masa de miseria física causada por la debilidad y enfermedad, resultante de causas completamente prevenibles, nos parece que, junto al aspecto moral del asunto, era una de las cosas imputables a su sistema de desigualdad económica, porque parece que se puede seguir la pista, directa o indirectamente, de todas las peculiaridades del asunto hasta llegar a esa causa primera. Ni almas ni cuerpos podrían ser tenidos en consideración por las personas de su época en su loca lucha por la supervivencia, y por agarrar el sustento de otros, mientras el complicado sistema de esclavitud bajo el cual las mujeres eran mantenidas pervirtiese la mente y el cuerpo por igual, hasta era asombroso que quedase salud alguna en ellos."
Entrando en el anfiteatro vimos reunidos en un extremo de la arena unos doscientos o trescientos jóvenes, tanto hombres como mujeres, hablando y descansando. Estos, me dijo el doctor, eran los compañeros de Edith de la clase de 1978, teniendo todos ellos veintidos años, nacidos en el barrio o que habían venido a vivir en él. Vi con admiración las figuras de esos jóvenes y esas jóvenes, todos fuertes y hermosos como los dioses y diosas del Olimpo.
"¿Debo entender," pregunté, "que esto es una sencilla muestra de su juventud, y no una selección de los más atléticos?"
"Ciertamente," replicó; "todos los jóvenes de veintitrés años que viven en este barrio están hoy aquí, salvo quizá dos o tres excepciones por alguna razón especial."
"Pero ¿dónde están los lisiados, los deformes, los débiles, los tísicos?"
"¿Ve aquel joven allí en la silla con tantos otros a su alrededor?" preguntó el doctor.
"¡Ah! ¿entonces hay al fin un inválido?"
"Sí," replicó mi acompañante: "tuvo un accidente, y nunca será vigoroso. Es el único enfermizo de la clase, y ya ve cuánta atención le dedican los demás. Los lisiados y enfermizos de su época eran tantos que la piedad en sí misma se cansaba y agotaba las lágrimas, y la compasión se hacía insensible con la costumbre; pero en nuestra época son tan pocos como para ser nuestros queridos niños mimados."
En ese momento sonó una corneta, y algunos grupos de jóvenes se lanzaron a una carrera pedestre desde donde estábamos nosotros. Mientras corrían, la corneta continuaba sonando en una forma tensa que tonificaba los nervios. Lo que más me asombró fue la uniformidad en la meta, en vista del hecho de que los participantes no estaban especialmente entrenados para correr, sino que eran meramente el grupo que en la ronda de pruebas había llegado ese día a las pruebas de carreras. En mi época, en una carrera con competidores similarmente no seleccionados, se habrían estirado a lo largo de la pista desde la meta hasta la mitad, y la mayoría cerca de ésta.
"Veo que Edith ha sido tercera," dijo el doctor, leyendo las señales. "A ella le habrá complacido mucho haber tenido tan buen resultado, considerando que estaba usted aquí."
El siguiente evento fue una sorpresa. Me había percatado de que un grupo de jóvenes que había sobre una plataforma elevada en el extremo del anfiteatro estaba haciendo algún tipo de calentamiento, y me preguntaba que iban a hacer. Entonces, de repente, al toque de una trompeta, los vi saltar hacia adelante sobre el borde de la plataforma. Di un involuntario grito de horror, porque había una distancia mortal hasta el suelo.
"No pasa nada," dijo riendo el doctor, y al instante siguiente me quedé mirando a una veintena de jóvenes que iban por el aire a más de quince metros por encima de la pista de carreras.
Luego vinieron las competiciones de lanzamiento de pelota y lanzamiento de peso.
"Está claro dónde adquieren sus mujeres sus espléndidos pechos y hombros," dije.
"¡Los ha notado, entonces!" exclamó el doctor.
"Ciertamente he notado," fue mi respuesta, "que las mujeres de esta época parecen generalmente poseer un vigoroso desarrollo y apariencia de potencia por encima del talle que sólo se veía ocasionalmente en mi época."
"Sin duda estará interesado," dijo el doctor, "en que su impresión sea corroborada por evidencia concluyente. Suponga que dejamos el anfiteatro por unos minutos y entramos en los cuartos anatómicos. De hecho constituye una rara fortuna para un entusiasta de la anatomía como yo tener un pupilo tan bien cualificado para apreciarla, a quien señalar el efecto que nuestro principio de igualdad social, y las mejores oportunidades de cultura para todos, han tenido en modificar en general la forma humana hacia la perfección, y especialmente la figura femenina. Digo especialmente la figura femenina, porque estuvo más pervertida en su época por las influencias que negaron a la mujer una vida plena. Aquí hay un grupo de estatuas de yeso, basadas en las líneas que nos han entregado los expertos antropométricos de las últimas décadas del siglo diecinueve, con quienes estamos en una inmensa deuda. Observará, como lo que usted señaló indicaba que lo había observado, que la tendencia era hacia una forma de huso por encima de la cadera y un excesivo desarrollo por debajo. La figura parecía un poco como si se hubiese suavizado y rodado como un molde de azúcar en tiempo cálido. Vea, la medida plana frontal de la anchura de las caderas es de hecho mayor que la de los hombros, mientras que debería ser entre dos y cinco centímetros menor, y este bulboso efecto debe de haber sido exagerado por la voluminosa masa de pañería que sus mujeres acumulaban alrededor de la cadera."
A sus palabras alcé mis ojos hacia el pétreo rostro de la figura de mujer, cuyos encantos el doctor había desacreditado de ese modo, y me pareció que los ojos carentes de visión se posaban en los míos con una expresión de reproche, ante la cual mi corazón instantáneamente confesó en justicia. Había sido contemporáneo de este tipo de mujer, y había estado en deuda con la luz de sus ojos por todo lo que hacía que la vida mereciese la pena vivirse. Completa o no, como pudiera ser su belleza bajo los estándares modernos, por ellos había aprendido a conocer la tensión de estar siempre femenina, y me había convertido en un iniciado de los sagrados misterios de la Naturaleza. Bien podían esos pétreos ojos reprocharme el consentir mediante mi silencio el descrédito de los encantos a los que tanto debía, hechos por un hombre de otra época.
"¡Calle, doctor, calle! exclamé. "Sin duda tiene razón, pero esas palabras no son para que yo las oiga."
No pude encontrar el lenguaje para explicar lo que había en mi mente, pero no fue necesario. El doctor entendió, y sus vivaces ojos grises brillaron mientras tendía su mano sobre mi hombro.
"¡Bien, muchacho, muy bien! Es lo que tenías que decir, y a Edith le gustarías al máximo por tus palabras, porque hoy en día las mujeres defienden con celo el honor las unas de otras, como juzgo que no lo hacían en tu época. Pero, por otra parte, si hubiesen estado presentes en este cuarto las sombras sin cuerpo de aquellas mujeres de tu época, disfrutarían más que ningunas otras, de los más hermosos y amplios templos que la libertad ha construído para que en ellos moren las almas de sus hijas.
"¡Mira!" añadió, apuntando a otra figura; "esta es la típica mujer de hoy, las líneas no son ideales, sino basadas en un promedio de medidas con el propósito de la comparación científica. Primero, observarás que la figura es más de cinco centímetros más alta que la otra. ¡Observa los hombros! Han ganado cinco centímetros en anchura en relación a las caderas, comparados con los de la figura que hemos estado examinando. Por otra parte, el contorno de las caderas es mayor, mostrando un poderoso desarrollo muscular. El pecho es casi cuatro centímetros más profundo, mientras que la medida abdominal es cinco centímetros más profunda. Estos desarrollos incrementados son por todo y sobre todo lo que el mero incremento de estatura implicaría. En cuanto al desarrollo general del sistema muscular, verás que sencillamente no hay comparación.
"Ahora bien, ¿cuál es la explicación? Simplemente el efecto que ha tenido sobre las mujeres la vida física plena, libre, sin trabas, a la cual su independencia económica abrió el camino. Para desarrollar los hombros, brazos, pecho, muslos, piernas, y el cuerpo en general, es necesario el ejercicio--no suave y ligero, sino ejercicio vigoroso, continuo, acometido no espasmódicamente, sino con regularidad. No hay dispensa de la Providencia que dé o daría jamás a una mujer el desarrollo físico en ningunos otros términos que en aquellos por los cuales los hombres han adquirido su desarrollo. Pero las mujeres de tu época no tenían recursos para semejantes medios. Su trabajo había sido confinado durante incontables épocas a una multiplicidad de tareas insignificantes--trabajo manual y de dedos--tareas que desgastan el cuerpo y la mente en extremo, pero de un tipo que fracasaba por completo en provocar esa reacción de las fuerzas vitales que hacen que las partes ejercitadas se desarrollen. Desde tiempo inmemorial el muchacho ha salido a cavar y cazar con su padre, o ha luchado con otros jóvenes por el dominio mientras la chica se quedaba en casa para hilar y hornear. Hasta los quince años, ella podía compartir con su hermano unos pocos de sus más insípidos deportes, pero con los comienzos de la madurez de la mujer venía el fin de toda participación en la vida física activa al aire libre. ¿Qué podía esperarse salvo lo que resultó--un físico empequeñecido y debilitado y una existencia semi-inválida? Lo único asombroso es que, tras un tan largo período de represión y perversión corporal, el físico femenino haya respondido, con una mejora tan magnífica en tan breve período, a la vida libre que se ha abierto para las mujeres durante los últimos cien años."
"Teníamos muchísimas mujeres hermosas; al menos a nosotros nos parecían físicamente perfectas," dije.
"Desde luego que sí, y no hay duda de que eran los tipos perfectos que te parecían," replicó el doctor. "Te mostraban lo que la Naturaleza tenía destinado que fuese el sexo por completo. Pero ¿me equivoco al suponer que la salud enfermiza era una condición general entre las mujeres de tu época? Ciertamente los registros así nos lo dicen. Si podemos creer en ellos, cuatro quintas partes de la praxis médica tenía lugar entre las mujeres, y tampoco parecía hacerles mucho bien a éstas, aunque quizá no debería criticar a mi propia profesión. El hecho es que no podían hacer nada, y probablemente sabían que no podían, en tanto las costumbres sociales por las que se regían las mujeres permaneciesen sin cambios."
"Desde luego tiene razón sobre el hecho general," repliqué. "De hecho, un gran escritor puso en circulación una máxima generalmente aceptada cuando dijo que la invalidez era la condición normal de la mujer."
"Recuerdo esa expresión. ¡Qué confesión del abyecto fracaso de tu civilización en resolver la más fundamental proposición de felicidad para la mitad de la especie! La invalidez de las mujeres era una de las grandes tragedias de tu civilización, y su rehabilitación física ha sido uno de los mayores elementos singulares en el incremento total de la felicidad que la igualdad económica ha traído a la humanidad. Considera lo que hay implicado en la transformación del mundo de la mujer, de los suspiros y lágrimas y sufrimiento, como sabes, al mundo de las mujeres de hoy, con su atmósfera de deleite y regocijo y desbordante vigor y vitalidad!"
"Pero," dije, "una cosa no está clara para mi. Sin ser un médico, o saber más de tales asuntos que lo que debe saber un joven, aun así he entendido de un modo general que la debilidad y delicadeza de la condición física de las mujeres tenía su origen en ciertas discapacidades naturales del sexo."
"Sí, sé que la noción general en tu época era que la constitución física de la mujer la condenaba porque su efecto era necesariamente enfermarla, hacerla desgraciada, e infeliz, y que a lo sumo su condición no podría hacerse más que sencillamente tolerable en un sentido físico. Una más dañina blasfemia contra la Naturaleza nunca encontró expresión. Ninguna función natural causaría constante sufrimiento o enfermedad; y si lo hiciese, la racional inferencia sería que algo va mal en las circunstancias. Los orientales inventaron el mito de Eva y la manzana, y la maldición pronunciada sobre ella, para explicar las amarguras y padecimientos del sexo, que eran, de hecho, una consecuencia, no de la ira de Dios, sino de condiciones y costumbres hechas por el hombre. Una vez se admite que esas amarguras y padecimientos son inseparables de la constitución natural de la mujer, vaya, entonces no hay explicación lógica salvo aceptar ese mito como una cuestión histórica. Ya había en tu época, sin embargo, abundantes ejemplos de las grandes diferencias en las condiciones físicas de mujeres que estaban bajo diferentes circunstancias y diferentes entornos sociales, como para convencer a las mentes libres de prejuicios de que, si se mantuviesen las condiciones totalmente saludables durante un tiempo suficientemente largo, conducirían a una rehabilitación física de la mujer que la redimiría completamente de la ignominiosa reputación dada por su Creador."
"¿Debo entender que la maternidad no está ahora acompañada de riesgo o sufrimiento?"
"Hoy en día es una experiencia que no se considera en absoluto crítica ni en sus circunstancias ni en consecuencias reales. En cuanto a las otras supuestas discapacidades naturales que los sabios de tu época solían poner tan a menudo como excusas para manetener a las mujeres bajo el sometimiento económico, han dejado de implicar cualquier molestia física, sea cual fuese.
"Y el final de esta reconstrucción física del físico femenino no está a la vista todavía. Mientras los hombres todavía retienen la superioridad en ciertas disciplinas atléticas, creemos que los sexos estarán no obstante en un plano de completa igualdad física, con diferencias sólo entre individuos."
"Hay una pregunta," dije, "que este maravilloso renacimiento físico de la mujer sugiere. Dice que ellas ya son iguales físicamente a los hombres, y que los fisiólogos de hoy prevén en unas pocas generaciones más su evolución hacia una completa igualdad con ellos. Esto es tanto como decir, ¿no?, que bajo condiciones normales y potencialmente, ella siempre ha sido físicamente igual al hombre y que nada salvo las circunstancias y condiciones adversas le han hecho siempre parecer que era inferior."
"Sin duda."
"¿Cómo, entonces, se explica el hecho de que ella ha sido en todas las épocas y países, desde el amanecer de la historia, con quizá unas pocas dudosas y transitorias excepciones, físicamente la sometida y la esclava de él? Si alguna vez fue su igual, ¿por qué dejó de de serlo para llegar a ser eso otro, y por una regla tan universal? Si su inferioridad desde tiempos históricos puede adscribirse a condiciones desfavorables hechas por el hombre, ¿por qué, si era su igual, permitió que esas condiciones fuesen impuestas sobre ella? Una teoría filosófica sobre cómo cesa una condición debería contener una sugerencia racional en cuanto a cómo surgió."
"Muy cierto, ya lo creo" replicó el doctor. "Tu pregunta es práctica. La teoría de aquellos que sostienen que la mujer no obstante será plenamente igual al hombre en vigor físico, necesariamente implica, como sugieres, que probablemente ella debe de haber sido de hecho igual a él alguna vez, y reclama una explicación de esa pérdida de igualdad. Supongamos que el hombre y la mujer fueron físicamente iguales de hecho en algún momento del pasado. Persiste una radical diferencia en su relación como sexos--a saber, que el hombre puede poseer pasionalmente a la mujer en contra de su voluntad si puede superarla en fuerza, mientras que la mujer no puede, incluso si estuviese dispuesta, poseer al hombre sin el pleno consentimiento de él, no importa cuán grande fuese la superioridad de la fuerza de ella. A menudo he especulado en cuanto a la razón de esta radical diferencia, que se encuentra en la raíz de toda la tiranía del sexo del pasado, ahora felizmente reemplazada para siempre por la reciprocidad. A veces me ha parecido que la provisión de la Naturaleza era manener la especie viva en períodos de su evolución en que la vida no mereciese la pena vivirse salvo en pos de una posterioridad remota. Este fin, podemos decir, se aseguró astutamente confiriendo el agresivo y adecuado poder en la relación de los sexos a aquel sexo que tenía que soportar la menor parte de las consecuencias resultantes de su ejercicio. Podemos decir que este plan era un poco mezquino por parte de la Naturaleza, pero estaba bien calculado para lograr el propósito. Pero para ello, debido a la natural y racional resistencia del sexo que tenía que dar a luz a los niños, a asumir una carga tan amarga y tan aparentemente poco rentable, la especie pudiera haber quedado expuesta al riesgo de dejar de existir por completo, durante los más oscuros períodos de su ancestral evolución.
"Pero volvamos a la cuestión específica de la que estábamos hablando. Supongamos que el hombre y la mujer, en alguna época anterior, hayan sido, por completo, iguales físicamente, sexo con sexo. Sin embargo, habría muchas variaciones individuales. Alguno de cada sexo sería más fuerte que otros de su sexo. Algunos hombres serían más fuertes que algunas mujeres, y en la misma medida algunas mujeres serían más fuertes que algunos hombres. Muy bien; sabemos que bien entrados los tiempos históricos, el método salvaje para tomar esposa era mediante captura por la fuerza. Mucho más podemos suponer que la fuerza fue usada donde fuese posible en períodos más primitivos. Ahora bien, una mujer fuerte no tendría nada que ganar capturando a un hombre más débil con propósito sexual, y por tanto no le perseguiría. A la inversa, sin embargo, los hombres fuertes tendrían un objeto capturando y conservando como sus esposas a mujeres más débiles que ellos mismos. En su captura de mujeres, los hombres habrían evitado de modo natural a las mujeres más fuertes, a quienes tendrían dificultad en dominar, y preferirían como pareja a las más débiles, quienes podrían ser menos capaces de resistirse a su voluntad. Por otra parte, los más débiles de los hombres encontrarían relativamente difícil capturar a cualquier pareja en absoluto, y sería consecuentemente menos probable que dejasen progenie. ¿Ves la inferencia?"
"Está bastante clara," repliqué. "Quiere decir que las mujeres fuertes y los hombres débiles estarían ambos discriminados, y que los tipos que sobrevivirían serían los más fuertes de los hombres y las más débiles de las mujeres."
"Precisamente. Ahora bien, supongamos que una diferencia en la fuerza física de los sexos haya llegado a estar bien establecida a través de este proceso en tiempos prehistóricos, antes del amanecer de la civilización: el resto del relato se sigue de un modo muy sencillo. El sexo declaradamente dominante habría, por supuesto, buscado retener e incrementar su dominio y el sexo completamente subordinado habría llegado con el tiempo a considerar que la inferioridad en la que había nacido era natural, inevitable, y ordenada por el Cielo. Y así continuaría como continuó, hasta el despertar del mundo al final del siglo pasado a la necesidad y posibilidad de una reorganización de la sociedad humana sobre una base moral, de la cual el primer principio debe ser la igual libertad y dignidad de todos los seres humanos. Desde entonces, las mujeres han estado reconquistando, como más adelante reconquistarán por completo, su prístina igualdad física con el hombre."
"Se me ocurre una idea alarmante," dije. "¿Y si al final la mujer no sólo igualase sino excediese al hombre en poder físico y mental, como él a ella en el pasado, y si ella sacase ventaja de esa superioridad como hizo él?"
El doctor se rio. "Creo que no hace falta que seas tan aprensivo de que semejante superioridad, incluso si se alcanzase, provocase un abuso. No porque se pueda confiar con más seguridad en que las mujeres, como tales, no utilicen el poder con más irresponsabilidad que los hombres, sino por la razón de que la especie está elevándose rápidamente hacia el plano ya en parte alcanzado en el cual las fuerzas espirituales dominarán por completo todas las cosas, y las cuestiones de poder físico dejarán de tener importancia alguna en las relaciones humanas. El control y liderazgo de la humanidad ya va en gran parte, y está claramente destinado a ir pronto por completo, a aquellos que tienen las almas más grandes--es decir, a aquellos que participan más del Espíritu del Gran Ser; y esa es una condición que en sí misma es la más absoluta garantía contra el uso inadecuado de ese poder para fines egoístas, viendo que con tal uso inadecuado dejaría de ser un poder."
"El Gran Ser--¿que es eso?" pregunté.
"Es uno de los nombres que damos al alma y a Dios," replicó el doctor, "pero es un tema demasiado grande para entrar en él ahora."