Igualdad/Capítulo IX

Cuando nos separamos de la superintendente de la fábrica de procesado de papel, dije a Edith que hasta esa mañana había asimilado todas las nuevas impresiones y nuevas filosofías que podía digerir por el momento, y sentí una gran necesidad de descansar la mente durante un tiempo en la contemplación de algo--si de hecho hubiese algo--que no hubiese cambiado o no hubiese sido mejorado en el último siglo.

Tras considerarlo un momento, Edith exclamó: "¡Lo tengo! No preguntes nada, únicamente ven conmigo."

Inmediatamente, mientras nos encaminábamos por la ruta que ella había tomado, tocó mi brazo diciendo, "apresurémonos un poco."

Pero, apresurarse era la regla en el modo de andar en el siglo diecinueve. "¡Apresurate!" casi era la frase más desgastada del idioma, y en vez de "E pluribus unum" debería haber sido especialmente el lema del pueblo norteamericano, pero era la primera vez que el tono de precipitación había impresionado mi consciencia desde que estaba viviendo en los días del siglo veinte. Este hecho, junto con el toque de mi acompañante en mi brazo en tanto que pretendía que aligerase el paso, hizo que mirase a mi alrededor, y al hacerlo me detuve abruptamente.

"¿Qué es esto?" exclamé.

"¡Es una lástima!" dijo mi acompañante. "He intentado que pasases de largo sin verlo."

Pero de hecho, aunque había preguntado qué era este edificio en cuya presencia nos encontrábamos, nadie podía saber tan bien como yo lo que era. El misterio era cómo había llegado a estar ahí, porque en medio de esta espléndida ciudad de iguales, donde la pobreza era una palabra desconocida, me encontré cara a cara con un típico edificio de pisos del siglo diecinueve, de la peor clase--uno de los edificios abarrotados y desvencijados que, de hecho, abundaban en el extremo norte y otras partes de la ciudad. El entorno ciertamente contrastaba de un modo bastante fuerte con el de tales edificios de mi época, encerrados, como generalmente lo estaban, en un laberinto de repugnantes callejones y patios oscuros y húmedos que eran nauseabundos depósitos de olores fétidos, que eran retenidos allí dentro por elevados muros que no dejaban pasar la luz. Este edificio se alzaba solo, en medio de una plaza abierta, como si hubiese sido un palacio u otro ejemplo de belleza o excelencia. Pero más aún, de hecho, mediante este refinado escenario, se acentuaba la deprimente sordidez de la mugrienta estructura. Parecía exhalar una atmósfera de tenebrosidad y escalofrío que todo el brillo del sol y el suave viento de esta tarde de septiembre no era capaz de dominar. Uno no se habría sorprendido, incluso a mediodía, de ver fantasmas en las negras ventanas. Había una inscripción sobre la puerta, y crucé la plaza para leerla, Edith me siguió a disgusto. Leí estas palabras, que estaban sobre el portal central:

"ESTA MORADA DE CRUELDAD ES CONSERVADA COMO UN RECUERDO, PARA LAS GENERACIONES VENIDERAS, DEL GOBIERNO DE LOS RICOS."

"Este es uno de los edificios fantasma," dijo Edith, "conservados para asustar a la gente, para que nunca se arriesguen a nada que se asemeje a traer de vuelta el viejo orden de cosas, no admitiendo de nadie ninguna súplica para obtener una ventaja económica sobre otro. Creo que más valdría que lo demoliesen, porque no hay más peligro de que el mundo regrese al viejo orden, que el de que el globo terráqueo invierta su rotación."

Una pandilla de niños, acompañados por una mujer joven, vino cruzando la plaza mientras estábamos ante el edificio, y entraron en fila por el portal y subieron por las negras y estrechas escaleras. Los rostros de los pequeños estaban muy serios, y hablaban susurrando.

"Son niños de la escuela." dijo Edith. "A todos nos traen a ver este edificio, o algún otro como él, cuando estamos en las escuelas, y el maestro explica de qué manera se hacían y soportaban las cosas ahí. Recuerdo bien cuando me trajeron a ver este edificio cuando era niña. Después pasó mucho tiempo hasta que me recuperé por completo de la terrible impresión que recibí. De verdad, no creo que sea una buena idea traer a niños pequeños aquí, pero es una costumbre que se estableció en el período posterior a la Revolución, cuando el horror de la esclavitud de la que habían escapado estaba todavía fresco en la mente de la gente, y su gran temor era que por alguna falta de vigilancia pudiese ser restaurado el gobierno de los ricos.

"Desde luego," continuó, "este edificio y los otros como él, que fueron preservados como avisos mientras el resto era demolido hasta los cimientos, han sido limpiados por completo y reforzados y hechos higiénicos y seguros en todos los sentidos, pero nuestros artistas han imitado muy hábilmente todos los viejos efectos de mugre y sordidez, para que la apariencia de todo sea justo la que era. Unas placas en las habitaciones describen cúantos seres humanos se hacinaban en ellos, y las horribles condiciones de sus vidas. Lo peor de todo es que los hechos están todos tomados de registros históricos, y son absolutamente ciertos. Hay algunos de estos lugares en los cuales se han reproducido en cera o yeso a los moradores de los edificios tal y como se apiñaban en ellos con todos los detalles de sus prendas de vestir, muebles y todas las demás características, en base a registros reales o fotografías de la época. Hay algo indescriptiblemente atroz al visitar los edificios reacondicionados de ese modo. Las mudas figuras parecen apelarte para que les ayudes. Fue hace tanto tiempo, y aun así le hace a una sentirse atormentada por no ser capaz de hacer nada."

"Pero, Julian, vete de aquí. El que yo te haya hecho pasar por aquí ha sido tan sólo un estúpido accidente. Cuando decidí mostrarte algo que no hubiese cambiado desde tu época, no pretendía burlarme de ti."

Gracias al rápido transporte moderno, diez minutos después estábamos en la costa del océano, con las olas del Atlántico rompiendo con gran estrépito a nuestros pies y con su azul suelo extendiéndose sin interrupción hacia el horizonte. Aquí ciertamente había algo que no había cambiado--una poderosa existencia, para la cual mil años eran como un día y un día como mil años. No podría haber mejor tónico para mi caso que la inspiración de esta magnífica presencia, este inalterable testigo de todas las mutaciones de la tierra. ¡Qué insignificante parecía el truquillo de tiempo del que yo había sido víctima, mientras estaba en presencia de este símbolo de eternidad que hacía que los términos pasado, presente, y futuro tuviesen escaso significado!

Al acompañar a Edith a la parte de la playa donde estábamos, no había tomado nota de las direcciones, pero ahora, según empezaba a estudiar la costa, observaba con viva emoción cómo ella me había traído, sin saberlo, al lugar de mi antigua casa a orillas del mar en Nahant. Los edificios ciertamente ya no estaban, y el crecimiento de los árboles había cambiado por completo el aspecto del paisaje, pero la línea de la costa permanecía inalterada, y la reconocí inmediatamente. Pidiéndole a ella que me siguiera, me dirigí rodeando una punta hacia una pequeña franja de playa entre el mar y un muro de roca que cortaba toda vista o sonido del terreno que había tras él. En mi anterior vida, el lugar había sido un centro de recreo favorito cuando yo visitaba la costa. Aquí, en esa vida de hace tanto tiempo, y aun así recordada como si fuese ayer, me había acostumbrado desde chaval a soñar despierto. Cada rasgo de cada rinconcillo me era tan familiar como mi dormitorio y todo estaba totalmente inalterado. El mar enfrente, el cielo arriba, las islas y las azules puntas de tierra de la distante costa--de hecho, todo lo que abarcaba la vista era igual en cada detalle. Me arrojé sobre la cálida arena a la orilla del mar, como acostumbraba a hacerlo, y en un momento el aluvión de familiares asociaciones de ideas me había llevado tan completamente de regreso a mi antigua vida que todas las maravillas que me habían sucedido, cuando inmediatamente empecé a recordarlas, me parecían meramente como si soñase despierto, como tantas otras veces me había ocurrido anteriormente en este lugar de la costa. Pero ¡qué sueño había sido, esa visión del mundo futuro; seguramente, de todos los sueños que había tenido allí al lado del mar, el más extraño!

Había una chica en el sueño, una doncella muy deseable. Hubiera estado mal si la hubiese perdido; pero no la había perdido, porque aquí estaba ella, la chica con este insólito y grácil garbo, de pie junto a mi y sonriéndome. Por alguna gran fortuna, la había traído de regreso desde el país de los sueños, reteniéndola por la propia fuerza de mi amor cuando todo el resto de la visión se había disuelto al abrir los ojos.

¿Por qué no? ¿Qué joven no ha sido visitado a menudo en sus sueños por las más bellas e ideales doncellas que caminan sobre la tierra, por quienes, al despertar, ha suspirado, y ha sido perseguido durante días por la inolvidable belleza de sus rostros recordados a medias? Yo, más afortunado que ellos, había burlado al celoso guardián que hay a las puertas del sueño y había salvado a mi reina del país de los sueños.

Cuando procedí a manifestar a Edith esta teoría para explicar su presencia, ella manifestó hallarla sumamente razonable, y procedimos a desarrollar la idea en detalle. Haciendo la suposición de que ella era una anticipación de la mujer del siglo veinte en vez de ser yo una reliquia excavada del hombre del siglo diecinueve, especulamos con lo que deberíamos hacer durante el verano. Decidimos visitar los magníficos centros de recreo, donde, sin duda, dadas las circunstancias, se excitaría mucho su curiosidad y al mismo tiempo tendría una oportunidad para estudiar lo que para su pensamiento del siglo veinte parecerían tipos de humanidad más asombrosos incluso que lo que ella les parecería a ellos--a saber, personas que, rodeadas por un mundo necesitado y angustiado, se permitían a sí mismos ser felices en una ociosidad frívola y derrochadora. Después iríamos a Europa y allí inspeccionaríamos las cosas que pudiesen naturalmente ser curiosidades para una chica del año 2000, tales como un Rothschild, un emperador, y unos pocos especímenes de seres humanos, alguno de los cuales todavía existiría en ese momento en Alemania, Austria, y Rusia, quienes honestamente creían que Dios había dado a ciertos prójimos un derecho divino para reinar sobre ellos.