Igualdad/Capítulo III

Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo III: Adquiero una participación en el país

Yendo a desayunar, las señoras se reunieron con nosotros trayendo una interesante información que habían encontrado en las noticias de la mañana. Era, de hecho, nada menos que un comunicado de la acción emprendida por el Congreso de los Estados Unidos en relación conmigo. Una resolución, según parece, había pasado con unanimidad, la cual, tras enumerar los hechos de mi extraordinario retorno a la vida, procedía a despejar cualquier cuestión concebible que pudiera surgir sobre mi status legal declarándome ciudadano americano de pleno derecho, facultado con todos los derechos e inmunidades de un ciudadano, pero al mismo tiempo un invitado de la nación, y como tal, libre de obligaciones y servicios desempeñados por los ciudadanos en general salvo que yo optase por asumirlos.

Confinado como había estado hasta ahora en la familia Leete, esta era casi la primera intimación que el público hacía en mi caso. Ese interés, ahora me informaron, había sobrepasado mi persona y ya estaba produciendo un reavivamiento del estudio de la literatura y la política del siglo diecinueve, y especialmente de la historia y la filosofía del período de transición, cuando el viejo orden dio paso al nuevo.

"El hecho es," dijo el doctor, "que la nación únicamente ha saldado una deuda de gratitud haciéndole su invitado, porque usted ya ha hecho más por nuestros intereses educativos, promoviendo el estudio de la historia, que el que un regimiento de intructores podría lograr en toda su vida."

Volviendo al asunto de la resolución del Congreso, el doctor dijo que, en su opinión, era superflua, porque aunque ciertamente había dormido respecto mis derechos como ciudadano más bien durante un tiempo extraordinariamente largo, no había fundamento en base al cual pudiese argumentarse que había perdido el derecho a ninguno de ellos. Como quiera que fuese, viendo que la resolución no dejaba duda en cuanto a mi status, sugirió que la primera cosa que hiciésemos después de desayunar fuese ir al Banco Nacional y abrir mi cuenta de ciudadano.

"Desde luego," dije, según salíamos de casa, "me alegro de ser relevado de la necesidad de ser un pensionista a costa de usted por más tiempo, pero confieso que me siento un poco inferior aceptando como regalo esta generosa provisión de la nación."

"Mi querido Julian," replicó el doctor, "a veces es un poco difícil para mi llegar a entender completamente su punto de vista acerca de nuestras instituciones."

"Creo que debería ser bastante fácil en este caso. Tengo la sensación de ser objeto de la caridad pública."

"¡Ah!" dijo el doctor, "tiene la sensación de que la nación le ha hecho un favor, que le ha puesto en un compromiso. Debe disculpar mi torpeza, pero el hecho es que nosotros contemplamos este asunto de la provisión económica para los ciudadanos desde un punto de vista completamente diferente. A nosotros nos parece que reclamando y aceptando su sustento como ciudadano usted ejecuta un deber cívico, mediante el cual usted pone a la nación--esto es, al conjunto de sus conciudadanos--en bastante más obligación que en la que usted incurre."

Me giré para ver si el doctor estaba bromeando, pero era evidente que hablaba completamente en serio.

"A estas alturas debería estar acostumbrado a hallar que en esta época todo es a la inversa," dije, "pero realmente, ¿mediante qué inversión del sentido común, como era entendido en el siglo diecinueve, explica usted que aceptando una provisión pecuniaria de la nación la pongo en obligación más de lo que ello me obliga a mi?"

"Creo que será fácil hacerselo ver," replicó el doctor, "sin que ello requiera violentar ninguno de los métodos de razonamiento a los cuales estaban acostumbrados sus contemporáneos. Ustedes tenían, creo, un sistema de educación pública gratuita mantenido por el estado."

"Sí."

"¿Cuál era la idea?"

"Que, sin educación, un ciudadano no era un votante saludable."

"Precisamente. El estado, por tanto, con un gran gasto, proporcionaba educación gratis a todas las personas. Iba sobre todo en provecho del ciudadano el aceptar esta educación igual que lo es para usted el aceptar esta provisión, pero iba todavía más en interés del estado que el ciudadano la aceptase. ¿Ve el quid de la cuestión?

"Puedo ver que el interés del estado es que yo acepte una educación, pero no exactamente por qué es interés del estado el que yo acepte una participación en la riqueza pública."

"Sin embargo es por la misma razón, a saber, el interés público en el buen gobierno. Sostenemos que es un principio evidente en sí mismo que cada uno de quienes ejercen el sufragio no sólo reciba una educación, sino que tenga una particpación en el país, para que su propio interés se identifique con el interés público. En tanto que el poder ejercido por cada ciudadano a través del sufragio es el mismo, la participación económica debería ser la misma, y de este modo ve usted cómo llegamos a la razón del por qué la seguridad pública requiere que usted acepte lealmente su igual participación en el país completamente al margen de la ventaja personal que obtiene al hacerlo."

"¿Sabe," dije, "que esta idea de ustedes, de que cada uno de los que votan debería tener una participación económica en el país, es una idea en la cual nuestros más rancios Conservadores insistían con gran afición, pero la conclusión práctica que extraían de ella era diametralmente opuesta a la que extraen ustedes? Ellos habrían estado de acuerdo con ustedes en el axioma de que el poder político y la participación económica en el país deberían ir juntos, pero la aplicación práctica que hacían de ello era negativa en vez de positiva. Usted argumenta que debido a que junto al sufragio debería ir un interés económico en el país, todos los que tienen sufragio deben tener ese interés garantizado. Ellos argumentaban, a la inversa, que a todos los que no tenían participación económica había que quitarles el voto. No pocos de mis amigos mantenían que alguna limitación semejante sobre el voto era necesaria para salvar del fracaso el experimento democrático."

"Es decir," observó el doctor, "se proponía la salvación del experimento democrático mediante su abandono. Era un pensamiento ingenioso, pero resulta que la democracia no era un experimento que pudiese ser abandonado, sino una evolución que debía ser hecha realidad. ¡De qué manera tan estremecedora ese discurso de sus contemporáneos sobre limitar el sufragio en función de la posición económica de los ciudadanos ilustra el fracaso de incluso las clases más inteligentes de su época en captar el pleno significado de la fe democrática que profesaban! El principio fundamental de la democracia es el valor y la dignidad del individuo. La dignidad, que consiste en la calidad de la naturaleza humana, es esencialmente la misma en todos los individuos, y por tanto la igualdad es el principio vital de la democracia. A esta intrínseca e igual dignidad del individuo deben supeditarse todas las circunstancias materiales, y subordinarse los accidentes y atributos personales. La elevación del ser humano independientemente de las personas es el único motivo constante y racional de la política democrática. Contrasta con este concepto esa afectada noción de sus contemporáneos en cuanto a restringir el sufragio. Reconociendo las disparidades materiales en las circunstancias de los individuos, propusieron adaptar los derechos y dignidades del individuo a sus circunstancias materiales en vez de adaptar las circunstancias materiales a la esencial e igual dignidad del hombre."

"En resumidas cuentas," dije, "mientras bajo nuestro sistema adaptábamos el hombre a las cosas, ustedes creen que es más razonable adaptar las cosas al hombre?"

"Esa es, de hecho," replicó el doctor, "la diferencia vital entre el viejo y el nuevo orden."

Caminamos en silencio durante un rato. Luego, dijo el doctor: "Intentaba recordar una expresión que usó usted, que sugería una gran diferencia entre el sentido en que la misma frase era entendida en su época y lo es ahora. Estaba diciendo que pensábamos que todo el que vota debería ser propietario de una participación en el país, y usted hizo la observación de que alguna gente tenía la misma idea en su época, pero conforme a nuestro punto de vista sobre lo que es una participación en el país, nadie la tenía o podía tenerla bajo su sistema económico."

"¿Por qué no? pregunté. "¿Las personas que eran dueños de una propiedad en un país--un millonario, por ejemplo, como yo--no tenían una participación en él?"

"En el sentido de que su propiedad estaba geográficamente ubicada en el país, pudiera llamarsele quizá una participación dentro del país, pero no una participación en el país. Se trataba de una exclusiva propiedad de un pedazo del país o de una porción de la riqueza que había en el país, y a todo lo que motivaba al propietario era a la dedicación a y la preocupación por esa específica porción, sin tener en cuenta el resto. Esa participación separada o la ambición por obtenerla, lejos de hacer a su propietario o buscador un ciudadano devoto del bienestar común, era completamente probable que le hiciese un ciudadano peligroso, porque su interés egoísta era agrandar su participación independiente a expensas de sus conciudadanos y del interés público. Sus millonarios--y no se dé por aludido, por supuesto--parecen haber sido la clase más peligrosa de ciudadanos que tenían ustedes, y eso es justo lo que podría esperarse del hecho de que tuviesen lo que ustedes llamarían, pero nosotros no, una participación en el país. La riqueza poseída de esa manera, sólo podía ser una influencia disgregadora y antisocial.

"Lo que nosotros queremos decir con una participación en el país es algo que nadie podía tener hasta que la solidaridad económica hubiese reemplazado a la propiedad privada del capital. Cada uno, desde luego, tiene su propia casa y terreno si él o ella los desea, y siempre sus propios ingresos para usarlos como les plazca; pero estos son asignaciones para uso únicamente, y, siendo siempre iguales, no pueden ser motivo de desavenencias. El capital de la nación, la fuente de todo este consumo, es poseído por todos en común, y es imposible que hubiese ninguna disputa, basada en el egoísmo, en cuanto a la administración de este interés común del cual dependen todos los intereses privados, no importa cuales sean las diferencias de criterio que pueda haber. La participación de los ciudadanos en este fondo común es un tipo de participación en el país que hace imposible lesionar el interés de otro sin lesionar el propio interés, o favorecer el propio interés sin promover igualmente todos los demás intereses. En cuanto a su relevancia económica puede decirse que hace que la Regla de Oro sea un principio automático de gobierno. Lo que haríamos por nosotros mismos debemos necesariamente hacerlo por los demás. Antes de que la solidaridad económica hiciese posible llevar a cabo en este sentido la idea de que cada ciudadano debería tener una participación en el país, el sistema democrático nunca había tenido una oportunidad para desarrollar su talento natural."

"Parece," dije, "que su principio fundamental de igualdad económica que supuse que estaba principalmente sugerido y proyectado en interés del bienestar material de la gente, es no menos un principio político para salvaguardar la estabilidad y el sabio ordenamiento del gobierno."

"Indudablemente," replicó el doctor. "Nuestro sistema económico es una medida de nuestros hombres de estado tanto como de la humanidad. Ya ve, la primera condición de eficiencia o estabilidad en cualquier gobierno es que el poder que gobierna tenga un interés directo, constante, y supremo en el bienestar general--esto es, en la prosperidad del estado al completo en tanto que distinguible de cualquier parte de él. El punto fuerte de la monarquía fue que el rey, por razones egoístas en tanto que poseedor del país, tenía la sensación de este interés. La forma autocrática de gobierno, basada únicamente en eso, siempre tuvo un cierto tipo tosco de eficiencia. Por otra parte, la fatal debilidad de la democracia durante su fase negativa previa a la gran Revolución había sido que el pueblo, que era el gobernante, tenía individualmente un interés únicamente indirecto y sentimental en el estado en su conjunto, o en su maquinaria--su interés real, principal, constante, y directo estaba concentrado en sus fortunas personales, sus participaciones privadas, diferentes de y contrarias a la participación general. En momentos de entusiasmo podían unir fuerzas en apoyo del bien público, pero en su mayor parte éste no tenía guardián, sino que estaba a merced de hombres y facciones arteros que buscaban desvalijar el bien público y utilizar la maquinaria del gobierno para fines personales o de clase. Esta era la debilidad estructural de las democracias, mediante cuyo efecto, después de pasar su primera juventud, se hacían invariablemente, a medida que se desarrollaba la desigualdad de la riqueza, las más corruptas y despreciables de todas las formas de gobierno y las más susceptibles de abuso y perversión para propósitos egoístas, personales y de clase. Era una debilidad incurable en tanto que el capital del país, sus intereses económicos, permaneciese en manos privadas, y una debilidad que sólo podía ser remediada mediante la radical abolición del capitalismo privado y la unificación del capital de la nación bajo el control colectivo. Hecho esto, el mismo motivo económico--que, mientras el capital permanecía en manos privadas, era una influencia disgregadora tendente a destruir el espíritu público que es el aliento de la vida en una democracia--se convirtió en la más poderosa de las fuerzas cohesivas, haciendo del gobierno popular no sólo el más justo idealmente, sino en la práctica el más exitoso y el más eficiente de los sistemas políticos. El ciudadano, que antes había sido el adalid de una parte contra el resto, se convirtió mediante este cambio en el guardián de la totalidad."