Idilios agrestes

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La esquila estaba en su auge. Las guirnaldas verde claro, cada día más espesas, de los sauces llenos ya de revoloteos y de gorjeos impacientes, acariciaban, al menor soplo de la brisa, los techos de paja, mientras las hileras tupidas de los álamos iban cerrando su discreta cortina verde-obscuro sobre los suaves misterios de la naturaleza enamorada.

Los insectos, entre el pasto, los pájaros en el monte, las mariposas en el prado, lo mismo que los bichos silvestres en el campo y los animales domésticos en sus rodeos, se buscaban, se amaban, y peleaban entre sí para obedecer a la ley bestial y divina de la reproducción.

¿Y porqué, entonces, no hubieran sentido moverse en sus venas, más activa, su sangre juvenil, todos estos muchachos, ocupados todo el día en hacer correr la tijera en el lomo de las ovejas? ¿Qué había de extraño que en el tendal, donde trabajaban, mixturados, hombres y mujeres, corriese, de vez en cuando, una mirada rápida, una guiñada de ardiente deseo, seductora en su brutalidad? Y los ojos, grandes y negros como la noche, porque no hubiese contestado, perversos, unos, humildes, otros, y agradecidos; o con estas miradas de simulada indignación, severas, imponentes, que disfrazan la picaresca sonrisa pronta a asomar y a comprometerlo todo.

Las viejas no dejan de vigilar a las muchachas, para tratar de impedir lo que ellas mismas, ¡ay! no han sabido siempre evitar. Rezongan, como si no se acordasen el tiempo en que cualquier guitarra les hacía cosquillas, y como ya poco las sacan a bailar, quieren hacerles creer a las chicas que todavía no les ha tocado el turno:

-«Pero si con dos plumas vuelan, hoy, comadre; ¡si es un escándalo!» decía, entre dos tijerazos, misia Crispina a doña Carmen; y esta, en vez de contestar, tuvo justamente que enderezarse, para pegarle, un sopapo a Damiancito, hijo de la misma doña Crispina, diciéndole:

-«Pero, no te pasés, mocoso; que sos muy ternerito.»

El ruido de las tijeras asorda las palabras atrevidas, y las respuestas, irritadas o benévolas. Alrededor de la piedra de afilar es donde se podrán soltar las declaraciones osadas y esperar, refregando las hojas de acero en la piedra mojada, el asentimiento deseado a la cita nocturna.


* * *


Escolástica no ha sabido resistir a los avances de este loco de Cirilo y le prometió, imprudente, de estar bajo los sauces, a mano derecha del galpón, a las nueve y media de la noche. Cirilo, como dispuesto a dormir, después de la cena, tendió el recado en un lugar apartado, para quedar libre de curiosidades peligrosas, y a la hora indicada, a tientas, andaban ambos buscándose en las tinieblas, con los brazos extendidos y las manos abiertas, hasta que se juntaron y empezaron a conversar.

-«No lo vaya a saber mamá, ni nadie, dijo Escolástica, casi arrepentida ya de haber venido.

-¿Quién va a saber nada? contestó Cirilo; y a más: ¿qué mal hacernos? Conversamos un rato, y, ¡a dormir!

Y así hubo de ser, seguramente; y nadie hubiera sabido nada, tampoco, si algún fauno errante que, por casualidad, arrastraba por allá, entre los árboles, el chiripá, no hubiera contado a sus compañeros lo que en la obscuridad, decía que había visto. Mentiras, por cierto; pero estos esquiladores son muy pillos, y, por la mañana, temprano, se juntaron unos diez o doce, bajo los sauces, y alrededor de una mata de paja muy pisoteada y quebrajeada, estaban todos, -¡las risas!- escarbando la tierra con el pie, imitando los bufidos de los vacunos enojados o llorones, cuando se juntan en el sitio donde se carneó una compañera.

-«¡Si serán zonzos!» dijo, entre enojado y complacido, Cirilo a Escolástica, toda ruborizada y más dispuesta ella, a llorar que a reírse...

-No llorés, Escolástica, que a otras les pasa peor.


* * *


-«Mirá, Natalia; ¡pisá derecho, pisá derecho! Ese mozo no me gusta», decía a su hija mayor doña Pepa; y rascando con la bombilla el fondo del mate, como muy atenta a lo que estaba haciendo, sin mirar a la muchacha, agregaba:

-«Es lindo hombre, no digo nada, y bien parecido, pero no por eso te dejes engañar. No se ocupa más que en jugar, no tiene nada propio; vive, como vago que es, en cualquier parte, de agregado; sin contar que dicen que debe una muerte en el Tandil.

No me gusta ese mozo, y si viene cuando no estoy, échamelo afuera.»

Pero Natalia, toda empapada en indulgencia para el mozo en cuestión, cuando se apeaba en el palenque sin decir siquiera: «Ave María», no hubiera tenido valor para ordenarle que se mandara mudar. Un día, se encontró sola en el rancho; -los hermanitos estaban en el campo y la madre quién sabe dónde- No pudo más que dejarlo entrar y sentarse, y le empezó a cebar mate.

-«Vamos a ver Natalia, dijo de repente el gaucho; he espiado este momento que estás sola para decirte, por última vez, que te quiero llevar conmigo.

-«¡Oh! ¡no sea loco!» le dijo la china, gallarda moza de 18 años, con unos ojos, unos dientes y un pelo que bastaban, a pesar de sus facciones algo toscas y de su tez muy morena, para hacer de ella uno de estos lindos tipos de criolla que, con una sola generación criada en la ciudad, engalanan a sus hijas con esa hermosura perfecta de la mujer argentina.

-«Ya sabe que no soy de esas.

-Si no es a las buenas, será a las malas; pero me lo juré.

-Aunque se lo haya jurado».

Y la muchacha, desengañada ya, pero resuelta, pasó por detrás de una mesa para guarecerse. Los dos hermanos estaban repuntando la majada; y, sola su alma, temblaba, con razón, pobre palomita en las garras del halcón.

El gaucho se levantó y se dirigió hacia ella. Hombre alto y delgado, de porte elegante, decentemente vestido a la criolla, de facciones que hubieran sido lindas, si los ojos pequeños no hubieran revelado la salvaje perversidad del alma y la pasión sin freno, la persiguió alrededor de la mesa, hasta que salió ella, corriendo afuera y gritando. La seguía de cerca: pronto la alcanzó, cuando llegó a la zanja, y cazándola de la opulenta trenza, la volteó brutalmente.

Pero los niños llegaban, enancados ambos en su petizo, y ya que no podía saciar su pasión, sacó el cuchillo y cortándole la trenza, dejó a la niña tirada en el suelo, desmayada, y se fue a desatar con toda tranquilidad el caballo, diciendo:

-«Siquiera me llevo lindo recuerdo.»

Menos cruel fue que aquel chino, que en vez de la trenza, le cortó, por celos, -en una reunión, y antes que nadie se hubiera podido interponer,- al desgraciado objeto de su pasión salvaje, una oreja.

No son todos así, y no por haber abandonado el hogar paterno, enancada con un bizarro criollo que una noche la vino a llevar, deja de ser feliz una que otra buena moza a quien le toca la suerte de llegar después de tener muchos hijos, a ser «la mujer por la iglesia», del atrevido galán.