Humaredas editar

El sol apenas entreabre con sus dedos de oro la cortina rosada de los vapores matutinos, cuando ya por el agujero abierto en el techo de paja del rancho, una columnita de humo azul desenrosca lentamente sus graciosas espirales.

El criollo es madrugador. Le gusta, cuando nada se mueve todavía en el campo adormecido, saltar de la cama, sacudir el sueño y prender fuego para el mate. La cama es dura, poco confortable, y se la puede abandonar sin mucho sentimiento; el toilet es corto, sin complicaciones, y, si no hay peine en la casa, con pasarse los dedos en la melena, está todo del otro lado.

Un poco de sebo en una tira de percal, unas ramitas de cicuta, tres o cuatro pedacitos de leña de oveja bien seca, y con un solo fósforo, si está todo artísticamente dispuesto, ya se tienen prendidos el fuego y el cigarro. El agua pronto canta en la pava, el mate bien rascado se llena de yerba nueva; está todo listo para gozar de la vida.

Y el hombre, sentado en una cabeza de potro, se entrega con beatitud a la contemplación de los humos que lo rodean.

El humo del fogoncito se levanta suavemente y no demora en la pieza, pues la atmósfera está serena, sin vientos, sin mucha humedad, y la llama brilla, viva, alegre.

Un sorbo del mate, una bocanada del cigarro; el mate es sabroso: un cimarrón rico, bien cargado, mate de egoísta, para chupárselo solito, sin visitas, y mientras está durmiendo la familia. El cigarro muy bien lo acompaña, y su humo perfumado contribuye a que casi no se interrumpan los sueños de la noche empezados en la cama, dejando flotar las ideas en una somnolencia medio consciente.

«La majada está bien; no está muy gorda, pero muy pareja; el campo se ha compuesto algo, y en buen tiempo, pues ya viene la parición, que va a ser magnífica. Los precios de la lana, dicen todos que van a subir, y como el oro ha bajado, el dueño del campo tendrá que bajar el arrendamiento.

La familia está bien de salud; el último chiquilín bien parece algo indispuesto, pero no debe ser nada y mañana estará del todo bien. Al fin, al pulpero no se le debe gran cosa; con la esquila se le alcanzará a pagar; y, en un caso, hay novillitos que bien han de agradar a algún resero. El año no se presenta tan mal.»

Y mientras así sueña, vacía y vuelve a llenar el mate, prendiendo de cada pucho un nuevo cigarro.

El sol salió ya, pero de mal humor, y empezó a soplar un vientito feo, del norte, húmedo, y el humo, de azul se ha vuelto gris, de transparente, opaco; en vez de levantarse y de salir por el agujero, se hace nube ahora en la pieza, enceguece al hombre, lo hace llorar, lo hace toser. El mate ya no tiene sabor y el humo del cigarro mezclado con el de la leña de oveja toma un gusto horrible que quita las ganas de fumar.

Todavía sueña el hombre; pero en semejante atmósfera, los sueños se vuelven pesadillas.

«Quien sabe, el año, como nos saldrá al fin. Estos novillitos, parece que no quieren echar cuerpo, como si estuvieran entecados. Y el pulpero, seguro se me va a enojar; porque de pagarlo con la lana, ni pensarlo por bien que se venda. No sé, ese muchacho, lo que tendrá, ¿no me saldrá con alguna enfermedad grave?

Y este arrendamiento bárbaro que estoy pagando aquí por cuatro ovejas. ¡Cuándo lo van a bajar!, ¡si más tienen, más quieren!

La parición se anuncia bien; pero después, vendrá la lombriz a comérsela.

Hablan mucho de suba en la lana, pero hasta hoy ofrecen cinco pesos, como el año pasado. La majada está así no más; no sé cuando tendré siquiera un animal gordo para vender.»

El humo se ha hecho más espeso; ha invadido la pieza casi hasta el suelo; el aire es irrespirable.

El hombre deja el mate y el cigarro; se levanta, sale y va a su trabajo; el sol está alto ya, y, una vez más, se puede constatar que no por madrugar mucho, se amanece más temprano.