A lo que te criaste


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«¡Sí, señor!, ahí mismo, donde estamos, en este puesto, ha sido la primera estancia, la fundadora.

Cuando llegué, el setenta y dos, con el primer arreo que eran dos mil vacas criollazas, elegí ese sitio por la proximidad de la laguna y lo alto de la loma. Hicimos primero una cueva y la tapamos como pudimos con paja, hasta que llegaron las ovejas, tres mil, si me acuerdo bien; venía con ellas una carreta de bueyes, llena de maderas, herramientas y provisiones, y nos apuramos en edificar un buen rancho, bien rodeado de zanjas hondas y anchas, de que todavía se ven rastros y que hacían de él un fortín.

Es que entonces no era por aquí como hoy y que, más a menudo que el silbato de la locomotora, se oía el tropel de los indios...»

Habría seguido don Narciso con su tema favorito, interesante, por lo demás, -si no hubiera venido el capataz a avisar que la majada del cuadro número 6 estaba encerrada; y nos fuimos todos al corral, a seguir presenciando el recuento anual que siempre venía a hacer don Narciso, durante la semana santa, acompañado de convidados que aprovechaban los lindos días de la estación otoñal, para tomar aire de campo y cazar martinetas.

Y mientras se contaban, después de haber contado ya muchas otras, las cuarenta y pico de veces cien ovejas que desfilaban interminablemente por el angosto portillo, aspirábamos con ganas el olorcillo a asado que se nos venía desde el rancho, esperando con cierta impaciencia el momento de irnos a sentar a tomar mate, bajo los sauces.

La señora del puestero, acurrucada delante del fuego, había tendido ya el asado, apagando con el soplo las llamitas que de las brasas volvían a saltar golosas, para lamer la carne chisporroteante, cada vez que se desprendía alguna gotita de grasa. Soplaba, echando atrás la cabeza, cerrando los ojos llorosos, y tratando, por un conjunto de horribles muecas que le retorcían la cara, de esquivar el contacto del humo espeso que la envolvía.

Roció con salmuera el medio capón bien dorado, y sacando el asador del fuego, lo vino a plantar a la sombra. Colocó en la cima un trapo, servilleta común para todos los convidados, y en un cajón vacío puso tres platos enlozados y tres tenedores de hierro para los delicados, con un jarro de lata y un balde de agua recién sacada del pozo. Algunas de esas galletas, de cuya calidad se juzga por la cantidad de pedacitos en que se deshacen al golpearlas en la mesa, completaban los aprestos.

Y los cuchillos y los dedos empezaron a sacar tajadas jugosas y suculentas del asado caliente, que chorreaba grasa; y estos hombres, acostumbrados a todos los refinamientos materiales de la vida en la ciudad, mordían, medio agachados, para no ensuciar sus elegantes trajes de campo, un pedazo de carne hirviendo, agarrado con los dedos, cortando el bocado con habilidad criolla, de un tajo dado de abajo arriba.

¡Oh! todos, perfectamente lo sabían hacer, criollos y acriollados, no habiendo entre ellos ninguno capaz de tratar de cortar de arriba abajo, como estos recién llegados, que nunca han aprendido a comer con los dedos y tienen miedo de cortarse la punta de la nariz.

-«¡Alcanzá el trapo, ché!», dijo don Narciso, y limpiándose con él la boca y los dedos llenos de grasa antes de pasarlo a otro:

-«¡Qué asado rico! amigo; no hay tu tía: esto vale un Perú; déjeme con su Esportman y su Rotisería y sus platos estrambóticos. Un asado a lo que te criaste, así, al asador, no hay para mí festín igual en el mundo.»

Y tomando en el balde agua con el jarro, don Narciso se tragó como medio litro y pasó el jarro a su vecino, agregando con la misma convicción con que puede decir: «¡Qué rico vino!» Rotschild, al probar su chateau Laffite:

-«¡Qué linda agua la de este pozo!»

Ahora, con la digestión principiante, don Narciso queda pensativo, acordándose de sus años de mocedad, cuando con el lazo en el anca del caballo, las boleadoras en la cintura, el sombrero de alas anchas levantado por delante, a lo gaucho, o por detrás, a lo compadrito, de fular punzó de la India en el cuello, con el cigarro negro entre los bigotes nacientes, de chiripá, muchas veces, o de bombacha y de poncho pampa, iba recorriendo los campos, aún casi desiertos y sin valor, arreando hacienda, formando tropas, apartando en los rodeos animales extraviados o campeando lejos los porfiados que siempre querían volver a la querencia.

¿Lo a que te criaste? pero, si casi ha sido la miseria; por lo menos ha sido vida dura, vida de trabajo y de peligros, vida de penurias, de comer cualquier cosa a cualquier hora, de pasar intemperies, cocido por el sol o pasado de frío, y de dormir al raso, empapado por el agua, en el recado hediendo a sudor.

¿Lo a lo que te criaste? pero, si ha sido a sufrirlo todo y a saberlo pasar sin nada, cuando no había nada; y sin embargo, a estos tiempos que no volverán, de orgullosa y querida miseria, dedica don Narciso, sin decir nada, su más profundo sentimiento y su más tierno recuerdo.

Este dicho: «A lo que te criaste», no le sugiere a él ninguna idea de desprecio para las costumbres añejas: ¡oh! no, y daría por ellas, -si volviera también la juventud,- y su palacete en la ciudad, de piso tan pulido que no se atreve a tirar en él el pucho de los cigarros habanos que ahora fuma; y la salivadera dorada, alrededor de la cual escupe con tanta prolijidad, para hacerle el gusto a su señora; y su cocinero extranjero que no quiere oír hablar de puchero a la criolla, ni ha visto nunca un asador; y la levita de última moda, con la cual, por cierto, no alcanza a tener la elegancia que le daba su traje criollo; y el lustroso sombrero de copa alta con que ha creído deber coronar su cabeza melenuda, en señal de su alta posición; y hasta los sueltos de la vida social que anuncian al mundo atento los menores acontecimientos de su vida privada...

La digestión va en buen camino, y don Narciso, con una sonrisa:

-«¿Qué tal? don Juan Antonio; ¿no va a la Exposición de París?

Y don Juan Antonio, el pulpero, que ha venido de visita, contesta:

-«¡Qué París, ni que exposición! ¡si voy a Europa, voy a mi tierra, cerca de Vigo, en la costa, a comer sardinas frescas, con aceite, y estos chorizos, amigo, que hacen allá, tan sabrosos, con tanto ajo!»

Y casi levanta los ojos al cielo, conmovido, -el corazón está cerca del estómago,- acordándose, él también, de «a lo que se crió», y de su tierra lejana.