Humani generis redemptionem
Jesucristo, muriendo en el altar de la Cruz, logró la redención de la humanidad, y deseando inducir a los hombres, a través de la observancia de sus mandamientos, a ganar la vida eterna, no recurrió a ningún otro medio que a la voz de sus predicadores, confiándoles la tarea de anunciar al mundo las cosas que es necesario creer y hacer para la salvación. "Le agradó a Dios salvar a los creyentes a través de la necedad de la predicación"[1]. Eligió pues a los Apóstoles, y les infundió con el Espíritu Santo los dones necesarios para ese encargo: "Id, dijo, por todo el mundo y predicad el Evangelio"[2]. Y es precisamente esta predicación la que renovó la faz de la tierra. Porque si la fe cristiana convirtió las mentes de los hombres de múltiples errores al conocimiento de la verdad, y sus almas de la indignidad de los vicios a la excelencia de toda virtud, no las convirtieron de ninguna otra manera, excepto por la forma de predicar: "La fe viene de la predicación, y la predicación a través de la palabra de Cristo"[3]. De hecho, dado que por disposición divina las cosas se preservan por las mismas causas que las generaron, es evidente que la ley divina continúa el trabajo de la salvación eterna a través de la predicación de la sabiduría cristiana; y en ella se cuentan aquellas cuestiones de suma importancia que, por tanto, merecen todo nuestro cuidado y preocupación, especialmente si se ve que, de alguna manera, han perdido su autenticidad original, con detrimento de su eficacia.
Y esto es precisamente, venerables hermanos, lo que, en estos tiempos, se añade por encima de los demás a los diversos males que nos afligen. Si observamos cuántos son los que deben ser predicados, los encontramos en un número que quizá nunca fue tan grande. Pero, si al mismo tiempo, consideramos cómo son las costumbres públicas y privadas y las leyes que gobiernan a los pueblos, vemos todos los días el desprecio y el olvido de todo concepto sobrenatural; languidece el vigor severo de la virtud cristiana y, más aún, cada día se retorna a la indigna vida pagana.
Ciertamente, muchas y variadas son las causas de estos hechos: sin embargo, nadie puede negar que, lamentablemente, los ministros de la palabra no son suficientes para suministrar las medicinas para estos males. ¿ES quizás que la palabra de Dios ya no es como el Apóstol llamó viva, eficaz y más penetrante que una espada de dos filos? ¿Quizás con el tiempo y con el uso se melló la espada? Ciertamente es culpa de los ministros, que no pueden manejarlo, si a menudo pierde su fuerza. Tampoco se puede decir realmente que los apóstoles encontraron tiempos mejores que los nuestros, como si el mundo en ese momento fuera más dócil al Evangelio o menos alborotado a la ley de Dios.
Por lo tanto, conscientes del deber que el oficio apostólico nos impone y movidos por el ejemplo de nuestros dos predecesores inmediatos, creímos, en un asunto de tanta importancia, que deberíamos poner toda la diligencia para que, en todas partes, la predicación de la palabra divina vuelva a la norma dada por Cristo y las leyes eclesiásticas. En primer lugar, es necesario que busquemos, Venerables Hermanos, las causas que hacen apartarse del camino correcto. Pues bien, estas causas pueden reducirse a tres: o la predicación se confía a quienes no deberían predicar; o no se cumple este encargo con el debido propósito; o no se hace como es necesario.
De hecho, según la doctrina del Concilio de Trento, el oficio de la predicación pertenece principalmente a los obispos[4]. Ciertamente los apóstoles, a quienes los obispos sucedieron, consideraron que les pertenecía sobre todo a ellos. Así, Pablo: Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el Evangelio[5]. Los demás apóstoles proclamaron: No es correcto que dejemos de lado la palabra de Dios para servir las mesas[6].
Sin embargo, aunque este oficio es propio de los Obispos, ya que están ocupados por muchos otras tareas en el gobierno de sus iglesias, no siempre y en todos los lugares pueden ejercerlo per sí mismos, es necesario que también lo lleven a cabo a través de otros. Por lo tanto, cualquiera que, además de los obispos, ejerza esta oficio, sin duda la hace como un oficio episcopal. —Por lo tanto, esto permanece sobre todo bien establecido: no es lícito que nadie asuma el oficio de predicar por sí mismo, sino que, para ejercerlo, es necesario un mandato legítimo que nadie puede dar sino que el Obispo: ¿Cómo predicarán si no son enviados?[7]. Pues los apostóles fueron enviados, enviados por Aquel que es el Pastor supremo y Obispo de nuestras almas[8]; envió aquellos setenta y dos discípulos; y el mismo Pablo, aunque ya estaba constituido por Cristo vaso elegido para llevar su nombre ante las naciones y los reyes[9], no comenzó su apostolado hasta que los mayores, obedeciendo el mandato del Espíritu Santo: Separadme a Saúl para la obra (del Evangelio)[10], imponiéndole las manos, le enviaron. En los primeros tiempos de la Iglesia se siguió siempre esta costumbre. Por tanto todos, incluso los más eminentes en el orden sacerdotal, como Orígenes, y aquellos que posteriormente fueron elevados a la dignidad episcopal, como Cirilo de Jerusalén y los otros antiguos Doctores de la Iglesia, todos se dedicaron a la predicación bajo la autoridad de su propio Obispo.
Sin embargo, ahora, Venerables Hermanos, parece que hubiese aparecido una costumbre muy diferente. Entre los oradores sagrados no son pocos aquellos de los que se repete con justicia aquello de los que Dios se queja en Jeremías: No les había enviado a esos profetas, pero ellos corrieron solos[11]. De hecho, es suficiente que alguien, ya sea por inclinación natural o por cualquier otra razón, desee recibir el ministerio de la palabra, para que se le dé facilmente acceso al púlpito, como a una palestra en la que cada uno practique a su arbitrio Por lo tanto, os corresponde a vosotros, Venerables Hermanos, proveer para eliminar tanta perversidad; pues, como sabeis bien que un día deberéis rendir cuentas a Dios y a la Iglesia del alimento que habéis proporcionado a vuestro rebaño, no permitáis que nadie, sin vuestro consentimiento, entre en el redil y allí, según su voluntad, alimente a las ovejas de Cristo. Nadie pues en vuestras diócesis podrá predicar, a menos que haya sido llamado y aprobado por vosotros.
Por lo tanto, deseamos que cuidéis con toda vigilancia a quienes encomendáis un oficio tan santo. El decreto del Concilio Tridentino, de hecho, permite a los obispos solo esto: que elijan hombres idóneos, es decir, que sean capaces de cumplir el deber de predicar de manera saludable. Dice saludablemente -notad bien la palabra que expresa la norma en este asunto- no dice elocuentemente, ni con el aplauso de los oyentes, sino con el fruto para las almas que correponde al ministerio de la palabra divina. —Para definir con más precisión nuestros deseos, decimos que tendrési como idoneos a aquellos en quienes encontréis los signos de la vocación divina. Pues, los requisitos que se requieren para que alguien sea admitido en el sacerdocio: Nadie se apropia de este honor por sí mismo, sino uno que es llamado por Dios[12], esto mismo también es necesario para juzgar a alguién hábil y apto para la predicación. Esta vocación no es difícil de reconocer. Cristo, Maestro y Nuestro Señor, cuando estaba a punto de subir al cielo, no les dijo a los Apóstoles que, extendiéndose por todo el mundo, comenzasen inmediatamente a predicar, sino Quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos con la virtud de lo alto[13]. Por lo tanto, esta es la señal de que Dios llama a alguien a este cargo, si esta revestido con la virtud de lo alto. Sea como sea, Venerables Hermanos, podemos entenderlo por el ejemplo de los Apóstoles, ya que recibieron la virtud del cielo. El Espíritu Santo había descendido sobre ellos, - asombra en ellos cómo crecieron al ser tocados por los carismas, fueron crecieron- de hombres rudos y débiles se hicieron doctos y perfectos - de groseros y débiles que eran, de repente se hicieron eruditos y perfectos. Por lo tanto, si un sacerdote recibe la doctrina y la virtud adecuadas - siempre que tenga dones naturales necesario para no tentar a Dios -, debe considerarse que está llamado a la predicación, y no habrá motivo para que el Obispo no pueda admitirlo para este ministerio. Y esto es precisamente lo que pretende el Concilio de Trento cuando establece que el Obispo no permita predicar a nadie que no esté bien probado por la moral y la doctrina [14]. Por lo tanto, es deber del Obispo asegurar, debido a su larga y precisa experiencia, cuánta es la ciencia y la virtud de aquellos a quienes cree que debe confiar el oficio de predicar. Y si actuase en esto de un modo remiso y negligente, faltaría a un deber muy serio, y la culpa del predicador ignorante, y el escándalo y el mal ejemplo que causase, caería sobre él.
Pero para facilitaros, Venerables Hermanos, el cumplimiento de vuestra obligación en este asunto, queremos que, de ahora en adelante, todos aquellos que soliciten la facultad de predicar se somentan a un doble y severo examen, sobre sus costumbres y su ciencia, igual que se hace para los que reciben la facultad de confesar. Y quien en uno u otro campo sea deficiente, sin ninguna consideración, quede excluido como inadecuado para este ministerio. Vuestra dignidad lo exige, porque, como dijimos, los predicadores actuan en vuestro lugar; el bien de la santa Iglesia lo exige, en el cual, pues si alguien debe ser sal de la tierra y luz del mundo[15], principalmente ha de serlo quien está ocupado en el ministerio de la palabra. Después de considerar cuidadosamente estas cosas, puede parecer superfluo proceder a explicar cuál debería ser el propósito y la forma de la predicación sagrada. De hecho, si la elección de los oradores sagrados se realiza de acuerdo con la regla mencionada anteriormente, ¿cómo podemos dudar de que aquellos que están adornados con las cualidades requeridas no proponen, en la predicación, un fin digno y no siguen una manera digna? Sin embargo, es útil resaltar a estas dos cuestiones, para que todo aparezca mejor porque, a veces, falta ern algunos el ideal del buen predicador.
Lo que se requeriere a los predicadores para cumplir su oficio es entender que pueden y deben decir de sí mismo lo que San Pablo escribió: Somos embajadores de Cristo[16]. Por tanto, si son embajadores de Cristo, en el cumplimiento de su embajada deben desear, en la legación que realizan, lo que Cristo pretendía al encomendársela; esto es, lo que Él mismo se propuso mientras vivió en la tierra. Los Apóstoles, y después de los Apóstoles los predicadores, no son enviados a otra misión que la de Cristo: Como el Padre me envió, yo también os envío[17]. Y sabemos por qué Cristo bajó del cielo, pues declaró abiertamente Yo a esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad[18]. He venido para que tengáis la vida[19].
Por lo tanto, aquellos que ejercen la predicación sagrada deben apuntar a una cosa y a la otra, es decir, a difundir la verdad revelada por Dios y a despertar y alimentar la vida sobrenatural en aquellos que los escuchan; en una palabra, a promover la gloria de Dios, luchando por la salvación de las almas. Pues, tal como sería incorrecto llamar a un médico que no practica la medicina, o un maestro de cualquier arte que no enseñe ese arte, así quien al predicar no procura llevar a los hombres a un conocimiento más completo de Dios y conducirlos a la eterna salvación, se puede considerar un vano declamador, no un predicador evangélico. ¡Y acaso no hay algunos de esos declamadores! Principalmente ¿por qué se dejan llevar? Algunos por la avaricia de la gloria humana y para satisfacerla «tratan de decir cosas más altas de lo adecuado, generando en las inteligencias débiles admiración por ellos mismos, no operando su salvación. Se avergüenzan de decir cosas humildes y sencillas, para que no parezca que solo saben esas cosas... Se avergüenzan de dar leche a los infantes»[20]. Cuando el Señor Jesús, por la humildad de los oyentes, quería mostrarse como aquel que se esperaba: Los pobres son evangelizados[21], ¿qué cosas no maquinan estos hombres para obtener renombre al predicar en los púlpitos de las grandes ciudades y de los principales templos? Y puesto que entre las cosas reveladas por Dios hay algunas que atemorizan la debilidad de la corrupta naturaleza humana y, por lo tanto, no son adecuadas para atraer multitudes, cautelosamente no hablan y tratan temas en los que, salvo por la naturaleza del lugar, nada hay sagrado. Tampoco es infrecuente que, en medio de un discuso sobre las verdades eternas, se deslicen a la política, especialmente si algo de este tipo fascina fuertemente las mentes de los oyentes. Esto solo parece ser su preocupación: complacer a los oyentes y complacer a aquellos que, según San Pablo, tienen el prurito de oir novedades[22]. De ahí ese gesto, no tranquilo y serio, sino como se suele actuar en un escenario y en mitín; de ahí esas patéticas modulaciones de voz o la trágica impetuosidad; de ahí esa forma de hablar propio de la prensa; de ahí esa abundancia de citas extraídas de escritores impios y acatólicos, y no de las Sagradas Escrituras o de los Santos Padres; de aquí, finalmente, ese dar tantas vueltas con las palabras que encontramos en la mayoría de ellos y que sirve para embotar los oídos y mover a admiración a los oyentes, pero no les proporciona nada bueno para llevar a casa. Es realmente increíble cuántos predicadores caen en este engaño. También obtienen el elogio de los tontos, a quienes buscan con tanto esfuerzo y no sin profanación; pero ¿vale la pena, cuando con esto encuentran el reproche de todos los sabios y, lo que es más, el juicio tremendo y severísimo de Cristo? Sin embargo, Venerables Hermanos, no todos los predicadores que se desvían de las buenas reglas buscan solamente los aplausos en la predicación. La mayoría de las veces, aquellos que usan manifestaciones de este tipo lo hacen para lograr un propósito aún menos honesto. De hecho, olvidando las palabras de San Gregorio: «El sacerdote no predica para comer, sino que debe comer para predicar»[23], hay muchos que, sintiendo que no son adecuados para otros oficios de los que podrían obtener una vida digna, se entregaron a la predicación, no para ejercer adecuadamente este ministerio sagrado, sino buscando sus intereses. Por lo tanto, vemos que todo el cuidado de estas personas no se dirige a buscar dónde se puede esperar más fruto para las almas, sino dónde predicando se puede ganar más.
Dado que no se puede esperar de tales hombres más que daño y deshonra para la Iglesia, Venerables Hermanos, deben vigilar con toda diligencia para que, si descubris a alguien que hace que la predicación sirva en su propia gloria o en su interés, lo remováis sin demora de ese miniserio. De hecho, quien no teme profanar lo que es tan sagrado con tan perversos propósitos, ciertamente no dudará en caer en toda indignidad, extendiendo una mancha de ignominia no solo sobre sí mismo, sino también sobre el mismo ministerio sagrado que tan indignamente realiza.
Y se debe usar la misma severidad contra aquellos que no predican adecuadamente, por descuidar los requisitos necesarios para llevar a cabo bien este ministerio. Lo que son estos, lo enseña con el ejemplo aquel que es conocido por la Iglesia como el Predicador de la verdad, el Apóstol Pablo: ojalá tuviésemos, para beneficio de Dios misericordioso, muchos más predicadores como él.
Entonces, lo primero que aprendemos de Pablo es qué bien preparado e instruido comenzó a predicar. No hablamos aquí de los estudios que se había preparado diligentemente bajo la guía de Gamaliel. De hecho, la ciencia infundida en él por revelación oscureció y casi abrumaba lo que había obtenido por sí mismo: aunque esta también lo benefició enormemente, como se desprende de sus Cartas. La ciencia es absolutamente necesaria para el predicador, como ya dijimos; quienes se ven privados de su luz, se equivocan fácilmente, según la justisima sentencia del Concilio IV de Letrán: «La ignorancia es la madre de todos los errores». Sin embargo, con la palabra ciencia no nos referimos a ninguna rama del conocimiento humano, sino al conocimiento que es propio del sacerdote lo que supone, para resumirlo en pocas palabras, el conocimiento de sí mismo, de Dios y de sus deberes: de sí mismo, decimos, para que todos dejen de lado sus propias ventajas personales; de Dios, para que pueda guiar a todos a conocerlo y amarlo; de los deberes, porque los observa y enseña a observarlos. Si esta falta, la ciencia de las demás cosas "hinchar" y no aprovecha para nada.
Pero veamos mejor cuál fue la preparación interna en el Apóstol. En este sentido, tres cosas deben considerarse sobre todo. Lo primero, que San Pablo se abandonó por completo a la voluntad divina. De hecho, mientras se dirigía a Damasco, tan pronto como fue alcanzado por la llamada del Señor Jesús, estalló en la conocida exclamación, digna del Apóstol: Señor, ¿qué quieres que haga?[24]. Por el amor de Dios, inmediatamente comenzó a considerar con indiferencia, como siempre hacía después, trabajar y descansar, la escasez y la abundancia, la alabanza y el desprecio, vivir y morir. Sin duda, por esto él ha tenido tanto éxito en el apostolado, por someterse con total obediencia a la voluntad de Dios. De la misma manera, por lo tanto, sirva sobre todo a Dios todo predicador que quiera empeñarse en la salvación de las almas; no se preocupe por los oyentes, el éxito o los beneficios que conseguirá; en fin, no se busque a sí mismo, sino solo a Dios.
Además, este propósito de servir solo a Dios requiere un espíritu dispuesto a soportar, como para no sustraerse a ningún esfuerzo y a ninguna molestia. En esto, Pablo fue digno de toda alabanza. De hecho, habiendo dicho al Señor acerca de él, Le mostraré cuánto tendrá que sufrir por mi nombre[25], aceptó todos los problemas con tal fuerza de voluntad para escribir: Estoy lleno de consuelo, impregnado de alegría en toda nuestra tribulación[26]. En verdad, si sobresale en el predicador esta disposición al trabajo, purificándolo de lo que en él es humano y reconciliandole con la gracia de Dios necesaria para obtener buenos frutos, entonces es increíble cuán meritorio resulta su trabajo a los ojos del pueblo cristiano. Por el contrario, poco es capaz de influir en las conciencias aquellos que, donde quiera que vayan, buscan las comodidades de la vida más que lo justo y, fuera de sus sermones, casi ignoran cualquier otra tarea del ministerio sagrado, tanto que parece que cuidan más su propia salud que el del bien de las almas.
De hecho, tan pronto como Pablo fue llamado al apostolado, comenzó a orar a Dios, mientras leemos: He aquí, él está orando[27]. En realidad, la salvación de las almas no se obtiene con la abundancia de palabras o con el ardor del habla: el predicador que se limita a estos medios no es más que bronce que resuena o golpear de platillos[28]. Lo que da fuerza a las palabras del hombre y las hace admirablemente efectivas para la salvación es la gracia divina: Dios dio el incremento[29]. Pero la gracia de Dios no se obtiene con estudio ni con arte, sino con oraciones. Por tanto, quien poco o nada se dedica la oración, inutilmente gasta su trabajo y su empeño en predicar, porque ante Dios no habrá beneficio ni para sí ni para los oyentes.
Para concluir brevemente lo que venimos diciendo hasta ahora, citaremos estas palabras de San Pedro Damian: «Dos cosas son absolutamente necesarias para el predicador: que rebose de doctrina espiritual y que su vida brillecon verdadera religiosidad. Si un sacerdote no puede tener ambas cosas al mismo tiempo, es decir, ser de vida ejemplar y rico en doctrina, indudablemente una vida buena es mejor que la doctrina ... Vale más la claridad del ejemplo que la elocuencia o la precisión elegante de los discursos ... Es necesario que el sacerdote dedicado a la predicación esté impregnado de sabiduría espiritual y brille en la vida de la luz religiosa: similar a ese ángel que, anunciando el nacimiento del Señor a los pastores, brilló con maravilloso esplendor y expresó con palabras la alegre noticia»[30]. Pero, para volver a Pablo, si tratamos de saber qué temas trataba en su predicación, los resume en esta expresión: De hecho, pensé que no sabía nada más, entre vosotros, excepto Jesús, y este crucificado[31]. Trabajó con todo el fervor del alma de apóstol para que los hombres conocieran a Jesucristo más y mejor, y no lo conocieran tanto por las cosas que tenían que creer como por las cosas que tenían que vivir. Pues predicó todos los dogmas y preceptos de Cristo, incluso los más severos, sin ninguna reticencia ni suavización: habló de humildad, abnegación, castidad, desprecio por las cosas terrenales, perdón de los enemigos, y otros temas similares. Tampoco tuvo miedo de proclamar que es necesario elegir entre Dios y Belial, ya que no es posible servir a ambos; que todos, tan pronto como dejen esta vida, deben tener un juicio terrible; que con Dios no es posible transigir: o se espera la vida eterna si se observa toda la ley, o bien tendrá que temer al fuego eterno quien, para satisfacer las pasiones, ha descuidado su propio deber. El Predicador de la verdad nunca pensó que debería abstenerse de estos argumentos porque, dada la corrupción de los tiempos, podrían parecer demasiado severos para aquellos a quienes hablaba.—Está claro, por tanto, que se deben desaprobar aquellos predicadores que, para no molestar a los oyentes, no se atrevan a tocar ciertos temas de la doctrina cristiana. ¿Quizás el médico le dará remedios inútiles al paciente si rechaza los útiles? Por lo demás, en esto se mostrará la virtud y habilidad del orador, si logra que las cosas que son ingratas se hagan agradables al exponerlas.
¿Cómo explicaba el Apóstol lo que había recibido? No con las palabras persuasivas de la sabiduría humana[32]. ¡Qué importante es, Venerables Hermanos, que esto sea bien entendido por todos, ya que no pocos oradores sagrados descuidan las Sagradas Escrituras, los Padres y Doctores de la Iglesia, los argumentos de la teología sagrada, y usan casi exclusivamente el lenguaje de la razón! Ciertamente es un error, ya que los pequeños argumentos humanos no son productivos en el orden sobrenatural.—Si a este criterio se opone: no se puede dar crédito al predicador que usa solo las verdades reveladas.—¿Es esto realmente cierto? Sea en todo caso para los no católicos, aunque el Apóstol predicó a Cristo crucificado también a los griegos, que buscaban la sabiduría de este mundo[33]. Pues si dirigimos nuestros ojos a las poblaciones católicas, incluso aquellos que se han alejado de nosotros retienen la raíz de la fe, pero sus mentes están cegadas porque tienen un corazón corrupto.
Finalmente, ¿con qué espíritu predicó Pablo? No para complacer a los hombres, sino a Cristo: Si complaciese a los hombres, ya no sería un siervo de Cristo[34]. Con el alma toda iluminada con la caridad de Cristo, nada buscaba sino la gloria de Cristo. Que la Providencia quiera que todos los que trabajan en el ministerio de la palabra amen verdaderamente a Jesucristo y hagan suyas las palabras de Pablo: Por amor a él (Jesucristo), consideré todas las cosas como basura[35] y Mi vivir es Cristo[36]. Solo aquellos que arden con amor pueden inflamar a otros. Por esta razón, San Bernardo aconseja al predicador: «Si eres sabio, trata de ser una concha no un canal»[37]. Es decir: tú mismo debes estar lleno de lo que dices y no te contentes con comunicarlo a los demás. «Pero, como dice el propio Doctor, hoy en la Iglesia tenemos muchos canales y muy pocas conchas»[38].
Para que esto no suceda en el futuro, debéis comprometeros con todas vuestras fuerzas, Venerables Hermanos, rechazando los indignos y eligiendo, preparando, guiando a los idóneos para formar predicadores, cuanto más sea posible, de acuerdo con el corazón de Dios. Que el misericordioso Pastor eterno Jesucristo, por intercesión de la Santísima Virgen, augusta Madre del mismo Verbo encarnado y Reina de los Apóstoles, dirija su mirada hacia su rebaño y, reviviendo el espíritu de apostolado en el Clero, asegúrese de que hay muchos que buscan «comparecer ante Dios como trabajadores inconfundibles, que saben usar la palabra de verdad con dignidad»[39].
En señal de los dones divinos y como testimonio de nuestra benevolencia, impartimos con todo afecto la Bendición Apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, a su clero y al pueblo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de junio de 1917, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, el tercer año de nuestro pontificado.
Referencias
editar- ↑ 1 Cor 1,21.
- ↑ Mar 16,16.
- ↑ Rom. 10, 17.
- ↑ Sess. XXIV, De Reforma, c. IV..
- ↑ 1 Cor., 1, 17.
- ↑ Act., 6, 2.
- ↑ 1 Petr., 2, 25.
- ↑ 1 Petr., 2, 25.
- ↑ Act., 9, 15.
- ↑ Act., 13, 2.
- ↑ Ierem., 23, 21.
- ↑ Hebr, 5, 4.
- ↑ Luc., 24, 49.
- ↑ Loc. cit.
- ↑ Matth., 5, 13, 14.
- ↑ 2 Cor., 5, 20.
- ↑ Ioan., 20, 21
- ↑ Ibid., 18, 37
- ↑ Ibid., 10, 10.
- ↑ Gillebertus Ab., In Cant. Canticor. serm. XXVII, 2.
- ↑ Matth., 11, 5.
- ↑ 2 Tim., 4, 3.
- ↑ In I Regum, lib. III.
- ↑ Act., 9, 6.
- ↑ Ibid., 9, 16
- ↑ 2 Cor., 7, 4.
- ↑ Act., 9, 11.
- ↑ 1 Cor., 13, 1.
- ↑ Ibid., 3, 6.
- ↑ Epp. lib. I, Ep. I ad Cinthium Urbis Praef.
- ↑ 1 Cor., 2, 2.
- ↑ Ibid., 2, 4.
- ↑ 1 Cor., 1, 22, 23.
- ↑ Gal., 1.10
- ↑ Philip., 3, 8.
- ↑ Ibid., 1, 21.
- ↑ In Cant. serm. 18.
- ↑ Ibid.
- ↑ 2 Tim., 2, 15