Huellas literarias/Del arte de hacerse genio
Del arte de hacerse genio
Como principio quieren las cosas, también el genio tiene que empezar de algún modo, y empieza generalmente en verso, sonoro y huero, ajustado a la poesía de forma, de puro artificio, no a la verdadera poesía que, según Musset, está en el alma como el ruiseñor en el ramaje... Tirada de versos en uno de los periódicos anodinos, y en seguida un bombo de una de las innumerables clases que se estilan.
Por ejemplo (de puño y letra del genio):
«El joven y ya distinguido poeta don Fulano, autor de la preciosa poesía que publicó ayer El Cencerro, ha tenido la inmensa desgracia de perder a su señora madre, doña Josefa, modelo de virtudes y fiel esposa de D. Juan Nepomuceno, del mismo apellido del poeta, a quien enviamos nuestro más sentido pésame.»
Cuando el genio se nota crecido pone a pienso un crítico cualquiera, un crítico eunuco y convencido de que no puede crear nada. El genio no sabe andar solo. Orador, novelista, dramaturgo, o lo que sea, necesita indispensablemente, a guisa de bastón, un crítico para los estrenos. Con él se levanta, con él se pasea y con él se acuesta... Frente a frente se acarician.
-¡Qué grandilocuente tu artículo de ayer, Rafael!
-¡No hay crítico como tú, Baltasar!
-¡Mucho te quiero, Rafael!
-¡Más yo a ti, querido Baltasar!
Separados, el crítico dice del articulista que es un animal, y el articulista dice del crítico que es un imbécil.
Con diligencia verdaderamente maternal, el genio prepara el canastillo de sus obras.
En los días anteriores y posteriores al acto de dar a luz no descansa el crítico adjunto en la tarea de colocar sueltos en honor del genio. Se le hinchan los pies, se le revientan los sabañones, se vuelve tonto (es decir, más que es), porque el genio es una especie de buzón sin fondo que traga sin cesar sueltos y artículos. Baltasar hace más: coloca al azar y con astucia una porción de embustes.
«Ese Rafael, ¡qué suerte tiene! Mil daretes anticipados le dieron ayer por su libro.»
«¡Qué suerte tiene Rafael! Moya, Suárez Figueroa y Mellado andan por ahí, locos, pidiéndole artículos.»
«¿No sabéis lo de anoche?... Que Rafael fue El Imparcial, y Gasset le rogó que escribiera algo, y Rafael contestó que sí, y Gasset dijo tocando el timbre: -Que se detenga la confección del periódico. El Sr. Rafael va a escribir una cosa.»
No satisfecho con la labor de su crítico, que viene a ser una dame de compagnie, el genio da a diestro y siniestro sablazos bibliográficos.
¿Sabe que X, por ejemplo, es de Extremadura? Pues le envía de regalo unos chorizos del cagalar (que así se llaman), con una carta suplicándole el panegírico correspondiente. Prepara al crítico de Covadonga como quien prepara un toro viejo para que no embista, pasándole las manos por el lomo, levantándole el rabo, besándole allí...
Asedia a los directores de los periódicos.
-¿Cuándo va usted a decir algo de mi libro?... Baltasar hará el artículo sin firma, porque ya ha firmado cuatro, si no tiene usted tiempo...
-¡Que no se olvide usted de mi libro!... Está en el café; ve entrar a un redactor de tijera, macilento, arestinoso, con mataduras de puro flaco (como que ya no sabría llevarle a la boca un pedazo de carne) y le llama cariñosamente:
-¡Oye, crítico incivil! Bebe una copita con nosotros... ¿De qué la quieres?
(El redactor no bebería; se comería un buey o un genio, pero pide modestamente un cognac... con media tostada).
Ya sabes que he publicado una obra. Es una colección de mis mejores trabajos... Los hay serios, festivos, naturalistas, románticos, para todos los gustos. Pero oye, pide otra tostada. ¿Que no? Vamos, hombre, ¡si sabremos lo que es hambre! (Al mozo: -Otra tostada para el caballero). Pues sí, he publicado una obra, y necesito que me la menees un poco...
Otras veces no es un redactor de media tostada, sino un amigo independiente de carácter, un ogro literario.
-Nada me has dicho de mi libro.
-¡Como que no lo he leído!
-Te recomiendo este artículo (saca el volumen), que es de tu género. Tiene mucha gracia; verás...
(Durante la lectura, el amigo se hace cosquillas en los sobacos y en la barriga, sin conseguir reírse.)
Por encima de los puentes colgantes que tiende de uno a otro periódico, adulando a tal crítico que le inspira recelo, y subvencionando con media tostada a tal otro que se ha puesto en venta, el genio pasa un día, un mes, un año a gatas por las redacciones, con la nariz pegada a los faldones de los directores, y consigue al fin, a fuerza de bombos y vilipendios, sonar como genio... en provincias, porque en Madrid estamos en el secreto.
Recuerdo todavía los disgustos que pasé en la Coruña por convencer a sus buenos vecinos de que no era genio un señor don Héctor que estuvo allí fletando barquitos para telegrafiar a Madrid que salían todos los botes de la bahía a recibirle como si fuera un Nelson. Mucha elocuencia me hicieron gastar aquellas regatas literarias, que tenían algo de sorprendentes.
En Madrid -sépanlo los incautos provincianos- no hay más que un genio, que vale por dos, como cada mujer chilena: Castelar, genio de la palabra (y también de la pluma), que vivirá como los Mirabeau, Burke, Pitt, etcétera; y más que ellos.
Todo lo demás... miseria y compañía.