Historia general de la República del Ecuador I: Discurso introductorio

Idea general acerca de la Historia.- Moral de la Historia.- Leyes históricas.- Condiciones que debe tener una historia general de la República del Ecuador.- Épocas de nuestra historia.- Carácter de cada una de ellas.- Documentos históricos.- La Historia no puede prescindir en ningún caso de las creencias religiosas de los pueblos.- Enseñanzas morales de la Historia.


Modos y formas de trabajo en la colonia

Escribir la historia de un pueblo es narrar su origen, sus adelantos, sus vicisitudes y los caminos por donde ha llegado al punto de grandeza o de decadencia moral, en que lo encontró el historiador en el momento en que emprendió su narración. En la vida de los pueblos hay edades diversas, como en la vida de los individuos; pues nacen, prosperan y decaen, cual si recorrieran, como el individuo, los días apacibles de la infancia, los momentos fugaces de la juventud y las molestas jornadas de la ancianidad.

De la reunión de complicadas circunstancias nace la prosperidad o decadencia de un pueblo: la condición del suelo en que vive, sus ocupaciones necesarias, las razas diversas de que está formado, las relaciones que las unen, sus hábitos de vida y, más que todo, las creencias religiosas, son los elementos que contribuyen a la prosperidad o a la decadencia de un pueblo. Ninguno de esos elementos ha de perder de vista el historiador, si quiere acertar en el juicio que forme de la vida del pueblo, cuya historia pretenda narrar.

La historia ha de ser una enseñanza severa de moral, presentada a las generaciones venideras en los acontecimientos de las generaciones pasadas. El criterio del historiador ha de ser recto, inspirado en la sana moral, ilustrado con las luces de una filosofía elevada, y justo, mediante su adhesión inquebrantable a los principios religiosos de la Iglesia católica. Semejante criterio histórico es el que seguiremos en la narración de la historia de la nación ecuatoriana, sin apartarnos ni en un ápice de la verdad ni de la justicia.

La historia, como enseñanza moral, es una verdadera ciencia, que tiene un objeto nobilísimo, cual es hacer palpar a los hombres el Gobierno de la Providencia divina en las sociedades humanas.

El hombre, como ser racional, está dotado de libre albedrío y es señor de sus propios actos; pero, como criatura contingente y perecedera, no puede menos de estar sujeto a la voluntad soberana del Criador, que, dándole libertad, le ha impuesto también leyes, a las que debe someterse dócilmente. El Gobierno de la Providencia y el uso que el hombre hace de su libertad explican satisfactoriamente los secretos de la vida de los pueblos, y las causas de su engrandecimiento o decadencia en la sucesión de los tiempos.

Lo que no acertaba a explicar la filosofía antigua, y lo que hoy no quiere comprender la filosofía moderna (que ha renegado de las enseñanzas católicas), lo explica sencillamente el sentido común, guiado por los dogmas cristianos. Veamos, pues, cómo esta porción de la familia humana, que llamamos República del Ecuador, ha cumplido hasta ahora su destino providencial en el tiempo.

La configuración física de la tierra, sus condiciones determinadas para el desarrollo de la vida humana, la situación que ocupa en el globo respecto a los demás puntos habitados por el hombre, y las ventajas o desventajas que ofrezca para el mutuo comercio y trato de unos pueblos con otros, todo influye en la vida de una Nación; y el historiador concienzudo no ha de perder de vista ninguna de estas circunstancias, al parecer insignificantes, si quiere conocer él mismo y dar a conocer a los lectores la verdadera fisonomía moral y carácter distintivo de un pueblo. ¿Cómo podrá el historiador trazar, con mano segura, los rasgos característicos de un pueblo, si ignora las condiciones físicas del lugar en que ese pueblo tiene su residencia? ¿Cómo lo retratará fielmente, si prescinde por completo de las condiciones físicas de la tierra, donde ha vivido el pueblo, cuya existencia es el objeto de su narración? Antes podría haber prescindido la Historia de las condiciones físicas de los lugares en que han hecho los pueblos su mansión; ahora la crítica histórica principia por conocerlas, y la Historia no las pierde de vista ni un momento, en la exposición de los acontecimientos que cuenta a la posteridad.

De mas punto imposible es fijar la época, en que principiaron a ser pobladas por el hombre las tierras ecuatorianas. Por inmigraciones sucesivas debió llegar, por el lado del Pacífico, la mayor parte de los primitivos pobladores: la diversidad de origen pudiera deducirse, acaso, de la variedad de idiomas nativos de los pobladores, pero la filología no ha estudiado aún los restos de los idiomas que hablaban las tribus indígenas cuando la conquista de los incas; y el historiador ha de limitarse a conjeturas más o menos fundadas, según los datos en que las apoye, al trazar el cuadro de las instituciones, leyes, usos y costumbres de las antiguas razas indígenas que poblaban estas regiones.

La historia de las primitivas razas ecuatorianas ha sido muy desatendida por todos los historiadores, así antiguos como modernos; pues la raza de los incas es la que les ha llamado la atención, y de las otras no han hablado sino como de paso, y en cuanto se relacionaba con aquélla. No obstante, la Historia debe investigar cuál era el estado de civilización o de barbarie en que se encontraban las primitivas razas ecuatorianas, cuando los hijos del Sol conquistaron estas provincias: se ha de estudiar la influencia de la nación conquistadora sobre las tribus conquistadas, sin desatender de ninguna manera la que las parcialidades subyugadas ejercieron, a su vez, sobre sus dominadores. El dominio de los incas fue relativamente de corta duración en las provincias ecuatorianas; y las naciones antiguas no llegaron a perder ni su carácter original ni su fisonomía propia. Ésta es una de las épocas más laboriosas para el historiador, por lo que respecta a las investigaciones; pero la más estéril, en cuanto a resultados satisfactorios.

Con el descubrimiento y la conquista principia positivamente la verdadera historia ecuatoriana: no es ya el conocimiento de una nación bárbara, sino la lucha entre la raza conquistadora europea y la raza indígena, que iba a sucumbir, lo que llama la atención del historiador. ¿Qué fue la conquista, sino la lucha entre dos razas, distintas en usos, religión, leyes y costumbres? ¿Qué fue, sino la lucha entre dos civilizaciones, que, de repente, se pusieron en contacto, quedando vencida la una y vencedora la otra? No podría, pues, conocerse bien ni apreciarse el mérito de la conquista, si no se conocieran bien los dos pueblos, las dos razas: la ibérica, descubridora de estos países, y conquistadora y dominadora invicta de ellos; y la indígena, que todavía vive en medio de nosotros, conservando casi intacto su carácter propio, con su lengua nativa y sus inalterables costumbres.

La historia de la conquista exige un ilustrado y muy imparcial criterio filosófico, y es el punto en que más delicado y escrupuloso debe ser el historiador, huyendo de todo sistema, para no decir más que la verdad. Hay compromisos de escuela, que obligan a los historiadores a expresarse de una manera determinada, halagando las pasiones en vez de corregirlas, bastardeando los instintos populares en vez de purificarlos.

Durante el gobierno de la colonia el Ecuador forma una provincia subalterna, dependiente unas veces del virreinato del Perú, y otras del virreinato de Bogotá; pero no deja de prosperar, aunque muy lentamente. Las guerras civiles, que siguieron a la conquista del Perú, trastornaron de tal manera el imperio de los incas, que los mismos conquistadores no podían menos de lamentar, viendo el estado de corrupción a que en breve tiempo habían llegado los indios. Este efecto desmoralizador de las guerras civiles fue más prolongado en el antiguo reino de Quito, por la falta que hubo al principio de una autoridad, firme y vigorosa. La colonia casi estuvo abandonada a sí misma, y la acción benéfica de la autoridad de los virreyes de Lima era punto menos que de solo nombre para los hijos de los conquistadores en estas comarcas, tan apartadas de la metrópoli del virreinato, y de tan ásperos y difíciles caminos. A este mal se intentó poner remedio con la fundación de la Real Audiencia.

La colonia adquirió nueva importancia. El Obispado en lo espiritual y la Audiencia en lo temporal contribuyeron a darle mayor orden, y por consiguiente, más seguras garantías de moralidad. La moralidad social era en aquellos tiempos el único elemento de vida que necesitaba la naciente colonia. Mas, ¿cómo podría haber habido moralidad social, donde no había autoridad? Los conquistadores se acostumbraban fácilmente a la vida aventurera, se disgustaban del ocio del hogar y tenían repugnancia al trabajo. Por otra parte, las ideas caballerescas, llevadas hasta la exageración, contribuyeron poderosamente a viciar el noble carácter de los hidalgos castellanos, que en las colonias de América hacían consistir la limpieza de la sangre en vivir holgadamente, haciéndose servir por los indios, y mirando con desdén la profesión de las artes mecánicas y la consagración al trabajo, que ennoblece y dignifica el ánimo. Las venganzas personales y la emulación pusieron, más de una vez, en aquellos tiempos la administración de justicia a merced de pasiones desvergonzadas.

La predicación del Evangelio era el gran fin que traían los sacerdotes, cuando salían de la Península para venir a las Indias. La Historia no podrá desconocer nunca la saludable influencia que los sacerdotes, y principalmente los religiosos, ejercieron sobre los conquistadores: el corazón del soldado, de suyo cruel, se dejaba arrebatar fácilmente por las pasiones feroces de la cólera, de la venganza; y, endureciéndose cada día más en las guerras tenaces de la conquista, habría acabado por sacrificar sin piedad a la inerme raza vencida, si el sacerdote no hubiera estado allí, a su lado, para moderarlo. La fundación de numerosos conventos, la erección de obispados, la catequización de los indios en las doctrinas, y el establecimiento de bien organizadas misiones en los inmensos bosques del Napo, del Putumayo y del Marañón, harán siempre honor al Gobierno de los reyes de España en estas comarcas. Los obispos eran los moderadores de las costumbres y los ministros de la paz y de la doctrina evangélica. Tuvo la felicidad el antiguo reino de Quito de poseer entre sus obispos no pocos varones egregios, enriquecidos de virtudes verdaderamente apostólicas, que pastorearon esta porción de la grey del Señor con pasto de enseñanza saludable, así por la vigilancia en extirpar el error, como por el celo de promover el bien, yendo delante de todos con el ejemplo de su vida santa.

Religiosos hubo también doctos y de virtudes nada comunes; y en el clero secular no faltaron sacerdotes eminentes por su saber y el ejemplo de sus virtudes. El culto se practicaba con un esplendor y un lujo admirables: las fiestas religiosas eran frecuentes y magníficas, siendo lo más digno de ponderación que el pueblo tomaba mucha parte en ellas y las consideraba como regocijos comunes. El pueblo durante el año eclesiástico seguía la sucesión de las festividades religiosas, haciendo de ellas sus fiestas nacionales. Verdad es que se echaba de menos el espíritu interior, sin el cual las sagradas ceremonias del culto público se reducen a meras prácticas exteriores, o a espectáculos devotos, que entretienen pero no moralizan. Así, las fiestas religiosas se solemnizaban con danzas profanas, con corridas de toros, con entretenimientos pecaminosos, sin que nadie cayera en la cuenta de la chocante contradicción que había entre lo puro, lo ortodoxo de las creencias especulativas, y lo supersticioso de muchas prácticas exteriores.

Las familias religiosas pronto degeneraron del espíritu de fervor y observancia de sus respectivos institutos, y los escándalos, llegando a ser demasiado frecuentes y públicos, perdieron casi por completo ante los fieles el carácter de escándalos. El público se acostumbró al escándalo; y hasta se oscureció la lucidez de ese criterio moral práctico, tan recto, tan justo, que es el distintivo de los pueblos católicos.

El deseo de adquirir bienes cuantiosos fue general en todos los regulares; y ni la autoridad real pudo ponerle coto. Los monasterios se multiplicaron con exceso, la disciplina monástica desapareció de los conventos, y las casas de oración abrieron sus puertas al lujo y a la holganza, que se hospedaron como de asiento en ellas. Entre tanto, la marcha de las ideas iba tomando un rumbo muy peligroso; y cuánto habían cambiado los tiempos se vio con la expulsión de los padres jesuitas, llevada a cabo no sólo con grande facilidad, sino hasta con la aprobación de no pocas personas así eclesiásticas como seculares.

Este hecho es trascendental y señala el comienzo de una época moral enteramente nueva la decadencia de los estudios fue el inmediato resultado de la expulsión de los jesuitas; la destrucción de las misiones de infieles no se hizo aguardar mucho tiempo; y ni los grandes esfuerzos de la Corona por sostenerlas fueron parte para librarlas de su completa ruina.

Los cuantiosos bienes de los jesuitas, pasando a manos de individuos particulares, produjeron en el territorio de la antigua Audiencia de Quito una transformación social, creando la nobleza acaudalada, a cuyas manos no tardó en pasar la dirección de la sociedad.

Cuando en estas provincias se fomentaba la industria de los tejidos de lana y de algodón, la ganadería y el comercio entretenían en la abundancia hasta a las más pequeñas poblaciones. El comercio libre ocasionó la competencia, fueron decayendo rápidamente los obrajes, y la industria desapareció, sin que el gobierno colonial acertara a dar al país otro medio de riqueza.

El cultivo del cacao tenía tantas trabas y tantos obstáculos, que ese producto generoso de la tierra ecuatoriana, apenas era exportado en cantidades exiguas a ciertos y determinados puertos de México: la explotación de las quinas y cascarillas se principió a fines del siglo pasado; y ya desde entonces se previeron los resultados que había de producir y el término a que no tardaría en llegar.

Injusta sería toda queja contra el gobierno colonial, si consideráramos la administración de la cosa pública desde el punto de vista en que se colocaban nuestros mayores; pero la moral tiene principios eternos e invariables, y, mediante ellos, hemos de examinar la marcha de la sociedad en los tiempos antiguos. El orden de los procesos, la tramitación legal, pausada y tortuosa, y la enorme distancia de los tribunales supremos, conservaban a las colonias en un estado moral muy atrasado, por falta de una buena administración de justicia; pues el fallo tardío de la Corte era una positiva garantía de impunidad para los delincuentes. Por otra parte, si las leyes dictadas por los soberanos eran buenas, si las sentencias pronunciadas por la Corte eran justas; aquí, en las colonias, se echaba de menos ordinariamente un brazo vigoroso que hiciera observar las leyes y cumplir las órdenes del soberano. En fin, medidas, que la ley había adoptado para garantizar a todos la recta administración de justicia, se convertían a menudo en fuente de abusos.

La división entre criollos y españoles europeos llegó a ser enconada rivalidad: los europeos despreciaban a los nacidos en estas partes; y asimismo los americanos odiaban en su corazón a los extranjeros. Como los naturales de Indias no podían obtener cargos ni empleos en su propia patria sino muy raras veces, el estímulo para el mérito casi no existía; y de ahí esa creciente ambición de sacudir el yugo de la metrópoli y emanciparse del Gobierno de España. Este deseo hervía en todo pecho americano; sólo faltaba la ocasión propicia para ponerlo en culo.

Esta ocasión ofreciose al fin, y, por cierto, nunca con mejor oportunidad. Napoleón I había ocupado la Península; Carlos IV había renunciado la corona de España, poniéndola a los pies del Emperador de los franceses; un extranjero ocupaba el trono en Madrid, y el príncipe heredero se hallaba confinado; los españoles principiaban a constituirse en juntas patrióticas, y el grito de guerra había repercutido de un extremo a otro de la Península Ibérica, despertando en los corazones bien puestos el noble anhelo de la independencia: ¿qué harían las colonias? ¿Reconocerían el poder de Napoleón y se entregarían a su dominio? ¿Lucharían también ellas contra el usurpador de la autoridad de sus reyes? ¿Qué hacían los gobernantes europeos? ¿ En qué pensaban? ¿Qué propósitos tenían?

Los americanos, persuadidos de que también las colonias americanas debían hacer lo que habían hecho las provincias españolas, resolvieron organizar juntas en las capitales de las audiencias y virreinatos, para proveer al mejor gobierno de estos pueblos. Unos, con la mejor buena fe, querían la formación de las juntas para conservar, mejor, de ese modo, estos pueblos bajo la obediencia de los reyes de España; pues no dudaban del restablecimiento del trono de los Borbones en la Península; otros, y eran los más, buscaban en la formación de las juntas el establecimiento de un gobierno nacional americano en las colonias, como un paso suave y honroso para llegar a la completa emancipación política: finalmente, un gran número de americanos, exaltados y fervorosos, declararon, con franqueza, sus propósitos de gobernarse por sí mismos, con absoluta independencia de España, y se aprestaron a luchar, en caso necesario, con la enérgica resolución de perecer antes que continuar sometidos a una dominación extranjera. Porque, ya se empezó a calificar entonces de extranjeros a los españoles en América.

Nunca han triunfado los términos medios la lógica de los hechos dio la razón a los que resolvieron, con franqueza, sacudir el yugo del gobierno español. A todo individuo le asiste el derecho de buscar su perfeccionamiento: los pueblos, como pueblos, tienen también indudablemente ese mismo derecho. Poner los medios para organizar una manera de gobierno acomodada a las condiciones sociales de cada pueblo, es buscar su adelanto, su mejor conservación, su perfeccionamiento social.

Las doctrinas que tenían y profesaban nuestros mayores en punto a la obediencia a la autoridad real fueron el obstáculo más poderoso para nuestra emancipación política: poseían las doctrinas verdaderas, pero no acertaban a aplicarlas a las circunstancias de las colonias americanas; conocían la verdad, pero a medias; y, si veían con mucha claridad la obligación de obedecer a las autoridades legítimas, no sospechaban siquiera que los súbditos tuviesen derechos y que esos derechos eran justos, porque, en la ordenación divina, la autoridad ha sido establecida para el bien de la sociedad; y no la sociedad para el provecho de la autoridad.

¿Proclamamos el derecho de insurrección? ¡¡No, nunca!! ¿Negamos, talvez, el deber de obedecer a las autoridades legítimas constituidas? ¡Tampoco!... Pero ¿qué derecho más legítimo que el paterno? ¿qué autoridad más sagrada que la autoridad paterna?... Y, sin embargo, llega un día cuando el hijo puede constituirse independiente y establecer hogar aparte, para honrar en una descendencia gloriosa la memoria de su padre, aunque la resistencia de éste a la emancipación de su hijo haya sido injusta. ¡¡Hónrese España con haber dado la vida de la civilización a un mundo!!...

La guerra que llamamos de nuestra Independencia tiene, pues, todas las condiciones de una guerra justa, sostenida por las colonias contra el gobierno de la metrópoli. En la historia hemos de buscar, ante todo, una ley de moral social; y los triunfos y las victorias, a pesar de su esplendor, no han de merecernos una palabra siquiera de aprobación, menos de aplauso, sino cuando, a par de las armas, haya salido triunfante y vencedora la justicia. El gobierno español desconoció sus verdaderos intereses y se obstinó en conservar medio mundo bajo pupilaje político, cuando América debía pertenecer ya a la civilización general del globo, que había llegado a momentos solemnes y decisivos en la historia del linaje humano.

La familia humana esparcida por toda la redondez de la tierra es una en los designios de la Providencia divina, para quien no hay razas distintas, lenguas diversas ni fronteras que circunscriban los países: la hora en que las colonias americanas debían emanciparse políticamente de España, había sonado ya en los decretos de la Providencia y el trono secular de los Borbones; que tenía por pedestal el Nuevo Mundo, se derrumbó con estrépito... El patriotismo español se puso en obra para levantarlo; pero ya la corona de Carlos V no pudo reposar sobre dos mundos...

La emancipación política de España se había llevado a cabo mediante una guerra tenaz, prolongada y sangrienta. ¿Qué forma de gobierno adoptarán las colonias una vez emancipadas? Los americanos prefirieron, sin vacilar, la forma republicana y se constituyeron en repúblicas democráticas... ¿Fue acertada su elección? ¿Era ésa la forma de gobierno que convenía a las nuevas naciones? ¿La transición no era demasiado violenta? ¿Estaban estos pueblos convenientemente preparados para la forma de gobierno democrática? He ahí problemas que algún día resolvería la filosofía de la historia.

Una vez terminada la guerra de la Independencia, quedó en Colombia una clase social nueva, la clase militar, cuyos hábitos de vida y cuyas aspiraciones eran muy poco a propósito para el planteamiento del gobierno democrático. Así, desde la fundación de la república hasta ahora, la clase militar ha sido la que mayor parte ha tomado en los trastornos y en las revoluciones políticas; y en ocasiones ella ha sido el único autor y el cómplice de nuestras revoluciones. Los guerreros de la Independencia, los compañeros del Libertador, fueron los que se dieron prisa por derribar la obra que el gran hombre, con tanto trabajo había levantado.

Bolívar se libra del hierro de los asesinos, pero el puñal de la calumnia no le perdona; Sucre es inmolado en Berruecos; y con ese primer crimen la demagogia asienta la primera piedra miliaria en esa carrera de escándalos, que en América está todavía recorriendo. La gran República de Bolívar desaparece, y tres naciones independientes surgen para reemplazarla. La República del Ecuador le toca en lote a uno de los tenientes del Libertador: el General Juan José Flores, sin dar de mano a los solaces militares y al alegre esparcimiento del ánimo, funda una nación. Esto acontecía ahora sesenta años, y esa nueva nación principió a ser conocida entre las naciones del mundo con el nombre de la República del Ecuador.

La historia de esa Nación, tomando las cosas desde su origen, es lo que pretendemos narrar a nuestros lectores.

El amor sincero de la verdad será nuestro guía; y tributar solemne homenaje a la justicia, el fin de nuestra narración.


Veamos las épocas principales en que se puede considerar dividida la Historia de la República del Ecuador, en el lapso de tiempo trascurrido desde el descubrimiento y la conquista de estas tierras por los españoles, hasta el año de 1830. Toda la Historia del Ecuador, hasta 1830 se puede dividir en dos grandes épocas.

La primera, desde el descubrimiento y la conquista hasta la revolución de 1809; la segunda, desde el principio de la revolución de 1809 hasta el año de 1830, en que se constituyó el Ecuador como nación libre e independiente. Estas dos grandes épocas se dividen en varios períodos, de mayor o menor duración.

El primer período comprende el descubrimiento de la tierra ecuatoriana, la conquista de ella y las guerras civiles que se suscitaron entre los conquistadores, hasta que la paz se estableció de una manera segura con la fundación de la Real Audiencia. El segundo período corre por más de un siglo, hasta la supresión de la Real Audiencia. El tercer período comienza con el restablecimiento de la Audiencia, y se prolonga hasta la revolución del año de 1809.

La segunda época no puede tener más que dos periodos. En el primero se comprenden los años que duró la guerra de nuestra emancipación política, hasta la gloriosa batalla de Pichincha. El segundo se cuenta desde la victoria de Pichincha hasta la fundación de la República.

En la primera época es necesario dar a conocer la raza indígena, pobladora de estas provincias al tiempo del descubrimiento de ellas por los españoles. El historiador debe estudiar con cuidado la raza indígena, inquirir su origen más o menos probable, sus relaciones con los otras razas, que habitaban la América, y el estado de su civilización; y exponer en qué condiciones sociales se hallaban los antiguos pueblos indígenas, cuando fueron conquistados por los europeos. La raza indígena puebla todavía la mayor parte del territorio de la república y vive en medio de nosotros, formando parte integrante de nuestra Nación: un historiador que prescindiera de la raza indígena, no conocería él mismo ni podría dar a conocer a sus lectores la nación ecuatoriana. ¿Cómo conoceríamos la conquista, si el historiador no nos daba a conocer primero el pueblo conquistado? Por eso este período de la Historia Ecuatoriana es muy importante; aunque muy difícil de ser bien conocido, por la casi absoluta falta de documentos para el historiador. Las escasas noticias que nos dan los primitivos cronistas e historiadores de Indias acerca de las antiguas tribus indígenas de estas comarcas, son los únicos documentos históricos relativos a aquellos remotos tiempos de nuestra historia. El estudio de los lugares, el examen prolijo de las tradiciones, el análisis filológico de las voces que todavía quedan de antiquísimos y desaparecidos idiomas, la inspección sagaz de los objetos desenterrados de las tumbas y la observación atenta de los antiguos monumentos arquitectónicos que se conservan en nuestro suelo, son los recursos con que se ha de suplir la falta de datos históricos relativos a las naciones indígenas, antiguas pobladoras de nuestras provincias. Estudio penoso, prolijo y dilatado, que ha de hacerse con un criterio científico, libre de toda influencia sistemática, no buscando sino la verdad, sin ver en las cosas más de lo que ellas son en realidad. El amor de la novedad y la afición a sistemas preconcebidos tuercen con frecuencia el criterio histórico en esta clase de investigaciones.

Después de largos y trabajosos estudios se adquieren escasos resultados, que, a menudo bastan apenas para apoyar conjeturas más o menos verosímiles; por lo cual, esta parte de la Historia del Ecuador no puede elevarse a la dignidad de la Historia verdadera, propiamente dicha, y ha de quedar reservada, talvez para siempre, a las pacientes investigaciones de la Arqueología prehistórica, auxiliada de la Geología, de la Paleontología, de la Etnografía y de la Antropología.

En los siguientes períodos la Historia del Ecuador es parte de la Historia del Perú, una de cuyas provincias era la antigua Audiencia de Quito. La relación así del descubrimiento como de la conquista del Ecuador está íntimamente ligada con la del descubrimiento y la conquista del imperio de los incas; pues, en rigor, no es sino un episodio, una escena de aquel atrevido y tristísimo drama, que principia con el descubrimiento del mar del Sur y no termina sino con la vuelta del desengañado Alvarado a su gobernación de Guatemala.

Durante los primeros tiempos de la colonia, la historia de nuestra Nación es la misma historia del Perú, porque sigue necesariamente la suerte del virreinato de Lima del cual formaba parte. Con la fundación de la Real Audiencia de Quito principia a tener una vida civil más propia e independiente: desde entonces también la historia está menos enlazada con la del Perú y puede narrarse aparte con unidad de plan, sin que pierda nada de su importancia.

En el siglo pasado, la Audiencia o antiguo Reino de Quito fue separado del Perú y agregado al virreinato de Bogotá, que se erigió a principios del siglo. La Historia del Ecuador, desde aquella época sigue formando parte de la del nuevo virreinato; y así continúa por una larga centuria hasta constituirse en República independiente: las provincias que componían el virreinato forman en el primer cuarto de siglo la República de Colombia, que, a la muerte del Libertador, desaparece, fraccionándose en tres estados soberanos e independientes.


En ningún pueblo, en ninguna época, se puede separar la historia religiosa de la civil, y es no sólo grave sino monstruoso el error de aquellos historiadores, que prescinden sistemáticamente de las creencias religiosas de los pueblos, cuya historia pretenden narrar. Si la historia ha de ser una verdadera ciencia social, ¿cómo prescindirá de la moral? ¿cómo prescindirá de las creencias religiosas, que no sólo regulan la moral, sino que forman el carácter y modelan las costumbres de los pueblos? ¿Qué lecciones dará a la posteridad un historiador, que en un pueblo no ve más que la serie de los acontecimientos, que se suceden unos a otros, e ignora las causas de ellos? ¿Cómo pondrá de manifiesto el triunfo de la justicia quien no encuentra en los hechos históricos bondad ni malicia alguna?... Si ésta es la ley general que ha de observar todo historiador, sea cual fuere el pueblo cuya historia intenta referir; ¿cuánto no se equivocaría el historiador de un pueblo hispanoamericano, si prescindiera por completo de la parte que la Iglesia católica ha tenido en la formación de los pueblos americanos? La historia de los pueblos hispanoamericanos ha de ser, imprescindiblemente, la historia de la Iglesia católica en estas regiones, porque usos, leyes, costumbres, hábitos de vida y modo de ser en general, todo, en los pueblos americanos está informado por la Religión católica. He aquí por qué en esta Historia damos tanta importancia y tanta cabida a los asuntos religiosos y a los negocios eclesiásticos.

La historia de la Iglesia Católica en el Ecuador no puede dividirse rigurosamente más que en dos épocas, que son: la Iglesia Católica bajo el patronato eclesiástico de los dos gobiernos, gobierno de los reyes de España, y gobierno de los presidentes republicanos; y la Iglesia Católica bajo el régimen canónico del Concordato celebrado por el Gobierno ecuatoriano con la Santa Sede.

En la primera época hay naturalmente dos períodos: el patronato de los reyes de España comprende el primero; y el segundo abraza el patronato de los gobiernos republicanos. Ya se ve que no es fácil hacer concordar siempre los períodos de la historia civil con los de la historia eclesiástica.

La historia de las ciencias, de las letras y de las artes, propiamente hablando, no puede tener cabida en una historia general de un país cualquiera; pero el historiador no debe omitir ninguna de cuantas noticias sean necesarias para completar el retrato fiel del pueblo, cuya historia refiere: su punto de vista es moral ante todo, y estudia las relaciones de lo bello con las costumbres, en cada época determinada. La historia de las ciencias se ha de narrar en la vida de los varones que se dedicaron al cultivo de ellas, y no han de confundirse nunca el objeto y el fin de una historia literaria con el objeto y el fin moral de una historia general.

Siendo tan vasto el campo que ha de recorrer el historiador, fácilmente se comprende cuán variados, cuán extensos y cuán profundos deberán ser sus estudios preparatorios. A esto se agrega el trabajo ímprobo, y a veces abrumador, de la investigación de documentos, de su lectura material, de su estudio prolijo y del análisis crítico, a que ha de someter cada uno, para llegar a conocer la verdad de las cosas, tales como fueron en sí mismas, y no como las refieren las pasiones, siempre expuestas a engañar a la posteridad, después de haber engañado a los contemporáneos.

El estudio de los documentos originales, principalmente de los que tienen un carácter oficial, debe hacerse con grande sagacidad, a fin de discernir lo verdadero de lo falso; pues, muchas veces, bajo apariencias de justicia se oculta la calumnia y la difamación aun en la pluma de las mismas autoridades públicas. Este estudio de los documentos originales es de todo punto indispensable, pero es también el estudio más difícil y espinoso, mayormente en aquellas épocas en que han dominado las pasiones políticas, y cuando los odios de bandería han calumniado a sus víctimas hasta en los mismos instrumentos públicos, que debieran ser siempre la expresión de la justicia. Por esto, el historiador, para descubrir la verdad en los documentos públicos de ciertas administraciones políticas, y en los apasionados escritos de la prensa periódica, tendrá más trabajo que para encontrarla en aquellas épocas remotas, de las que no nos ha quedado documento alguno. Sin embargo, la experiencia del tiempo presente, el conocimiento de las pasiones de los hombres, el manejo de los negocios públicos, la intervención personal en ciertos acontecimientos importantes, le pondrán en condiciones favorables para descubrir la verdad y para evitar el engaño, con tal que en sus estudios esté siempre animado de la intención más recta, y no se apasione sino por la justicia.

Saludables son y muy provechosas las lecciones de la Historia: ella nos hace formar un concepto muy elevado de la dignidad humana, inspira ideas grandes, vigoriza los ánimos, ennoblece nuestro carácter, comunica generosidad a los pechos más egoístas, pone de manifiesto la acción de la Providencia divina, que rige y gobierna las sociedades humanas, y en las desgracias de los tiempos pasados nos da ejemplos que imitar y escarmientos para lo futuro. Por esto, el estudio de la Historia ha sido el más moralizador de todos los estudios, y continuará siéndolo en adelante: grito de la recta conciencia humana, que escarnece al crimen triunfante, y protesta contra las violencias e injusticias de que la virtud suele ser víctima en este mundo. Para medir el grado de civilización de un pueblo, bastará conocer la manera cómo sus escritores han concebido la Historia, y el modo cómo la han narrado a sus contemporáneos.