Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo I

Historia general de la República del Ecuador: Tomo primero
de Federico González Suárez
Capítulo I: Las más antiguas naciones indígenas del Ecuador
Tiempos antiguos.- Tradiciones históricas.- Juicio que debemos formar acerca de ellas.- De las antiguas naciones indígenas del Ecuador no puede escribirse una historia verdaderamente tal.- Períodos en que puede dividirse la época antigua de la Historia del Ecuador.- Naturalezas, configuración y aspecto físico del territorio ecuatoriano.- Su clima.- Naciones o tribus antiguas.- Los quitus.- Los scyris.- Llegada de éstos al Ecuador.- Fundación de su primera ciudad en la costa de Manabí.- Conquistan el reino de Quito.- Nuevas guerras y conquistas.- La nación de los puruhas.- Su alianza con los scyris de Quito.- Muerte del undécimo scyri.- Le sucede Duchicela, régulo de Puruhá.


Llamamos tiempos antiguos todos los que precedieron al descubrimiento de estas tierras y a la conquista de ellas por los españoles, en el siglo decimosexto. De esos tiempos, con ser tan dilatados, no puede escribirse una verdadera historia, por la falta absoluta de documentos relativos a esas edades remotas, durante las cuales fueron pobladas estas comarcas por la raza indígena, conquistada y avasallada más tarde por la raza española. Esos pueblos no conocían la escritura y conservaban la memoria de lo pasado por medio de tradiciones orales, expuestas a cambios y alteraciones, en las que es muy difícil, y hasta imposible muchas veces, descubrir la verdad: los monumentos que de las artes nos han quedado son muy escasos, y se hallan actualmente, o casi, destruidos por completo, o tan maltratados por la injuria de los tiempos y la inexorable codicia de los hombres, que apenas se puede formar concepto cabal de lo que fueron. Los restos que de su industria ha descubierto la casualidad o se han extraído de propósito de los sepulcros, no pueden servir como testimonios históricos, sino como pruebas del género de vida y de los usos y costumbres de los pueblos a que pertenecieron. Por esto, no una historia propiamente dicha, sino un cuadro, trazado a grandes rasgos, es lo único que de las naciones indígenas, que poblaban estas provincias al tiempo de la llegada de los españoles, puede presentar el historiador, ateniéndose, en muchos casos, a conjeturas más o menos fundadas, y no a la verdad plenamente demostrada.

Para proceder con algún orden y método en nuestra narración, distinguiremos dos tiempos o períodos en la historia antigua de las razas indígenas, que poblaban el territorio ecuatoriano antes de la venida de los europeos. Esos dos tiempos o períodos son: el que precedió a la dominación de los incas, y el que transcurrió desde que los hijos del Sol subyugaron a las diversas naciones que existían en esta parte del continente americano y las sometieron al imperio del Cuzco. Acaba este segundo período con las guerras civiles de los dos hijos de Huayna Capac, y la llegada de Pizarro a las costas ecuatorianas.

Pero, ante todo, fijaremos por un momento nuestra atención sobre las condiciones físicas y la configuración del terreno de nuestra República, y nos detendremos un corto instante en hacer una ligera descripción de ella.

Pocos países presentarán, aun en la misma América meridional, una configuración física tan particular como el Ecuador. La gran Cordillera de los Andes, que atraviesa el Continente americano desde el istmo de Panamá hasta la Patagonia, conforme se acerca a la línea equinoccial, se divide en dos ramales, que siguen paralelamente la misma dirección, desde el nudo de los Pastos al norte en Colombia, hasta más allá de Ayavaca al sur, en el Perú: entre uno y otro ramal se extienden varios nudos, formando mesetas elevadas, valles profundos y llanuras extensas desde abismos hondísimos, donde prosperan vegetales propios de climas ardientes, el terreno se va encumbrando gradualmente hasta la región de las nieves eternas, de tal modo que, en un mismo día, se pueden recorrer puntos, en que reinan los más variados climas, pasando de los calores sofocantes que enervan en los valles, al ambiente tibio de las quebradas, y luego al frío de las mesetas y cordilleras. Los ríos descienden de cerros elevadísimos y se precipitan por cauces profundos, abiertos muchas veces en rocas graníticas: ya nacen de lagos solitarios, en lo más yermo de los páramos; ya se forman poco a poco de hilos de agua, que gotean de peñascos húmedos al pie de los nevados, o de arroyos que brotan en los pajonales; muchas veces, y es lo ordinario, el cauce es tan profundo y tan agrestes las pendientes que lo forman, que las aguas corren encerradas sin formar casi playas en sus orillas.

Los ramales de la gran cordillera se abren, dejando, como en Tulcán, espaciosas llanuras en medio; se acercan, aproximan y confunden, formando, como en la provincia de Loja, un verdadero laberinto de colinas, de valles, de cerros, de cañadas y de riscos enormes: se levantan y empinan enconos gigantescos, cuya cima se pierde en las nubes, como en las provincias de Pichincha, León y Chimborazo: se humillan y doblegan haciendo altozanos dilatados, llenos de ondulaciones, como en el Azuay; y de trecho en trecho tienden cordilleras intermedias, con que enlazan y unen las dos principales. Apenas habrá, por eso, un país cuyo suelo sea tan accidentado como el del Ecuador: el agrupamiento de montes, de cerros, de colinas; las llanuras, los valles, las pendientes dan a la superficie del terreno un aspecto tan variado, que, a cada instante, se presentan nuevos y sorprendentes panoramas.

Del lado del Pacífico la anchura de las costas y de los valles varía notablemente: hacia el norte, la Cordillera occidental se acerca mucho al mar, las pendientes son bruscas, la vegetación abundante y vigorosa, y los ríos se despeñan por entre rocas dando pocas ventajas para la navegación: al sur, las llanuras de la costa se ensanchan, la vegetación no es tan exuberante y los ríos corren derramándose por anchos cauces. Del lado del Atlántico están los dilatados bosques, regados por los caudalosos afluentes del Amazonas: el clima es ardiente y enervador, y el hombre se ve como ahogado por las fuerzas de la naturaleza, que ostenta en esas regiones todo su vigor y lozanía.

No se distinguen propiamente más que dos estaciones en el año: la del verano y la del invierno, que debieran llamarse, con mayor propiedad, del tiempo seco y de las lluvias; pues la temperatura durante todo el año se mantiene igual, sin variación notable, y no se experimentan en la meseta interandina ni fríos ni calores excesivos: los campos conservan constantemente su verdor, y los días y las noches son siempre iguales.

Las condiciones del suelo son, por lo mismo, muy favorables para la vida en la región interandina; pero muy desventajosas en la costa y en la montaña. Enfermedades periódicas suelen diezmar de cuando en cuando la población en la sierra; al paso que en la costa, persiguen y minan siempre la existencia las fiebres palúdicas, propias de lugares calientes y pantanosos. La naturaleza de la temperatura varía, pues, a medida de la elevación de los lugares sobre el nivel del mar, y es cosa notable que la región de la zona tórrida, donde los rayos del sol cayendo perpendicularmente debían abrasar el suelo y hacerlo inhabitable, sea una morada apacible y hasta deliciosa para el hombre, de clima suave y benigno, y con espectáculos grandiosos y magníficos.

Cuando los conquistadores descubrieron estas provincias y se apoderaron de ellas, las encontraron pobladas por una raza numerosa y bastante adelantada en esa cultura relativa, propia de pueblos aislados y que se levantan por sí mismos del estado de barbarie al de civilización.

¿De dónde habían venido a estas comarcas los primeros pobladores de ellas? ¿Cuándo o en qué tiempo vinieron? ¿Procedían todos del mismo origen o eran de razas y nacionalidades diversas? ¿Cuál fue el camino por donde llegaron a estos lugares? He aquí las cuestiones que la historia de América propone, desde hace casi cuatro siglos, a la investigación de todo el que pretenda escribirla, con un criterio filosófico y desapasionado. La del Ecuador ha de comenzar por el estudio de esas cuestiones, y ha de trabajar para resolverlas de una manera satisfactoria, apoyándose en datos dignos de crédito y en observaciones concienzudas: no ha de aventurar nada sin pruebas suficientes, y en la apreciación de éstas, ha de guiarse por la luz de una ciencia, desnuda de preocupaciones sistemáticas y apoyada solamente en la verdad.

El centro del Asia fue la cuna del linaje humano; y desde allí, siguiendo el curso del sol, las inmigraciones sucesivas fueron poblando poco a poco los continentes y las islas. Los primeros pobladores de las provincias ecuatorianas, sin duda ninguna, arribaron por mar: viniendo unos del lado de Occidente por el Pacífico a nuestras costas; y descendiendo otros del lado del Atlántico por las montañas de Antioquía y Popayán, para entrar por el norte al territorio actual del Ecuador. Tarde debieron principiar a poblarse nuestras comarcas, y cuando ya estaban habitadas otras regiones de Colombia y de Centro América, y acaso también algunas del sur del Perú y de Bolivia: así lo manifiestan los restos de antiquísimas poblaciones a lo largo del Atlántico en las provincias de Cartagena y Santa Marta por el Norte, y en las costas de Trujillo y en las orillas del lago de Titicaca por el sur; y así lo indica también la situación geográfica y la configuración del terreno en nuestra República.

Cuatro naciones principales ocupaban el territorio actual de la República del Ecuador en los tiempos antiguos, antes que llegaran a estas partes los incas, con sus armas victoriosas. Los scyris, cuyas parcialidades se extendían hasta Otavalo, Caranqui y otros puntos hacia el norte; señoreaban además el valle de Cayambi al pie de la cordillera oriental, y toda la provincia de Pichincha, donde antes habitaba la nación de los quitúes, o quitos (como los seguiremos nombrando), que son los más antiguos pobladores indígenas de quienes se ha conservado memoria entre nosotros.

La nación de los puruhaes habitaba en la provincia del Chimborazo; la de los célebres cañaris ocupaba toda la provincia de Cuenca, desde el nudo del Azuay hasta Zaraguro, y desde la cordillera oriental hasta el golfo de Jambelí; las tribus semibárbaras de los paltas y de los zarzas estaban diseminadas en la provincia de Loja. En la costa moraban varias parcialidades numerosas, formando reinos o cacicazgos separados, el principal de los cuales estaba en la isla de la Puna en el golfo de Guayaquil.

Éstas eran las naciones mejor organizadas; pero había además otras, gobernadas por régulos o príncipes independientes, y que guardaban alianza con las principales. Tales eran, al norte los huacas, tuzas, tulcanes y quillasingas; los quinches y chillos, dentro del territorio de los scyris; los ambatos y los tiquizambis, limítrofes del reino de Puruhá; y los chimbos, que ocupaban las cabeceras de la costa y se extendían hasta Babahoyo.

De estas diversas naciones indígenas ninguna tiene historia propiamente tal, a excepción de los scyris, de quienes han llegado hasta nosotros algunos hechos de armas, bastante notables: respecto de las otras, la Historia se ha limitado a mencionarlas, al hablarnos de las guerras que emprendieron y de las conquistas que llevaron a cabo los incas en esta parte de su imperio, que con tanta impropiedad se ha designado después con el nombre general de Reino de Quito.

Referiremos lo que parece mejor averiguado en punto a los scyris, a su historia y a sus tradiciones.

Los scyris arribaron a las costas de Manabí, viniendo de hacia el Occidente por mar, embarcados en balsas. El primer punto donde se establecieron fue la hermosa Bahía de Caraquez, y allí construyeron una ciudad, a la que del nombre de su propia tribu le denominaron Carán: ellos se apellidaban a sí mismos los caras, y su jefe, rey o señor, tenía el título de Scyri, como quien dice el superior, el más excelente entre todos. Largo tiempo permanecieron los caras en la costa; su ciudad creció en importancia, y la población, aumentada considerablemente, comenzó a sentirse estrecha en los términos marítimos, donde estaba establecida, y fue necesario buscar sitio más extenso y mejor acondicionado, pues la humedad y el calor hacían malsana la costa, y principiaban las enfermedades a causar notable estrago en los habitantes.

Tomaron, pues, la corriente del río Esmeraldas y principiaron a subir aguas arriba, en busca de un lugar acomodado, donde establecerse, hasta que, venciendo dificultades enormes y abriéndose paso al través de los bosques, que pueblan las faldas de la cordillera occidental, salieron a la altiplanicie de Quito; dándose por satisfechos de todas sus fatigas, al encontrar tierras tan amenas y apacibles.

Hallábase entonces toda esta comarca habitada por la nación de los quitos, la más antigua de que se haya conservado noticia en los territorios ecuatorianos.

Los quitos eran muy atrasados y débiles: formaban un reino al parecer pequeño y mal organizado, por lo que no pudieron oponer una resistencia vigorosa a los invasores, y fueron fácilmente vencidos y subyugados por ellos.

Si hemos de dar crédito a los escritores antiguos, la tribu o nación de los quitos formaba una parcialidad considerable, gobernada por un régulo o monarca, el cual tenía su aduar o residencia en el punto, donde ahora se levanta ceñida de cerros esta nuestra ciudad, llamada Quito, del nombre del último de los príncipes indígenas, a quien vencieron y derrotaron los scyris; aunque otros dan otro origen al nombre de Quito, que hoy conserva la ciudad, y que bajo el gobierno español llevaron, por casi tres siglos, todas estas provincias.

Los scyris, establecidos en el nuevo territorio que habían conquistado, fundaron una monarquía, la cual poco a poco fue creciendo en extensión y poderío. Las tribus quiteñas vivían diseminadas por los campos, sin formar poblaciones regulares; se gobernaban independientemente unas de otras, y no constituyeron nunca un reino bien organizado. Del nudo de Mojanda al valle de Machachi; de la cordillera del Antisana a los bosques occidentales del Pichincha, el territorio ocupado por los quitos primitivos se hallaba bastante poblado; pero cada tribu o cada parcialidad se gobernaba por sí misma, con independencia de las demás; vivía a su manera, y obedecía al régulo de Quito solamente de un modo transitorio, cuando las necesidades de la defensa común les obligaban a los jefes a ponerse bajo la sujeción inmediata del soberano principal o del más antiguo y renombrado entre ellos.

Con los scyris aconteció lo que suele suceder siempre con los príncipes bárbaros, que se ven rodeados de poblaciones atrasadas y débiles; pues, reconociéndose poderosos, acometieron la empresa de sujetar a las parcialidades de Cayambi y de Otavalo y a las de Latacunga, y Ambato, que limitaban el reino respectivamente por el norte y por el sur. Les declararon la guerra, y, sin mucho trabajo, las vencieron e, imponiéndoles su yugo, las incorporaron a su imperio. Las tradiciones antiguas, que hallaron los conquistadores cuando entraron en Quito, aseguraban que las conquistas de las provincias del norte fueron las primeras que llevaron a cabo los scyris, y que no volvieron sus armas contra las tribus del sur, sino cuando hubieron sujetado las parcialidades de Huaca y Tusa, las últimas hacia el Norte, confinantes con las de los quillasingas, pobladores del territorio de Pasto.

Las tribus que moraban en las provincias de Latacunga y de Ambato, conservaron por más largo tiempo su independencia, pues no fueron conquistadas, sino, a lo que se asegura, por el décimo Scyri, casi dos siglos después del establecimiento de éstos en Quito.

Al sur de Ambato existía, en lo que ahora se conoce con el nombre de provincia del Chimborazo, la numerosa nación de los puruhaes, muy aguerrida y esforzada, con la cual no se atrevieron a medir sus fuerzas los scyris; y así, aunque la ambición de mayor imperio los estimulaba a continuar las conquistas que habían emprendido, el recelo de quedar, tal vez, vencidos les hizo poner fin a la guerra, contentándose con haber triunfado y sometido a su obediencia a las parcialidades de los mochas, limítrofes de los puruhaes.

Sin embargo, lo que no lograron por la fuerza de las armas, lo alcanzaron más tarde los scyris por medio de combinaciones políticas, basadas en alianzas y pactos de familia. En efecto, según la ley que entre los scyris arreglaba la sucesión en el trono, muerto un soberano, debía heredar la corona el hijo mayor, y, a falta de éste, el sobrino, hijo de hermana. Como Carán; undécimo Scyri, estuviese ya anciano y no tuviese más que una sola hija, llamada Toa, por haber muerto en temprana edad todos los varones, hizo derogar en la asamblea, de los grandes del reino la ley de sucesión al trono, y reconocer a Toa por su heredera legítima y futura reina de los scyris, determinando que gobernaría con aquel príncipe, a quien ella eligiese voluntariamente por esposo. Arregladas, tan a su sabor, las cosas domésticas, platicó el astuto scyri con Condorazo, anciano régulo de Puruhá, y le indujo a que le diera a Duchicela, su primogénito y heredero de su reino, por esposo de Toa; pactando al mismo tiempo entre los dos régulos, que Duchicela sería rey de la monarquía de los scyris y de los puruhaes, juntando ambos estados en un solo imperio. Todo se arregló como el Scyri de Quito lo propuso, y a nada presentó dificultad alguna el viejo régulo de Puruhá: los dos príncipes indios se tendían recíprocamente celadas ambiciosas, con la esperanza de ensanchar pronto los límites de sus estados; mas la muerte inesperada del Scyri de Quito, vino a burlar a entrambos, precipitando al uno en la tumba, y haciendo caer al otro del trono, cuando menos lo esperaba.

Duchicela, desposado ya con Toa, sucedió al Scyri de Quito; y, por el pacto de familia, principió a gobernar inmediatamente también en Liribamba; quedando de este modo incorporada la nación de los puruhaes al reino de Quito. Así dilató éste sus límites desde Tulcán hasta el Azuay.

La estirpe de los príncipes puruhaes llegó por este camino a heredar el trono de los scyris de Quito, formando de tribus diversas y numerosas una extensa monarquía.

En cuanto al anciano régulo de Puruhá, dice una antigua tradición recogida por el historiador Velasco, que no pudo soportar con paciencia que su hijo ocupara el trono, estando él todavía no sólo vivo y con fuerzas para gobernar, sino, (lo que es más), con sumo apego al mando; y así, afligido y lleno de despecho, abandonó su casa, salió de su pueblo, se alejó de los suyos y fue a terminar entre los riscos solitarios de la cordillera oriental su desabrida y triste vejez, sepultándose vivo en aquellos tan ásperos desiertos.

La suerte del monarca y su desesperada ausencia impresionaron tan hondamente la imaginación de sus antiguos súbditos, que éstos desde entonces principiaron a designar con el nombre del régulo al monte nevado, que se levanta casi al extremo de la provincia hacia el sur, en la cordillera oriental, y que hasta ahora se apellida Condorazo.