Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo VII
I
editarSuelen algunos historiadores tratar con gran copia de erudición el punto relativo al origen de los primeros pobladores del Nuevo Continente o hemisferio occidental; pero, según nuestro modo de ver, esa cuestión, tan oscura, tan difícil, tan enigmática, no puede ser resuelta satisfactoriamente en el estado en que ahora se encuentran las ciencias experimentales y de observación, auxiliares necesarios e indispensables de la Historia.
Se debe estudiar primero las diversas razas que poblaban el continente americano en la época del descubrimiento, fijar con toda precisión y exactitud el número de ellas y los caracteres peculiares de cada una, y determinar cuáles son los rasgos comunes a todas y cuáles aquellos en que se diferencian las unas de las otras, para conocer si, acaso, pueden reducirse todas a un solo tronco común, o si ha habido varios tipos esencialmente diversos. Lo que hemos dicho que debe hacerse respecto de todas las naciones americanas en general, eso mismo añadimos que debe practicarse relativamente a las que se hallaban establecidas en el territorio de las provincias que forman ahora la República del Ecuador. Si primero no conocemos bien cuántas eran, en verdad, las razas indígenas que poblaban nuestra República antes de la conquista, ¿cómo podremos resolver con acierto el oscuro problema relativo al origen de ellas? Si no logramos discernir con toda claridad los usos y costumbres peculiares de cada una, ¿será posible que descubramos las relaciones que tienen con otras naciones americanas, cuya historia es mejor conocida? ¿Se hallan, por ventura, completamente exploradas el Asia, el África y la Oceanía? Se ha llegado, acaso, a determinar el número de las razas que las pueblan, su historia y sus vicisitudes, para que se pueda decir, sin peligro de equivocarse, con cuáles de esas razas están relacionadas las americanas, ni mucho menos de cuáles de ellas traen su origen?
Por lo que respecta a las naciones indígenas antiguas del Ecuador, confesamos con franqueza, que apenas podemos emitir algunas conjeturas más o menos fundadas; y que no es posible presentar conclusiones históricas evidentemente ciertas. Quizá algún día, mediante prolijas investigaciones arqueológicas, se logrará acumular cuantos datos sean necesarios para componer una historia digna de ese nombre, consagrada a narrar la vida de las antiguas naciones indígenas ecuatorianas. Por ahora, debemos contentarnos con exponer las escasas noticias que tenemos acerca del origen de algunas de ellas.
Según una tradición antigua muy poco conocida, después del Diluvio aportaron algunos indios a la bahía de Caraquez; no se sabe si dirigiéndose a ella deliberadamente, o arrojados contra su voluntad por la fuerza de las corrientes. Algunos de los recién venidos se establecieron en la punta de Sampu, que hoy se llama de Santa Helena; el jefe de ellos era un cacique apellidado Tumbe o Tumba, cuyo gobierno, a lo que se dice, hizo prosperar la colonia.
Andando el tiempo, como la colonia se hubiese aumentado mucho, Tumba creyó oportuno enviar una expedición en busca de nuevas tierras donde poblar: nombró, pues, un jefe y lo mandó que siguiese el rumbo hacia el Sur; con lo cual la nueva colonia fue a establecerse en tierras del Perú. Mas Tumba murió sin saber nada acerca de ella, porque ninguno volvió a darle noticias, a pesar de habérselo encargado mucho al tiempo de partir.
El cacique Tumba dejó dos hijos varones, el mayor de los cuales se llamaba Quitumbe, y el segundo Otoya: los dos hermanos no tardaron en reñir después de la muerte de su padre, viviendo en grande desconfianza el uno del otro. Tanto para cumplir las órdenes que el padre les había dado al morir, como para poner término a las desavenencias con su hermano, tornó Quitumbe la resolución de abandonar el país: partió, pues, acompañado de todos los que quisieron seguirle, y fundó una población, a la que, para honrar la memoria de su padre, la llamó Túmbez. Quitumbe se había desposado con Llira, célebre por su hermosura; mas sucedió que ésta se hallase en cinta al tiempo de la partida de su marido, por lo cual no pudo seguirle. Llira, en ausencia de su esposo, dio a luz un niño, al cual le puso por nombre Guayanay, que quiere decir golondrina.
Guayanay fue el progenitor y padre de quien descendieron más tarde los incas del Perú.
En cuanto a Otoya, se dice que fue muerto por los gigantes, que desembarcaron por aquella misma época en las costas de Manta.
Las crueldades que hacían con los naturales llegaron a oídos de Quitumbe y le inspiraron tanto horror, que salió del pueblo que había fundado y vino a refugiarse en la isla de la Puná, de donde también al fin hubo de emigrar, y subiendo aguas arriba el río Guayas llegó a la meseta interandina y se estableció aquí con los suyos, echando los cimientos de un reino, al cual del nombre de Quitumbe su fundador se le llamó Quito.
La leyenda añade que Quitumbe regresó después a la costa del Pacífico y que estableció allí una tercera colonia, erigiendo a Pachacamac un templo, el cual llegó a ser muy famoso en todo el Perú.
Por lo que respecta a Guayanay, vivió en una isla, donde formó también un pueblo numeroso, que al cabo hubo de salir en demanda de la tierra firme, para establecerse en ella, guiado por las cimas de las altas montañas de la cordillera, que se alcanzaban a divisar desde la isla. Esta inmigración de los descendientes de Guayanay fue acaudillada por un nieto de éste, llamado Manco, el cual, a su vez vino a ser el padre de la dinastía de los incas y el fundador de la monarquía del Cuzco.
Según esta leyenda, el origen de la tribu de los Quitos, vencida por los caras, y el de la dinastía de los incas fue el mismo: el padre o primer progenitor de entrambas es uno mismo, viene de lejos, llega navegando a las costas del Ecuador, y de allí se propagan sus descendientes, pasando unos a establecerse bajo la línea equinoccial, yendo otros a poblar en la altiplanicie del Cuzco.
Esta leyenda o tradición acerca del origen de los Quitos y de los incas no carece de cierta verosimilitud, y podemos aceptarla, aunque no sea más que como una prueba del recuerdo de esas sucesivas inmigraciones que llegaron a la América Meridional en los siglos anteriores a su descubrimiento. Mas, ¿de dónde procedían estas inmigraciones? ¿En qué estado de civilización se encontraban los pueblos, de dónde habían salido esas colonias? ¿Salían directamente con rumbo a las costas occidentales de la América Meridional, porque conocían de antemano la existencia de este continente, o, tal vez, una tempestad las arrojaba a estas playas, sin que hubiesen tenido conocimiento de ellas? Muy diversa debió ser la condición de los inmigrantes en uno y en otro caso: si llegaron de improviso a estas costas, su situación no pudo menos de ser miserable, porque se encontrarían faltos de todo para la vida y sin otros recursos que los que les sugería su industria, atendido el estado de civilización de que gozaban en su propio país. Si vinieron directamente a América, con el propósito de establecerse en ella, muy probable es que trajeran algunos instrumentos, algunas armas, en una palabra, aquellas cosas, sin las cuales no podían practicar las artes de que tenían conocimiento allá en el país, desde donde se habían puesto en camino buscando otra tierra en que establecerse. También los caras conservaban la tradición de antiguos viajes por mar, pues recordaban que sus antepasados habían arribado a la bahía de Caraquez, navegando en balsas, y que habían hecho su primera mansión en las costas del Pacífico, donde fundaron una ciudad, a la cual del nombre que ellos se daban a sí mismos le llamaron Caran. Esto manifiesta que los caras eran ya un pueblo formado y bien organizado cuando llegaron a las costas del Ecuador, pues su primera diligencia, al pisar la playa a que arribaban, fue fundar una ciudad, para residir en ella, gobernados por un rey, por un Scyri o señor de todos. Traían, pues, los caras un culto religioso propio y leyes, usos y costumbres, que les eran peculiares.
Mas, ¿de dónde venían los caras? ¿Procedían, tal vez, de Centro América, en cuyos territorios encontramos acumuladas las ruinas de ciudades y de monumentos misteriosos? ¿Salieron, acaso, de las islas de la Oceanía, y, navegando hacia Oriente, vinieron a dar en las costas occidentales del Ecuador?... Preciso es confesar que ante estos problemas la Historia se ve condenada a guardar profundo silencio, o, cuando más a emitir conjeturas más o menos verosímiles, en vez de respuestas terminantes, fundadas en hechos evidentemente ciertos.
II
editarEntre las naciones indígenas de las costas del Ecuador había una tradición muy válida relativa a cierta tribu de gigantes, que vivieron en las cercanías del puerto de Manta y en la punta de Santa Helena. Esta tradición nos parece forjada después de la conquista, porque las circunstancias con que la refieren algunos historiadores son indudablemente inventadas por los conquistadores castellanos, que acomodaban las relaciones de los indios a las enseñanzas cristianas. Esos gigantes eran tan numerosos que formaban un pueblo considerable, vestían de pieles de animales, llevaban el cabello largo, tirado a la espalda; se alimentaban de la pesca y, como eran todos varones, mataban a las mujeres de los indios; queriendo cohabitar con ellas, o se entregaban a vicios nefandos contrarios a la naturaleza, cometiendo crímenes tan infames públicamente, sin rubor ninguno. Dícese que un día, cuando se hallaban solazándose así criminalmente, cayó fuego del cielo que los redujo a cenizas, y que, por entre las llamas de aquel incendio, ¡se vio discurrir un joven misterioso con una espada desnuda!... En esta narración hay, evidentemente, reminiscencias bíblicas.
La considerable acumulación de huesos fósiles de los enormes cuadrúpedos que han habitado en estas partes de América, en épocas geológicas anteriores a la nuestra, dio, sin duda, origen a la tradición fabulosa de los gigantes, que poblaron algunas provincias de Méjico y del Ecuador, en tiempos muy remotos, y mucho antes de la formación del imperio de los incas en estas comarcas de la América Meridional.
No es imposible, que, de tiempo en tiempo, hayan existido algunos o acaso muchos individuos de estatura mayor que la común y ordinaria de los hombres; pero una tribu entera, un pueblo numeroso de sólo varones, de edades diversas, tan gigantescos que los indios americanos les hayan llegado apenas a la rodilla, eso parece físicamente imposible y contrario a las leyes constantes de la naturaleza. Por lo mismo, la tradición relativa a los gigantes de Manta y de Santa Helena debe ser contada entre las fábulas de que, por desgracia, no deja de estar llena la historia de América en los tiempos anteriores al descubrimiento y la conquista.
Según la misma tradición, se atribuyen a los gigantes los grandes pozos artesianos, que se conservan todavía en varios puntos de la provincia de Manabí y de la de Guayaquil. Existen actualmente pocos respecto de los que ha habido en tiempos antiguos, y son obra digna de toda ponderación, por la manera como están construidos. Su forma es perfectamente circular, y el diámetro va progresivamente estrechándose de la boca del pozo hacia el fondo: las paredes se han edificado con grandes piedras sin labrar, puestas unas junto a otras, con tal arte y esmero que, unidas, dan a los muros solidez y hermosura notables. Siglos tras siglos han pasado desde que esos pozos fueron abiertos en la roca viva, y hasta ahora se conservan intactos, a pesar de las injurias del tiempo y el descuido de los hombres. Muchos se han cegado y sus brocales de piedra indican donde estaban; otros aún continúan abiertos, y del fondo de ellos todavía manan aguas claras, dulces y potables.
Dos de estos pozos son muy profundos y dan aguas más delgadas que las de los otros: el uno está sobre Montecristi, y el otro en Jipijapa en el punto denominado Choconchá. Como toda la costa de Manabí y gran parte de la de Guayaquil carece de ríos y de manantiales descubiertos, los antiguos pobladores indígenas excavaron profundos pozos artesianos y los acondicionaron del mejor modo posible, labrando de piedra las paredes, con lo cual lograron conservarlos siempre limpios y abundantes en agua potable.
Causa ciertamente admiración que unas tribus indígenas, que carecían de instrumentos de hierro, hayan podido cavar en la peña viva pozos tan profundos, y que hayan poseído conocimientos naturales que no era de esperar que tuvieran gentes bárbaras y tan atrasadas en todos los demás géneros de industria. Tan notable es la obra de los pozos artesianos antiguos de la provincia de Manabí, que los cronistas de Indias, y antes que ellos los conquistadores, creyeron que había sido llevada a cabo por una raza de gigantes.
Otra de las tradiciones antiguas que tenían las tribus indígenas ecuatorianas era la relativa a un diluvio o inundación general, en la que perecieron todos los habitantes que entonces había en el globo. Los quitos decían que la inundación cubrió toda la tierra, menos la cima del Pichincha, donde, en una choza fabricada de palos, lograron salvarse unas pocas personas, de quienes descendían todas las demás. Esta tradición de los quitos, tal como la recuerda el padre Velasco, parece verdadera en el fondo; pero las circunstancias relativas al número de los hombres que se salvaron, a la inundación general, al cuervo que se entretuvo comiendo de los cadáveres de los ahogados y otras semejantes, son indudablemente añadidas después por los historiadores o analistas castellanos.
Hemos visto ya cómo referían esta misma tradición los cañaris.
Mas, estas tradiciones de las tribus ecuatorianas relativamente a la inundación general en que perecieron todos los habitantes de la tierra, ¿eran una reminiscencia vaga del Diluvio de Noé, de que nos habla el Historiador Sagrado, ¿o se referían, tal vez, a un gran cataclismo, que haya acontecido aquí en América?... Notemos que esas tradiciones están todas localizadas, aquí en América: no se refieren a otros países lejanos donde aconteciera la inundación, se concretan a lugares determinados y éstos son precisamente aquellos en que vivía cada tribu, donde moraba cada nación. Muy difícil es, por otra parte, lograr discernir ahora cuál es la verdadera y genuina tradición de los indios antiguos y cuáles las circunstancias o accesorios, con que la exornaban los escritores castellanos. Muchos de éstos eran religiosos o eclesiásticos, y, al encontrar entre los indios una tradición antigua análoga a las enseñanzas cristianas contenidas en la Biblia, creían de buena fe que habían descubierto creencias idénticas a las de nuestra religión y las adoptaban sin mayor discernimiento, confundiendo, tal vez, de ese modo unas cosas con otras.
III
editarLa tradición relativa a ciertos hombres blancos y barbados, que aparecieron de repente en medio de las tribus indígenas, es otra circunstancia muy digna de examen, tratándose de la historia de las naciones, que poblaron antiguamente estas provincias. Las tribus de los zarsas y las de las paltas en la provincia de Loja, y las de los puruhaes en Ambato y en Latacunga señalaban unas piedras grandes, en las cuales se veían impresas las huellas de un pie humano, que manifestaba ser de varón. Esas piedras eran muy veneradas por los indios, porque decían que sobre ellas se había solido parar un personaje misterioso, que enseñaba doctrinas religiosas nuevas y desconocidas. Este personaje era extranjero, andaba como peregrino y, al despedirse de los indios, se quitó la sandalia con que llevaba calzados sus pies, y estampando en la piedra su planta derecha, dejó patentes sus huellas, para memoria y recuerdo perpetuo de su venida a estos lugares y de su predicación a las antiguas tribus indígenas pobladoras de estas provincias.
Los conquistadores y los primeros cronistas americanos explicaban muy fácilmente esta tradición, diciendo que el personaje misterioso no podía ser otro sino uno de los Apóstoles y, sin duda ninguna, Santo Tomás o San Bartolomé. De este modo, la presencia de los dos Santos Apóstoles en el Nuevo Mundo les parecía un hecho averiguado y acerca de cuya verdad no podía dudarse.
Empero, ¿cuál pudo ser el origen de esta tradición? No es raro encontrar piedras con hendiduras, que semejan, naturalmente, de una manera más o menos perfecta la huella de un pie humano: la imaginación viva de los indios y su carácter, propenso a la superstición, les hacían ver en esas piedras más de lo que en realidad había; las hendiduras se convertían en huellas perfectas y veían claramente, auxiliados de su preocupación, las señales de un pie desnudo, estampadas en la piedra, y sobre un fundamento tan vano se levantaba toda una leyenda o tradición. Recordemos además que los indios, en apariencia tan rústicos y sencillos, son en el fondo muy astutos y disimulados; y así no es difícil que, preguntados por los españoles sobre el motivo, por el cual tributaban veneración supersticiosa a ciertas piedras, les hayan respondido, con sagacidad, haciéndoles relaciones maravillosas, para halagarles el ánimo y sorprenderles.
La tradición del personaje misterioso que dejaba, al partir, grabadas las huellas de sus pies en las piedras desde donde predicaba a los indios, no era propia solamente de las antiguas naciones ecuatorianas, sino de muchas otras tribus del Perú y hasta del Gran Chaco en el Paraguay. Ese personaje misterioso era anciano, de aspecto venerable, de otra raza distinta de la americana; llevaba a la mano un cayado en que apoyarse, su vestido era talar y obraba milagros... ¿Qué más se necesitaba para tener a ese personaje maravilloso por el apóstol Santo Tomás? Había venido de fuera; desapareció de un modo sobrenatural; pero, ¿todas estas circunstancias eran creídas y repetidas por los indios, antes de la conquista? La crítica histórica está obligada a examinarlo detenidamente.
Entre esta tradición y la que conservaban los mejicanos relativamente a Quetzatcoatl, su legislador, hay una diferencia muy notable: lo mismo podemos decir respecto del mito de Votán, tan célebre entre los pueblos de la América Central, siempre que el Votán de los quichés no sea el mismo Quetzatcoatl de los aztecas, como opinan algunos graves autores. Los personajes misteriosos de los aztecas y de los quichés son fundadores de imperios y de nacionalidades, y legisladores, a la vez civiles y religiosos: arreglan el culto y organizan el estado, y después desaparecen. El personaje de la leyenda ecuatoriana y de la peruana aparece aislado, y, a manera de peregrino o viajero, recorre la tierra; pero sin fundar institución alguna durable.
Si ese personaje hubiera sido en verdad un apóstol de Jesucristo, habría fundado entre las tribus indianas la institución social permanente, que los apóstoles fundaron en todas las provincias del antiguo mundo, donde anunciaron el Evangelio. En efecto, la predicación apostólica no era ni podía ser nunca una enseñanza puramente especulativa; antes la predicación de la doctrina estaba siempre acompañada de la fundación y organización de la Iglesia, con la institución de un sacerdocio permanente. Nada semejante se ha encontrado en América.
Por esto, de todas aquellas prácticas y ceremonias religiosas de los incas, en las cuales se ha pretendido encontrar rastros de cristianismo, ninguna nos parece verdaderamente análoga a las instituciones católicas sino la Confesión, y aun ésta, atendida la manera, cómo la practicaban los incas, creemos que puede explicarse muy bien por ese deseo innato de desahogo secreto y confidencial, que experimenta el corazón humano en ciertas circunstancias angustiosas de la vida.
Muchas de las tradiciones maravillosas debían, pues, eliminarse de la historia americana.
IV
editarEl estudio de las costumbres, de las leyes y de las tradiciones de las antiguas tribus indígenas ecuatorianas es muy interesante, para rastrear el origen de los americanos, la semejanza de las razas que poblaban el Nuevo Continente y las vicisitudes históricas por las que habían pasado en los tiempos anteriores a la conquista. Nada ofrece tanto interés, por otra parte, como la comparación de los usos, tradiciones y costumbres de los antiguos indios ecuatorianos, con los de los demás pueblos de América: esa comparación, hecha con discernimiento y crítica ilustrada, puede conducirnos a conclusiones históricas muy importantes.
Los antiguos caras conocían las esmeraldas y hacían de ellas tanta estimación, que les tributaban hasta un culto religioso. Habían descubierto la mina de esas piedras preciosas; su explotación debió estar en uso entre los pueblos de la costa, y la labor y pulimento de las piedras era, sin duda, una industria común, siendo muy digno de admiración que hayan llegado a taladrar primorosamente las esmeraldas, sin tener instrumentos de acero ni de hierro.
Los scyris de Quito, como los reyes de Tezcuco, llevaban una esmeralda colgada sobre la frente; lo cual era en unos y en otros insignia de poder y de dignidad. En Manta una esmeralda era adorada como divinidad protectora de la salud; y, si hemos de creer a nuestro historiador Velasco, esa joya estaba tallada en forma de una cabeza humana bastante tosca.
En Méjico eran muy estimadas las esmeraldas y, acaso, los aztecas, aprendieron semejante estimación de los antiguos Toltecas, pueblo culto y civilizado, que ocupaba el valle de Anahuac muchos siglos antes de la conquista de Méjico por los españoles.
Cuando éstos descubrieron las costas del Ecuador, encontraron en la provincia de Manabí estatuas de piedra de dimensiones considerables, con adornos y atributos semejantes en la apariencia, a las vestiduras sagradas que se usan, en las ceremonias del culto católico, pues algunas llevaban un tocado muy parecido a la mitra episcopal. Como, por desgracia, ninguna de esas estatuas se ha conservado hasta nuestros tiempos, no nos es posible formar juicio ninguno acerca de ellas. ¿Quiénes fueron los que las fabricaron? He aquí una cuestión, que, acaso, no podrá ser resuelta jamás satisfactoriamente. Nosotros creemos que la costa estaba poblada por gentes de diverso origen, que habían llegado allí en épocas distintas. No sabemos que los caras, que dominaron en Quito y en otras provincias del interior, hayan fabricado jamás estatuas de piedra; ni la tradición histórica lo refiere ni la Arqueología ha llegado a descubrirlo hasta ahora. Parece, pues, que el pueblo que trabajaba la piedra en Manabí no era la misma tribu de los caras, sino otra distinta, cuyo origen, tal vez, no sería difícil encontrar en los indígenas de la isla de Pascua o en esos pueblos desconocidos de Centro América, que han dejado tantos restos de su civilización, perdidos entre los bosques seculares, con que la naturaleza ha cubierto sus estatuas, ídolos y monumentos.
En la isla de Pascua se han encontrado estatuas de enormes dimensiones, trabajadas en piedra; y sorprende la semejanza que muchas de ellas tienen con las esculturas de los aymaraes del Perú y de Bolivia.
Hállanse además en la isla vastas plataformas; construidas con grandes piedras sin labrar, y terrazas, que, sin duda ninguna, servían de cementerios a los primeros pobladores. Pero, ¿quiénes eran éstos?... Los indígenas, que habitan actualmente la isla, conservan el recuerdo de una antigua emigración, que, tal vez, se remonta al siglo XII de nuestra era, cuando sus progenitores aportaron a la isla, saliendo de otra, situada hacia el Occidente. Entonces la encontraron ya poblada: las estatuas, las plataformas, los cementerios y todos los demás edificios de piedra, cuyas ruinas se ven todavía en la isla, son obra de sus primeros pobladores. Hubo, pues, en esa isla en tiempos muy antiguos una población numerosa y bastante adelantada, que fabricaba estatuas, levantaba monumentos y sabía trabajar la piedra.
Un estudio comparativo de los restos de la civilización de los primitivos pobladores de la isla de Pascua, con los de las antiguas tribus indígenas, que habitaban las costas del Ecuador al tiempo de la conquista, tal vez, habría dado alguna luz para rastrear el origen y la procedencia de ellas; pero, por desgracia, casi nada es lo que de esos pueblos ha quedado, y lo que nos dicen los historiadores de la conquista no es suficiente para formar juicios comparativos. Acaso, algún gran cataclismo trastornó en parte esas islas, haciendo desde entonces muy difíciles y raras las comunicaciones con el continente, que antes pudieron ser más fáciles y frecuentes.
La diferencia de razas se manifiesta también por la diversidad de los monumentos que construyeron. Según nuestro juicio, deben distinguirse tres clases de construcciones en tierra, a saber: el túmulo propiamente dicho, el adoratorio y la fortaleza. El túmulo es monumento funerario; el adoratorio es religioso y la fortaleza es militar.
Los túmulos consisten en eminencias o montecillos de tierra más o menos elevados, de forma casi circular perfecta. El mayor y más notable de estos monumentos es el de la llanura de Callo cerca de Latacunga. Los demás se encuentran en el norte en la provincia de Imbabura, y en los dilatados llanos de Cayambi. En la provincia de Pichincha debieron haber existido también indudablemente, pero han de haber sido deshechos por los buscadores de tesoros. Acaso, no sería muy aventurado, si tuviéramos al Panecillo de Callo por túmulo de algún jefe principal de los primitivos pobladores de la provincia de León. ¿Fue, tal vez, un monumento religioso? Su fabricación ¿estará, por ventura, relacionada con el culto supersticioso, tributado indudablemente al volcán de Cotopaxi? ¿Se podría haber referido a la tradición del misterioso personaje, blanco, barbado, que predicó en esa misma llanura?... Nada puede asegurarse ahora con certidumbre.
Los túmulos son, pues, en el Ecuador monumentos, propios solamente de una tribu o nación antigua, la cual habitaba el centro de la República a entrambos lados de la línea equinoccial.
Sabemos que los caras adoraban al Sol y que le habían levantado un templo en la cima del Panecillo, monte de figura cónica perfecta que se levanta aislado al sur de Quito, ocupando una situación independiente de todos los demás; cerros y colinas, que rodean a la ciudad. Su forma es tan regular y tan hermosa, que parece hecho a mano; y, si sus dimensiones no fueran tan grandes, podría creerse que fue construido de propósito para que sirviera de adoratorio o templo del Sol.
En la provincia del Azuay hemos encontrado algunas colinas, que, sin duda ninguna, fueron lugares sagrados, donde practicaban ceremonias religiosas los antiguos cañaris. En el mismo punto en que está ahora la aldea de Chordeleg, hay dos colinas muy notables: la una se conoce con el nombre de Llaver, y la otra con el de Zhaurinzhí; se hallan una en frente de otra ocupando respectivamente los extremos de la diagonal, trazada de Oriente a Occidente en el plano de las famosas sepulturas encontradas en aquel lugar. Estas colinas estaban labradas por la mano del hombre, y se les había dado la forma de pirámides cuadrangulares truncadas, divididas en dos o, acaso, en más cuerpos desiguales de mayor a menor; pues en la una, en la oriental, a pesar del transcurso del tiempo y de las mudanzas que ha sufrido el terreno, removido por la labranza, todavía se veían (1878) algunos restos del muro de piedra de uno de los cuerpos de la pirámide. El muro había sido construido con piedras toscas, pequeñas, primorosamente ajustadas unas con otras.
En la misma provincia hay otras colinas que no pudieron menos de ser adoratorios, y aun lugares destinados para inmolación de víctimas humanas. Se designan ordinariamente con el nombre general de fortalezas de los incas o Pucará; pero no deben confundirse los edificios militares de los incas con los monumentos religiosos de los cañaris. Cuando los incas construían una fortaleza, elegían siempre el punto más estratégico, según el sistema militar de ataque y de defensa, conocido y practicado por ellos. Los incas fortificaban las colinas o altozanos naturales, levantando muros que les servían de parapetos, por tras de los cuales podían ofender con facilidad: estos muros eran, por lo regular, circulares, y rodeaban al contorno toda la colina. En los adoratorios de los cañaris se notan, a la simple vista, los compartimentos de la pirámide, sin muros de defensa ni baluartes: las fortalezas militares de los incas están casi siempre arrimadas a las cordilleras y presentan una parte del conjunto libre y desembarazada, mientras que la otra está resguardada por la configuración natural del terreno, en el punto en que ha sido edificada los adoratorios de los cañaris están aislados y se destacan de todos los demás cerros y colinas en medio del campo. En el pueblo llamado Pucará, en la cordillera occidental, hay uno de estos adoratorios o teocallis, tiene tres cuerpos y forma una pirámide cuadrangular truncada, a la cual se sube por un plano inclinado, que corresponde exactamente a uno de los lados. De la cima de esta pirámide se alcanza a divisar, el Océano Pacífico, cuyas aguas asoman en lontananza, confundiéndose con el azul de los cielos, cuando el horizonte está completamente despejado.
El monte denominado Supay-urco y el que se levanta sobre el pueblo de Cumbe, parece que serían también adoratorios, en los cuales no sería aventurado creer que se sacrificaban víctimas humanas.
En el distrito de Cañar, en una hondonada, que está en las cordilleras del lado occidental, hay unas ruinas notables, conocidas con el nombre de Hana-cauri, palabra que restituida a su exacta pronunciación debía ser indudablemente Hának-Huari. Llamábanse así los lugares sagrados, en que, según las creencias supersticiosas de los indios, habían venido al mundo sus mayores, los padres o progenitores de la tribu. El hának-Huari era, pues, como la cuna de cada nación o parcialidad, y, por este motivo, se tenía por lugar sagrado, en el que se rendía adoración a los númenes tutelares de la tribu.
En el hának-huari de Cañar hay una roca grande levantada en medio de una plataforma semicircular: la roca está trabajada en forma de mesa cuadrangular, con asientos a cada lado y ciertos recipientes o fuentes, que comunican por medio de canales angostos con la tabla dirémoslo así de la mesa. ¿Cuál sería el objeto, a que estaba destinada esta construcción? ¿Sería, acaso, una ara, donde se sacrificaban víctimas humanas? Esas canales ¿servirían, tal vez, para conducir la sangre de las víctimas a los recipientes preparados para recibirla?... Nada podemos asegurar con certidumbre, y tan sólo nos limitamos a emitir, con reserva, ciertas conjeturas, que no carecen enteramente de fundamento.
No es el Ecuador el único punto de la América Meridional, donde se han encontrado restos de los teocallis o adoratorios de los nahuas, esa raza poderosa que pobló Centro América y el valle de Anáhuac, en tiempos muy remotos. La presencia de los nahuas en la América Meridional se puede hacer constar por las huellas que han dejado, desde las llanuras de Bolivia en Tiahuanaco hasta los valles de Nicaragua, al otro lado del istmo de Panamá. Esos adoradores de la milicia celeste, que construían grandes pirámides por templos y que levantaban sus altares al aire libre, descendieron, probablemente, a la América Meridional, cuando sus tribus no habían alcanzado todavía en su civilización aquel grado de desenvolvimiento, a que llegaron más tarde en la América Central y en Méjico; pues la época de sus emigraciones no está bien determinada. Hasta en la lengua de los pueblos de la costa ecuatoriana y de los llanos septentrionales del Perú no sería difícil encontrar analogías con la de los famosos nahuas, fundadores del impero de Xibalba.
Encuéntrase también entre algunas tribus del Ecuador la costumbre de deformar el cráneo artificialmente, ya alargándolo hacia arriba, ya deprimiéndolo por la frente y la nuca hasta dar una figura ancha y desapacible a la cabeza y al rostro. Esta costumbre la hallamos en muchos otros pueblos de América, con quienes no sabemos que los paltas y varias tribus de Manabí hayan tenido trato ni comunicación alguna. La costumbre de deformar el cráneo, ¿nació de una tradición que remontase su origen a la cuna de los pueblos que la practicaban? El tronco de donde éstos procedieron ¿fue uno solo y común a todos? ¿Fue, acaso, asimismo en su origen una sola la tribu que adquirió esa costumbre? ¿O, por el contrario, semejante práctica no tuvo otro origen, sino el deseo de singularizarse, innato en el hombre, y tanto más vivo cuanto menos adelantado se encuentra en cultura y civilización?
Lo mismo podemos decir del tatuaje, que practicaban algunos pueblos de la costa de Esmeraldas, pues la usanza de pintarse el cuerpo, de cubrirse todo él con rayas de colores, con puntos y dibujos caprichosos no es otra cosa, sino los arreos y la gala con que el salvaje pone de lujo su desnudez. Esta práctica no arguye, por lo mismo, identidad de origen histórico en los pueblos que la usan, sino unidad de naturaleza en el hombre, sea cualquiera la zona de la tierra en que habite y el grado de civilización en que se encuentre. No obstante, algunas tradiciones, algunos usos y costumbres pueden dar a conocer el origen de un pueblo y sus relaciones de procedencia con otros, más conocidos y famosos en la historia. Tal es la tradición del diluvio y el culto de las guacamayas, que encontramos entre los cañaris y en los mitos religiosos de los célebres mayas y quichés, pobladores de la península de Yucatán y de Guatemala.
Mas, (volveremos a preguntar), la tradición del diluvio, que conservaban los cañaris y otras muchas naciones de América, ¿se refería al diluvio del Génesis hebraico? ¿era, tal vez, un recuerdo de antiguos cataclismos geológicos, sucedidos en el Nuevo Continente? En todas estas tradiciones hay una circunstancia particular muy digna de ponderación y es la relativa a la manera cómo se volvió a poblar la tierra después del diluvio, y esto nos hace conocer que las antiguas razas del continente americano habían localizado cada una en su propia provincia la tradición hebraica, perdiendo con el transcurso del tiempo las nociones claras y exactas, que, acaso, tuvieron en un principio de aquel famoso acontecimiento, contenido en las enseñanzas religiosas así hebreas como cristianas. ¿Habían llegado hasta estos pueblos algunas nociones confusas del Cristianismo? Las razas americanas, ¿poseían esas tradiciones antes de su inmigración a este continente? Estas cuestiones no pueden tener respuesta satisfactoria en el estado actual de nuestros conocimientos históricos.
Garcilaso refiere que los cañaris adoraban piedras grandes, como divinidades particulares suyas: esta noticia, tan vaga, ¿no podría tenerse como un indicio de la adoración de la piedra misteriosa, que mantenían oculta los mayas, envuelta en lienzos, para sustraerla de la vista de los profanos? El culto de los árboles grandes ¿no sería reminiscencia del culto de las ceibas, tan reverenciadas en la América Central? Garcilaso dice que los cañaris eran tribus bárbaras, muy groseras; pero la Arqueología, merced a los casuales descubrimientos de Chordeleg, desmiente completamente la aseveración de Garcilaso. El descendiente de los monarcas del Cuzco, en su deseo de enaltecer ante la nación conquistadora a sus regios progenitores maternos, pintaba como bárbaras y salvajes a todas las naciones indígenas vencidas por los incas. ¿Qué mucho que haya calificado como salvajes a los cañaris, acerca de quienes no tendría noticias exactas? La autoridad de Garcilaso debe admitirse con reserva en todo cuanto se refiere a las antiguas naciones indígenas del Ecuador.
Esos ligeros rasgos de semejanza entre algunas prácticas supersticiosas de los incas y los Sacramentos de la Iglesia Católica ¿podrán tomarse como vestigios de una tradición cristiana confusa y casi borrada ya completamente, con el largo transcurso del tiempo, en un pueblo compuesto de gentes que carecían absolutamente de escritura? ¿Sería, tal vez, un recuerdo debido a enseñanzas budistas? En tal caso, ¿dónde se recibieron esas enseñanzas? Las tribus americanas recibieron esas enseñanzas allá en las llanuras del Tibet, de donde trasmigraron a este Nuevo Continente? ¿Habría, por ventura, alguna comunicación entre el Asia oriental y las regiones de América?
Grandes inmigraciones han sido no sólo posibles sino fáciles entre el antiguo y el Nuevo Continente. La configuración de los continentes y la distribución de las aguas no han sido siempre las mismas sobre la superficie del globo en todos los tiempos, sino que han variado en las diversas épocas geológicas. Variando la forma de los continentes y la extensión de los mares, ha debido cambiar también la condición del clima y de la temperatura de los lugares habitados por el hombre, facilitando en unos casos y retardando en otros las inmigraciones de los pueblos, de un punto a otro de la tierra.