Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo VI

Historia general de la República del Ecuador: Tomo primero
de Federico González Suárez
Capítulo VI: Sistema de gobierno e instituciones políticas de los incas
Dominación de los incas en el distrito del Ecuador.- Sistema de gobierno.- División de las tierras.- Organización del trabajo.- Propiedad y distribución de las aguas.- Vestido y habitaciones.- Servicios y trabajos exigidos por el soberano.- Manera como estaban divididos los pueblos.- Auxilios recíprocos.- Autoridad de los incas.- Sus medidas políticas para mantener sujetos a los pueblos.- Formación del ejército.- Las conquistas.- Leyes penales.- Juicios.- Diversas clases sociales.- La nobleza.- El sacerdocio.- Los amautas.- La persona del Inca.- Instituciones religiosas para el culto del Sol.- Fiestas y sacrificios.- Defectos graves del sistema de gobierno de los incas.- Condiciones con que parece que se estableció en el antiguo Reino de Quito.


Aunque en los capítulos anteriores hemos dado a conocer ya el sistema de gobierno de los incas, con todo, en el presente expondremos con alguna extensión las condiciones de semejante manera de gobierno y el punto de civilización a que habían llegado las tribus indígenas bajo el cetro de los monarcas del Cuzco.

Apenas podrá haber una manera de gobierno más especial que el de los incas: habían resuelto éstos el difícil problema de la conservación del bienestar común, con el repartimiento igual de los bienes de fortuna entre los asociados. Los pueblos que componían el imperio de los incas eran exclusivamente agricultores y entre ellos no había comerciantes ni industriales; pues, aunque se trabajaban muchas minas en varios puntos del imperio, la extracción de los metales no tenía por objeto ni la utilidad privada ni la utilidad común, sino el hijo de los soberanos y el esplendor en el culto religioso. Los incas no conocían ninguna clase de moneda, y bajo su administración allí donde lograban establecer completamente su sistema de gobierno, cesaba al punto toda transacción mercantil, y los pueblos, por grandes que fueran, pasaban a la condición de pupilos del soberano.

El terreno se dividía en tres partes desiguales: una se consagraba al Sol, de otra se apropiaba el Inca, y la tercera se destinaba para el pueblo.

A cada padre de familia se le señalaba una determinada extensión de terreno, para que la tuviera a su cuidado y la cultivara con sus propias manos. Según el número de hijos que componían la familia, se aumentaba o disminuía cada año la porción de terreno, pues por cada hijo varón se le adjudicaba una medida igual a la del padre, y por cada hija se le daba una mitad más. El soberano les repartía la semilla necesaria para la siembra de cada año, y vigilaba sobre todo los trabajos del cultivo. Nadie podía estar ocioso; ni el niño que principiaba a disfrutar de la vida, ni el anciano agobiado bajo el peso de los años: el ciego, condenado al parecer por la misma naturaleza a la mendicidad, y el enfermo, cuyos miembros estaban estropeados por la desgracia, todos debían trabajar, unos ojeando los pájaros en las sementeras, otros limpiándolas de hierbas inútiles; éstos amasando el barro en la alfarería, aquellos recogiendo los parásitos de sus propios cuerpos, para entregar cantidades determinadas de ellos en cañutos de plumas, según la tasa y medida, que a cada cual se le había impuesto.

Los indios, tan inclinados por su naturaleza a la holganza y a la inacción, se veían, por una dichosa necesidad social, en el caso de someterse bajo la vigilancia del gobierno a la moralizadora ley del trabajo.

En el sistema administrativo de los incas estaba suprimida completamente la propiedad individual: todas las tierras eran del soberano, quien, todos los años; verificaba un nuevo reparto de ellas, teniendo en cuenta la compensación entre los muertos y los recién nacidos en cada pueblo y familia. No había un solo individuo que no recibiera su determinada extensión de terreno: si era sano y robusto, había de cultivarla por sí mismo; solamente los enfermos, las viudas y los que se hallaban ocupados en la guerra, en la extracción de metales o en la construcción de tambos, palacios o templos tenían derecho a que los demás de la tribu les cultivaran sus campos.

En la labranza de los campos se guardaba inviolablemente una costumbre, digna de consideración, pues se daba la preferencia a los de los particulares, luego a los del Inca y, por fin, a los del Sol, y no se principiaba a cultivar los de éste sino cuando los del pueblo estaban ya trabajados.

Para remediar la escasez en los años en que se perdieran o fuesen malas las cosechas, mandaba recoger el Inca en graneros públicos todo el exceso de las cosechas de cada año, medida con la cual no estaba nunca expuesto el pueblo a los horrores del hambre. Tanto más recomendable parecerá esta disposición, cuanto mejor se conozca el carácter apático, imprevisivo y derrochador de los indios. ¿Quién no los ha visto gastar en un día de diversión la cosecha de todo un año, reducida completamente a su predilecto licor fermentado, la chicha, de la cual, por más que beban, nunca están hartos?... Durante el gobierno de los incas, dicen a una voz los cronistas castellanos, no hay memoria de que provincia ninguna haya sido desolada por el hambre: si en una comarca cualquiera se perdían las cosechas, ahí estaban las trojes del Inca siempre llenas de granos de reserva para acudir inmediatamente a las necesidades de los pueblos.

Pertenecían también al Inca las aguas de todo el imperio y, por esto, el Inca era quien las distribuía a las provincias y territorios, dándole a cada uno el derecho de propiedad sobre ciertos y determinados ríos, mandando romper acequias y construir canales y reglamentando prolijamente el tiempo y la hora que había de correr el agua por cada localidad, cuando ésta era muy árida y el riego podía ser motivo de riña entre varios pueblos.

El Inca era quien mandaba amojonar los campos, deslindando el territorio de cada pueblo, y a nadie le era lícito dislocar las señales que el soberano había puesto como término en los campos; en las heredades y en las provincias. Propiedad del Inca eran los rebaños de llamas, alpacas y vicuñas que pastaban en los páramos de la cordillera de los Andes: por esto, en el Cuzco se llevaba cuenta menuda y prolija del número de cabezas de que constaba cada rebaño, y se sabía dónde debía ser pastoreado, y quiénes estaban encargados de su custodia. Cada año, en épocas señaladas se hacía el esquileo; los vellones de lana se contaban y almacenaban en los depósitos comunes, y de allí se distribuía a cada individuo la cantidad que le era necesaria para su vestido. En nada había ni el más insignificante desperdicio, porque, como los indios no podían cambiar ni la forma ni el color ni la condición de sus vestidos, era muy fácil tasar la cantidad de lana que cada uno había menester. A cada provincia le estaba señalado el color del vestido y la manera de tocado que había de usarse en ella. Las prendas del vestido eran casi las mismas en todas partes. Una túnica estrecha, a raíz de las carnes, sin mangas: paños de honestidad y una manta larga, en la que se envolvían el cuerpo, eran las prendas indispensables para el vestido de los varones. Las mujeres llevaban ceñida a la cintura con una faja sobre la túnica interior, una manta que les daba vuelta al cuerpo y cubría hasta más abajo de las rodillas: a las espaldas traían otra manta más angosta, cuyos extremos cruzaban sobre el pecho, ajustándolos por medio de un prendedor, el cual era de oro, de plata o de cobre a proporción de las riquezas y jerarquía social de la persona. Las mujeres del pueblo se engalanaban con una espina gruesa de la penca de cabuya, que hacía para ellas las veces del prendedor o tupo de oro, que ostentaban las pallas o princesas de la corte.

La taleguilla para la coca, que colgaban al lado izquierdo, y las sandalias con que calzaban sus pies, tales eran las prendas que completaban ordinariamente el vestido de los indios sujetos al imperio de los incas.

Si eran propiedad del soberano todos los ganados, si el soberano era quien mandaba hacer el esquileo y quien distribuía la lana, también el soberano era el único dueño de todo el algodón que se recogía en todo el imperio: por su orden se plantaban los algodonales, por su orden se recolectaba la cosecha, y él mismo era quien repartía los copos que habían de hilarse y tejerse para vestido de sus súbditos.

El oficio de hilar la lana y el algodón era propio y exclusivo de las mujeres, y el de tejer los lienzos y urdir las mantas estaba reservado ordinariamente a los varones; aunque todo indio debía ser diestro en hacer aquellas cosas que eran indispensables, como edificar una casa, labrar la tierra, regar el campo y fabricar armas y calzado.

La forma de las casas y el tamaño de ellas eran idénticos casi en todas partes e invariables, limitándose, generalmente en todo a lo preciso para satisfacer la necesidad de vivir bajo techado y nada más, porque en todo se contentaban con la sobriedad: vestidos, los indispensables; habitación, reducida: la holgura no la buscaba ni la echaba de menos la gente del pueblo.

El Inca exigía apretadamente de sus súbditos el tributo del trabajo personal, y este trabajo era la única contribución impuesta en el imperio regido por los monarcas del Cuzco. Todo individuo estaba obligado a emplear una parte del tiempo trabajando para el soberano: cada uno se ocupaba en hacer obras de su arte y oficio determinado. El alfarero, objetos de barro; el platero, la vajilla de oro y de plata, los ídolos, los vasos y demás utensilios destinados tanto para el servicio del Inca como para el adorno de los palacios y el ministerio del culto religioso en los templos: los tejedores trabajaban la ropa que había de guardarse en los depósitos comunes, y así todos los demás artífices de armas, de escudos, de yelmos y de calzado. Pero mientras un indio se ocupaba en trabajar para el servicio del Estado, era alimentado de la hacienda del soberano, y no de la suya propia. Asimismo se exigía el trabajo personal para la construcción de los templos del Sol, de los palacios del Inca, de los tambos y depósitos comunes, y para la apertura de caminos y formación de acequias y canales. En este trabajo, lo mismo que en el laboreo de las minas y extracción de los metales, se alternaban por compañías más o menos numerosas los indios de todas las provincias, según el tiempo que debía durar la ocupación de cada parcialidad.

El indio no podía viajar por su propia voluntad, ni cambiar de habitación libremente: estaba siempre a disposición del soberano, y, cuando las necesidades o conveniencias de la política lo exigían, se lo arrancaba de su hogar y se lo trasladaba perpetuamente a otra provincia remota, obligándole hasta a olvidar su lengua materna, porque le era prohibido hablar en ella y debía aprender la lengua del Inca.


Semejantes condiciones de vida hacían dispensable una organización política especial en la sociedad, y así lo era, en efecto, la del imperio de los incas. El nombre de Perú era desconocido para ellos, pues el término propio con que designaban todo el territorio sometido a su imperio era el de Tahuantinsuyo, como quien dice la redondez de la tierra. Ésta la tenían dividida en cuatro departamentos, correspondientes a cada uno de los cuatro puntos principales del horizonte: región del Oriente Antisuyo, región del Occidente Contisuyo, región del Mediodía Collasuyo, región del Norte, en la cual estaba comprendido el antiguo Reino de Quito, Chinchasuyo. En cada una de estas cuatro regiones o departamentos tenían puestos sendos gobernadores, que venían a ser como cuatro virreyes, de quienes se componía el supremo consejo del Inca. Siempre que se conquistaba y agregaba al imperio una nueva provincia, acostumbraban, como medida política muy sagaz los incas, conservar en el mando de las tribus a sus propios jefes o curacas, que venían a ser en este caso los gobernadores naturales de sus respectivos pueblos, sujetos y subordinados inmediatamente al superintendente del departamento a que pertenecían.

Los pueblos estaban sometidos a la más constante vigilancia. Para esto, se los acostumbraba dividir en grupos de a diez, de a cincuenta, de a ciento, de a mil y de a diez mil, sobre cada uno de los cuales había un superior, encargado de cuidar y gobernar a su sección respectiva. Cada mes, el jefe inferior daba cuenta a su inmediato superior de todo cuanto había pasado en su grupo, y de este modo llegaba a conocimiento del Inca hasta la más insignificante circunstancia que podía llamar la atención en el punto más remoto de su dilatado imperio. La noticia era comunicada de un subalterno a otro, y así, por medio de los gobernadores de los cuatro grandes departamentos, pasaba a conocimiento del soberano. Los decuriones o jefes de diez individuos tenían obligación de visitar a sus dependientes cuando éstos estuvieran comiendo, para vigilar sobre el aseo y limpieza de sus habitaciones y personas. Tanta era y tan íntima la dependencia y sujeción en que los monarcas del Cuzco mantenían a sus súbditos.

Por esto, todas las casas debían estar abiertas a la hora de la comida, a fin de que el decurión pudiera entrar a visitarlas sin dificultad ninguna.

Los incas habían discurrido varios arbitrios humanitarios para procurar difundir entre sus súbditos cierto espíritu de unión fraternal, de compasión recíproca y de armonía social. Todos los moradores del mismo pueblo debían reunirse dos veces al mes, para comer juntos a cielo raso, en el campo, presididos por sus curacas: a estos banquetes públicos solían ser llevados los enfermos, los lisiados, los ciegos, para que nadie se tuviera en menos ni fuera despreciado. Ésos querían los incas que fuesen días de regocijo y de alegría común. El terreno de la viuda, la heredad de los huérfanos, el campo de los enfermos no quedaban nunca eriales ni sin cultivo: la tribu entera acudía a labrarlos antes que las tierras del Inca. Lo mismo se hacía con el terreno del indio que se hallaba ausente, ahora estuviese en campaña sirviendo como soldado, ahora hubiese ido a trabajar lejos en el laboreo de las minas.

Pero ¡cuán desapiadada no era la autoridad cuando, cediendo a las exigencias de la política, sacaba a las familias y las desterraba para siempre de un extremo a otro del imperio, como colonos forzados o mitimaes, pobladores de provincias nuevamente conquistadas!... La autoridad de los incas extendía despóticamente su mano inexorable y arrancaba de sus hogares a pueblos enteros, que no tenían más crimen que el amor de su independencia. Medida atrevida, si la hubo, y que no pudo ponerla en práctica jamás conquistador ninguno de los tiempos antiguos. Verdad es que los incas cuidaban de que el clima de la provincia a donde mandaban los mitimaes fuera semejante al de la localidad de donde los sacaban, verdad es también que procuraban endulzar la amargura del destierro perpetuo por medio de los privilegios y mercedes que concedían a los nuevos colonos; pero no por eso la medida dejaba de ser una de las más crueles que la política haya podido inspirar a los soberanos despóticos. En el sistema de gobierno de los incas el individuo era inmolado a las necesidades del imperio.

La política sagaz de los hijos del Sol había discurrido otro arbitrio más seguro para mantener sujetas a las provincias nuevamente conquistadas, y era el de conservar en rehenes en el Cuzco a los hijos de los curacas, con el pretexto especioso de honrarlos, enseñándoles la lengua y los usos de la corte, con lo cual cohonestaban su disimulado propósito de vasallaje y sujeción. Otras veces se llevaban cautivos a los mismos curacas, y, aunque en el Cuzco lo trataban bien, no les permitían volver a sus tierras. Así lo hicieron en el Ecuador con uno de los régulos de Puruhá y con varios de los cañaris, a los que tuvieron en decoroso confinio en el Cuzco, hasta que fallecieron.

Diremos algo acerca del sistema militar de los incas. Todo varón debía saber manejar las armas y ser soldado: principiaba la obligación del servicio militar cuando el joven había cumplido veinticinco años de edad, y no quedaba exento de ella sino después que completaba sesenta. Aunque todo varón debía ser soldado, no obstante, no se le ocupaba siempre, sino tan sólo por un tiempo determinado, y después se le permitía volver a descansar entre los suyos. Por lo regular, el tiempo de servicio no excedía de tres meses en la costa para los soldados de la sierra medida prudente y suave, con la cual manifestaban los incas que su poder, aunque absoluto, no dejaba de ser casi siempre humanitario.

Los ejércitos se componían de cuerpos formados de compañías de soldados que manejaban una misma arma; así había cuerpo de honderos de lanceros, etc. El jefe primero del ejército era en rigor el mismo Inca, pero siempre había un general que estaba a la cabeza de las tropas, y a quien se encomendaba el cuidado de todo lo relativo a la milicia: éste era siempre un inca principal y tenía bajo su dependencia otros jefes y capitanes, porque en la organización del ejército se había reproducido la organización de la nación, distribuyéndolo en decenas, veintenas, centenas y millares. Cada compañía llevaba su insignia, y el ejército la bandera o enseña del Inca, en la cual iba desplegado el arco iris con sus brillantes colores. El uniforme de las tropas consistía en el mismo vestido propio de la tribu a que pertenecían los soldados.

Las armas unas eran ofensivas y otras defensivas: las ofensivas se reducían a lanzas, macanas, porras de madera erizadas de pedernales cortantes, masas pesadas y rompecabezas, formados de un bastón de madera grueso, guarnecido de una argolla de piedra o de metal con puntas. Arma ofensiva era también la honda, con la cual lanzaban proyectiles a grandes distancias. Las defensivas consistían en escudos y rodelas, en capacetes y morriones de madera o de cuero y en petos de algodón acolchados.

Entre las armas ofensivas debemos contar también las enormes galgas que hacían rodar de las pendientes de los cerros, para que, descendiendo de bote en bote, causaran daño a los enemigos.

Aunque para las funciones religiosas y la celebración de las fiestas de sus ídolos tenían muchas tribus unas bocinas o trompetas, ya de madera ya de metal, con todo parece que los incas no emplearon nunca estos instrumentos en la milicia, y sus ejércitos se congregaban al son de ciertas trompas bélicas formadas de caracoles marinos, cuya concha estaba adherida a un tubo o caña hueca de madera. Tocaban también la flauta y el pito, pero su música era más bien un ruido desordenado que una combinación armónica de sonidos.

A estos instrumentos músicos empleados por los incas en la milicia, debemos añadir el tambor, usado sin excepción por todas las naciones indígenas americanas así salvajes como civilizadas.

Conviene hacer mención también aquí de los cascabeles de que gustaban tanto los indios, como adorno y joya para sus personas en los días en que se vestían de gala para celebrar sus fiestas o entrar en combate en las guerras y conquistas. De cascabeles llevaban cuajada la rica manta de algodón algunos régulos de los cañaris, y de cascabeles traían guarnecidas las manillas y ajorcas los guerreros de la Puná y varios de los jefes principales del ejército de los incas.

Para el sostenimiento de las tropas en tiempo de guerra tenían almacenada en las trojes públicas de cada provincia una gran cantidad de granos, de vestidos, de armas, de vitualla para el uso de los soldados. De este modo tan previsivo, evitaban los incas las molestias que el paso de los ejércitos suele causar a los pueblos amigos hasta en las naciones más cultas. Como los incas eran guerreros, como de la conquista habían hecho el fin principal de su dinastía y como todos ellos estuvieron constantemente con las armas en la mano, a nadie le debe sorprender que hayan excogitado tantos recursos para la más cómoda marcha de sus ejércitos. Su objeto era; ante todo, conservar en abundancia sus pueblos y ensanchar sin medida los límites de su imperio. En sus conquistas empleaban la seducción y las promesas como medios de vencer, y buscaban antes un avenimiento ventajoso que un triunfo sangriento. Por esto, la conquista solía principiar primero por invitaciones amistosas, con las cuales se proponían evitar la guerra y los desastres que son consecuencia de ella: trataban bien a los que se sometían de buen grado a la obediencia del Inca y condescendían con los vencidos en todo aquello que no perjudicaba a los intentos de su política absorbente. Así, no destruían los ídolos de las naciones vencidas, antes los adoraban y ofrecían sacrificios, pero exigiendo siempre que se rindiera al Sol ese culto oficial, solemne y público, que ellos le tributaban en el Cuzco, como a progenitor divino de su raza.

En el sistema religioso de los incas la creencia en la divinidad del Sol llevaba consigo necesariamente no sólo la obediencia y el respeto, si no la adoración a la persona del soberano como hijo del dios, fundador del imperio y tutelar de la raza afortunada de los incas. El indio debía creer que sus soberanos eran hombres de una naturaleza extraordinaria y muy superior a la humana: eran hombres divinos. ¿Quién tenía, por lo mismo, el derecho de resistir a los hijos del Sol? De aquí esas represalias feroces y exterminadoras que ejecutaban contra los pueblos que se les rebelaban: el pueblo rebelde que hacía armas contra el Inca después de haberle jurado obediencia, era pasado a cuchillo inexorablemente, como reo de un crimen de lesa religión. La historia de los incas recuerda más de un hecho feroz, como el exterminio sangriento de los belicosos caranquis.

Pocos crímenes podían cometerse en una nación sometida al régimen minucioso y severo de los incas. Y, en efecto, en el pueblo regido por los monarcas del Cuzco si había faltas y crímenes, no se deploraban esos vicios generales, que tan frecuentes son, por desgracia, hasta en los pueblos más civilizados. Debíase esto en gran parte a la pronta y casi instantánea, dirémoslo así, ejecución de la justicia. Cinco días era el término mayor que pedía durar un juicio en los tribunales peruanos, y al quinto día la sentencia debía estar ejecutada y el reo castigado, porque en tan sumario procedimiento judicial el fallo de los jueces era inapelable: parece que los incas estaban convencidos de que la dilación en los juicios era una especie de impunidad para los criminales.

Cada curaca era juez de su tribu, y los decuriones y demás jefes de los grupos sociales, en que estaba dividida la nación, hacían el oficio de fiscales y de jueces de los individuos puestos bajo su dependencia.

Los litigios entre las provincias los juzgaba el Inca en persona.

La legislación criminal de los incas no establecía más que tres clases de penas: la de infamia, la de golpes y la capital; reprensión, golpes, muerte. El criminal era condenado con demasiada frecuencia al último suplicio.

El desaseo, la ociosidad, la mentira se castigaban con golpes más o menos dolorosos, que el culpable sufría en las piernas y en los brazos. El incendiario, el homicida, el que trastornaba las linderas de los campos, el adúltero, el que blasfemaba contra el Sol o contra el Inca, el que violaba la castidad de las vírgenes del Sol eran condenados al último suplicio. Los envenenadores eran condenados a muerte juntamente con toda su familia. Criminales hubo también, a quienes condenaron algunos incas a prisión perpetua en fortalezas construidas con aquel objeto, y a destierro y confinio en los valles calientes de la costa. Ocasiones había además en las que a los reos condenados a muerte se los sometía a tormento, antes de quitarles la vida. En cuanto a la ejecución del castigo, había no poca variedad: unas veces se daban golpes con piedras en la espalda para magullar al culpable, y esto se hacía cuando se le imponía una pena grave. A los reos de muerte se los ahorcaba, se los enterraba vivos o se los despeñaba en abismos profundos. A la esposa culpable de adulterio se la mataba, colgándola de los pies, para que pereciera sofocada.

La recta administración de justicia estaba asegurada, entre otras medidas menos eficaces, con la de las visitas que se practicaban de tiempo en tiempo, unas veces por el Inca en persona, y otras por sus ministros enviados a las provincias especialmente con ese objeto. Como cada decurión estaba condenado a sufrir el mismo castigo que el criminal, cuando éste no era entregado a la justicia, la vigilancia y solicitud de los decuriones eran muy activas, y de ese modo la moral social estaba menos expuesta a relajación.


Varios órdenes o jerarquías sociales componían el Estado. El Inca estaba a la cabeza del imperio y lo gobernaba como soberano divino, cuya autoridad no reconocía límites. La familia del Inca constituía la primera clase social, a la que pertenecían los hijos, que, según las leyes del imperio, eran tenidos como legítimos por haber nacido de las esposas de sangre real. Seguían a éstos los príncipes bastardos, habidos en las numerosas concubinas del soberano.

Cada Inca había formado una familia numerosísima y de todos ellos se componía la nobleza de la sangre, en la cual estaban vinculados todos los cargos del imperio. Gozaban también del privilegio de nobles todos los descendientes de los compañeros de Manco Capac, fundador de la monarquía.

Clase aparte constituían también los curacas y sus familias y todos aquellos régulos de las provincias y jefes de las tribus conquistadas, que eran en número muy considerable.

Los intérpretes de los quipos, los artífices de todas aquellas artes conocidas en el imperio, los maestros del idioma quichua, depositarios de los conocimientos astronómicos y tradiciones históricas, y los sacerdotes dedicados al culto oficial del Sol formaban otra clase social, distinta de las demás. Los príncipes de la sangre, los sacerdotes, los nobles y los amautas o sabios estaban exentos del tributo del trabajo y vivían a expensas del Estado.

La contribución del trabajo pesaba, pues, únicamente sobre la clase popular, que formaba el número mayor de la población y vivía condenada definitivamente a sostener a las demás. Por último la ínfima clase social la constituían los yanaconas o sirvientes de las casas del Inca, de los curacas y de los nobles.

Los yanaconas serían, probablemente, los descendientes de antiguas tribus vencidas y, por lo mismo, condenadas a servidumbre. Éstos, aunque se ocupaban en oficios serviles, no eran esclavos, pues en la organización social de los incas era desconocida la esclavitud. Cosa digna de ponderación en gentes, a quienes no había alumbrado todavía la luz del Evangelio.

Los curacas gozaban del derecho de ser servidos por sus súbditos, y así éstos eran quienes estaban obligados a cultivar los campos de aquellos, a construirles casas y en algunas provincias también a conducirlos de una parte a otra, cargándolos en andas o palanquines, como pajes de litera. Pero, asimismo un curaca perdía su gobierno cuando daba muerte injustamente a alguno de sus súbditos, y aun hasta cuando era remiso en acudir a comer en público con la gente de su pueblo los días señalados cada mes por las leyes del imperio.

La familia podemos decir que en rigor no existía en la organización social discurrida por los incas, y puesta en planta en los pueblos que ellos conquistaron. Los curacas y los nobles podían contraer matrimonio con cuantas mujeres quisieran; y los incas de tal modo abusaron de la poligamia, que en su serrallo las concubinas llegaron a contarse por centenares. Por otra parte ¿no fueron los hijos del Sol quienes establecieron como ley sagrada de familia el incesto entre hermanos, declarándolo como el único matrimonio legítimo? ¿No era, por ventura, el hijo de tan repugnante ayuntamiento el heredero legítimo de la corona?

Sin embargo, la mujer, aunque no ocupaba en el hogar doméstico de los incas el lugar de compañera del varón, y aunque era propiamente una sirviente de éste, con todo hasta cierto punto, conservaba la dignidad de esposa, honrada con aquel decoro, que era posible en una familia constituida bajo los tristes auspicios de la poligamia. Por lo que respecta a los hijos, como los súbditos de los incas vivían abrumados por el peso constante del trabajo, no podía menos de suceder que los padres los consideraran, ante todo, en razón de la utilidad que podían sacar de ellos, para hacer con su auxilio menos intolerables las fatigas a que eran condenados. El cariño y la ternura de los afectos venían de este modo a agotarse casi completamente en el corazón de los padres.

La obediencia, la más ciega y absoluta obediencia, era la primera virtud y la indispensable disposición de ánimo de los súbditos de los incas. Jamás soberano alguno llegó a exigir una obediencia y sumisión más completa de parte de sus vasallos. El Inca reunía en su persona todas las autoridades posibles en una nación: como hijo del Sol era el primer sacrificador y el verdadero jefe supremo de todos los sacerdotes, y así en las fiestas principales del año él era quien ofrecía por sí mismo las libaciones a su padre, el Sol. Su voluntad era la única ley del imperio, y no estaba obligado a pedir consejo a nadie: si alguna vez se dignaba escuchar a los grandes de su corte, semejante condescendencia era un acto libre de su voluntad, a cuya observancia no estaba obligado por ley alguna: mandaba los ejércitos, disponía las conquistas, declaraba la guerra, concedía el perdón o condenaba al exterminio, sin que nadie tuviese derecho de reclamar ni de oponerse a su omnímoda voluntad.

Raras veces se dejaba ver en público, habitaba en palacios suntuosos, que él mismo se había mandado construir; los objetos destinados para su servicio eran sagrados, y cuanto había tocado su mano o estado en contacto con su persona adquiría un carácter divino y era necesario consumirlo en el fuego, a fin de evitar que fuese profanado. Los más grandes personajes de su corte entraban a su presencia agobiados por una carga ligera y le hablaban con los ojos bajos, sin que les fuese lícito alzarlos, sin su permiso, para mirarle al rostro. La joven que era introducida a su tálamo, se tenía por feliz; y la mano de alguna de las que habían sido concubinas del hijo del Sol era premio ambicionado por los más orgullosos curacas del imperio.

Cuando salía en público era conducido en una litera de oro a hombros de sus súbditos: las poblaciones se agolpaban a su paso, el camino por donde habla de seguir su marcha estaba limpio hasta de las más menudas pajas y profusamente enalfombrado con flores. Cuando se dignaba descorrer el velo que le cubría, las muchedumbres apiñadas en el camino ponían el rostro en tierra y prorrumpían en estrepitosas aclamaciones de júbilo. Entonces, el vestido tejido de algodón o de finísima lana de vicuña, recamado con hilos de oro, los enormes pendientes del mismo brillante metal que reposaban sobre sus hombros, los collares, brazaletes y pechera también de oro engastados de piedras preciosas hacían aparecer al monarca con un aspecto deslumbrador ante la vista de la conmovida muchedumbre.

La cinta de lana de vicuña que le ceñía la cabeza, la borla carmesí que colgaba sobre su frente, y, en ocasiones solemnes, las plumas del misterioso coraquenque que le formaban una como guirnalda, sostenida por una plancha de oro, completaban el regio uniforme del hijo del Sol.

Había en el Perú una provincia entera cuyos habitantes tenían el cargo de proporcionar indios robustos adiestrados a llevar el paso igual, para que sirvieran en el oficio de conducir la litera o trono portátil del Inca. Y se asegura que el que se caía o tropezaba era condenado a muerte.

Otras provincias debían dar músicos y bailarines, que acompañaran la comitiva del Inca, solemnizando la marcha con cantos y danzas. Así, el viaje de los incas al través de su imperio se transformaba en una procesión alegre y pomposa, en una marcha triunfal, en la que las demostraciones de júbilo y de entusiasmo de los pueblos daban bien a entender que no sólo admiraban a su soberano, sino que le adoraban como a hijo de su divinidad tutelar.

Heredaba el imperio el hijo primogénito del monarca, habido en su hermana y esposa legitima. Cuando llegaba a la edad de diez y seis años, se le concedía con grande aparato la investidura de príncipe heredero del imperio. Esta ceremonia iba precedida de varios días de ayuno, de austeridades penosas y de ejercicios militares, en los que se probaba su robustez, su agilidad y su presencia de ánimo. Cuando salía bien de estas pruebas, se le horadaban las orejas con un alfiler de oro, para que principiara a llevar los grandes pendientes, que eran el distintivo de su raza. El mismo día eran condecorados también otros incas jóvenes, descendientes de las nobles familias del imperio.

Los cronistas castellanos han descrito menudamente todas las ceremonias que se solían practicar en aquella ocasión, haciendo notar la semejanza que se encuentra entre aquella práctica de los incas y el acto de armar caballeros, que se acostumbraba en varias naciones de Europa durante la Edad Media. Los incas exigían de sus hijos que fuesen esforzados en los peligros, fuertes para sufrir dolores en su cuerpo y soportar toda clase de privaciones, animosos para acometer y firmes en resistir. Para esto les obligaban a dormir sin abrigo en el suelo, a pasar largas horas de la noche en vela a la intemperie, a hacer carreras dilatadas, sufrir latigazos en las piernas desnudas, sin dar señales de sensibilidad, y acometer y defender sucesivamente una fortaleza en combates simulados. Estaban convencidos de que eran raza conquistadora, y era para ellos grande timbre de honra tener el cuerpo endurecido en las fatigas y el ánimo impávido en los peligros: la mayor afrenta que se podía dirigir a un Inca era apellidarle Mizhqui-tullu, hombre de huesos blandos.

Finalmente la exposición del sistema de gobierno y de las instituciones de los incas no sería completa, si no dijéramos una palabra acerca de las fiestas religiosas que tenían lugar durante el año.


Debemos hacer notar aquí que los indios practicaban dos especies de culto: el público, oficial y solemne, tributado al Sol como a la primera divinidad del imperio, y el privado que cada tribu, cada parcialidad y aun cada familia daba a su ídolo particular. Ya en otro lugar hicimos esta advertencia, pero hemos juzgado necesario volver a repetirla ahora.

Para las dos clases de culto había asimismo dos clases de sacerdotes: los ministros que servían en el templo del Sol, y los sacrificadores dedicados a cada ídolo en su respectivo adoratorio. De este segundo ministerio sacerdotal no estaban excluidas las mujeres, antes en algunas provincias eran doncellas jóvenes las que desempeñaban el ministerio de sacerdotisas de ciertos ídolos determinados. En los templos del Sol no podían servir sino solamente los varones.

No obstante, en el Perú los sacerdotes no constituían una casta privilegiada ni usaban vestidos especiales que los distinguiesen del común del pueblo.

Hacían si profesión de vida austera y se sometían a largos ayunos. Todos los sacerdotes de los templos del Sol pertenecían a la familia imperial del Inca, y en los templos de las provincias dedicados a ídolos particulares no era raro que sirviesen como ministros los hermanos de los curacas u otros indios principales.

Los incas tenían nociones exactas acerca del curso del Sol y habían computado bien el tiempo, dividiendo el año en doce meses, o partes de tiempo distribuidas del solsticio de invierno de un año al solsticio de invierno del siguiente. Distinguían los equinoccios de los solsticios, y habían levantado columnas para determinarlos con precisión cada año; por esto la más general división del tiempo era en cuatro períodos, comprendidos entre los dos solsticios y los dos equinoccios, y al principio de cada uno de estos cuatro períodos celebraban una fiesta principal.

Podemos decir, con toda verdad, que las fiestas en el sistema religioso y calendario agronómico de los incas se daban la mano unas a otras; pues así que habían acabado de celebrar una, ya se preparaban para principiar a celebrar la siguiente. La manera de celebrarlas era haciendo sacrificios, bailes y bebidas. Los sacrificios variaban según la fiesta y la época del año: los animales que servían de víctimas en estas fiestas públicas al Sol eran llamas, alpacas, huanacos, ciertas aves de los páramos de la cordillera y también vicuñas algunas veces. El número de víctimas sacrificadas llegaba hasta ciento, y no era raro que en algunas de estas fiestas se sacrificaran también niños o doncellas hermosas de tierna edad.

Pero entre las varias fiestas públicas de los incas, dos eran las más solemnes: la del Capac Raymi o Baile real, que tenía lugar en el equinoccio de diciembre; y la de Intip Raymi, Baile o fiesta del Sol, la más suntuosa de todas cuantas se celebraban durante el año. En la primera se condecoraba con las insignias de la nobleza a los hijos de los incas, que habían llegado a la juventud: ésta era una fiesta de familia para los incas, en la que los extranjeros no podían tomar parte, por lo cual en esos días salían fuera del Cuzco.

La fiesta del Sol se celebraba en junio, el día del solsticio de verano. Diremos como la solían celebrar aquí en Quito. Precedían tres días del más riguroso ayuno: el día de la fiesta, por la mañana, mucho antes que saliera el Sol, se ponía en camino el Inca y, acompañado de toda su familia, subía a la cumbre del Panecillo; allí, en el más profundo silencio, con la cara hacia el Oriente aguardaban todos el nacimiento del Sol: silencio profundo reinaba también en el inmenso concurso que cubría las faldas del Pichincha...

Apenas los primeros rayos luminosos del astro del día rompían la atmósfera por tras de las gigantescas moles de la Cordillera oriental, cuando toda la muchedumbre se agazapaba, poniéndose en cuclillas, para presenciar en esa postura, (que para los indios era la más humilde y reverente), el majestuoso aparecimiento del Sol, que asomaba inundando de luz el firmamento. En ese mismo instante llenaba los espacios el ruido de los innumerables instrumentos músicos, con que de todas partes se saludaba el nacimiento del Sol. Puesto luego en pie el Inca, dirigiéndose al Sol, mientras con ambas manos levantadas en alto le presentaba chicha en dos grandes vasos de oro, le hacía una fervorosa deprecación: derramaba en una tina de oro el licor del vaso que tenía en la derecha; tomaba un sorbo del que llevaba en la izquierda, y lo presentaba a los que le rodeaban: éstos bebían a su vez un bocado, y luego entraban al templo para adorar al Sol en su imagen de oro, sobre cuya faz bruñida estaban ya reverberando los rayos del astro esplendoroso.

Esta fiesta era la principal en el Cuzco, y, cuando Huayna Capac escogió a Quito por su residencia predilecta, esta ciudad fue testigo durante más de veinticinco años de la gran solemnidad del Intip Raymi. Huayna Capac hizo más: dispuso que el año principiara en Quito en esta fiesta, cuando cambia completamente el aspecto de la naturaleza en estas partes, cesan del todo las lluvias, el aire está sereno, el cielo despejado y la atmósfera límpida y transparente.

Así el año daba principio en el Cuzco en el solsticio de invierno, a fines de diciembre; y en Quito en el solsticio de verano.

Para esta fiesta de Intip Raymi era para cuando los incas hacían ostentación de lujo y de riqueza en sus adornos y vestidos. Entonces desplegaban en sus arreos todo el fausto de que eran capaces: unos se disfrazaban llevando por mantos pieles de animales, otros grandes a las desplegadas; cada cual procurando, en los caprichosos vestidos con que se presentaba aquel día, recordar la alcurnia o linaje de que creía descender, pues, según la tan generalizada preocupación de las tribus americanas, cada una atribuía su origen a algún animal determinado, preciándose los unos de ser descendientes del jaguar o tigre americano; y los otros, de tener por su progenitor a la serpiente o al cóndor o a otro animal raro o temible.

La propensión a los adornos, principalmente a los raros y vistosos, les hacía preferir para sus vestidos los colores más vivos, sobre todo el rojo con sus diversos matices y el amarillo más o menos pronunciado. Las indias, hasta en las fajas, con que se ceñían el hanaco o manta que les servía de vestido, gustaban de llevar líneas rojas o amarillas, prefiriendo en semejantes adornos la línea curva a la recta y recamando sus ceñidores con grecas vistosas y elegantes.

Celebraban también en el mes de marzo, es decir en el equinoccio de primavera, otra fiesta muy solemne, que era la de la renovación del fuego sagrado; y en setiembre hacia el equinoccio de otoño, la de la purificación anual para conjurar todos los males.

El método que observaban en su ayuno se reducía a abstenerse principalmente de sal, de ají y del trato carnal con mujer: cuando el ayuno era muy riguroso no comían sino un poco de maíz tostado. En todo caso, los días de ayuno no probaban licor alguno fermentado.

Por esta ligera exposición que acabamos de hacer del sistema de gobierno y de las instituciones políticas de los incas, es fácil conocer los vicios capitales de que adolecía semejante organización social. Los incas habían eliminado la propiedad individual y suprimido todo estímulo para el trabajo personal: el indio no era dueño del terreno que cultivaba, no podía dejarlo en herencia a sus hijos después de sus días ni aumentarlo jamás en un palmo siquiera de extensión. Por mucho que trabajara, sus bienes no podían acrecentarse nunca, ni le era dado disfrutar de comodidad mayor. Como no había comercio ni moneda, el pueblo estaba estacionario y sus trabajos no podían aprovecharle en manera alguna, porque se hallaba condenado a vivir siempre de esa vida monótona, en la que un día era semejante a otro día, sin más alternativa que la de las degradantes borracheras en las fiestas del Sol y en el cultivo de los campos del Inca.

Los móviles que ponen en ejercicio la actividad humana, los estímulos que aguijonean al trabajo no existían, pues, para los indios, bajo el sistema de gobierno planteado por los incas. Ni ambición ni codicia ni siquiera utilidad personal podía mover al indio al trabajo. Los incas procuraron extender los límites del imperio, añadir provincias a provincias; pero no pudieron abrir a los pueblos conquistados el camino de su verdadera felicidad y engrandecimiento moral.

Semejante sistema de gobierno no pudo establecerse completamente en toda la extensión del imperio ni fue puesto en práctica del mismo modo en todas partes. En el antiguo Reino de Quito tropezó con la nobleza, que gozaba del derecho de gobernar a una con el soberano, y los régulos de la nación de los caras no se sometieron nunca a la miserable condición de usufructuarios de las mismas tierras que habían poseído como dueños y señores. Vencida la nación, triunfaron en gran parte sus antiguas instituciones.

Si la conquista española no hubiera venido a derribar violentamente el trono de los incas, las numerosas naciones que componían el imperio, más tarde o más temprano, habrían sacudido el yugo de los hijos del Sol y formado de nuevo reinos independientes. Semejante fraccionamiento de la monarquía incásica hubiera acontecido al andar de poco tiempo, aun sin la división que a su muerte hizo de ella el inca Huayna Capac, porque contenía en su propio seno elementos muy disolventes. Para conservar en su vigor semejante organización social, era indispensable un número muy crecido de empleados, lo cual no podía menos de causar grande embarazo a la administración.

El pueblo tenía que vivir sumido en la más profunda ignorancia, sin esperanza alguna de cambiar de condición moral, porque los incas habían establecido una ley inexorable, por la cual los hijos debían conservarse perpetuamente en el mismo oficio y en la misma jerarquía social a que habían pertenecido sus padres. ¿Podía semejante organización social no venir, al suelo, recibiendo repentinamente el brusco sacudimiento que le dio la conquista?

La organización social y las instituciones políticas de los incas tendían a crear un pueblo donde la igualdad más estricta conservara el orden; pero, para conseguir semejante objeto, aniquilaban la actividad individual y viciaban radicalmente el carácter moral del indio, ya de suyo tan propenso a la inacción y hasta, al parecer, tan insensible a los estímulos de la comodidad.