Historia de la vida del Buscón: Libro Segundo: Capítulo IV

Historia de la vida del Buscón de Francisco de Quevedo
Capítulo IV - Del hospedaje de su tío, y visitas; la cobranza de su hacienda y vuelta a la corte



Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome:

-No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios.

Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para si se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo, que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos.

En esto entró por la puerta, con una ropa hasta los pies morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajita, dijo:

-Tanto me han valido a mí las ánimas hoy como a ti los azotados: encaja.

Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangóse el desalmado animero el sayazo, y quedó con unas piernas zambas en gregüescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y enhorabuena, devanado en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocíle por el (hablando con perdón) cuerno que traía en la mano. Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada.

Entró y sentóse, saludando a los de casa, y a mi tío le dijo:

-A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso.

Saltó el de las ánimas, y dijo:

-Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro, y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon.

-¡Vive Dios! -dijo el corchete-, que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico con un paseo de pato y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas.

Y el porquero, concomiéndose, dijo:

-Con virgo están mis espaldas.

-A cada puerco le viene su San Martín -dijo el demandador.

-De eso me puedo alabar yo -dijo mi buen tío- entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla.

Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete, y dijo:

-¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés?

Yo respondí que no era hombre que padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo:

-Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto.

Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas, y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, diciendo: «La Iglesia en mejor lugar; siéntese, padre». Echó la bendición mi tío y, como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto. Brindóme a mí el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella.

Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío:

-Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre.

Vínoseme a la memoria; ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedéme con la costumbre, y así, siempre que como pasteles, rezo una avemaría por el que Dios haya.

Menudeóse sobre dos jarros, y era de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas, que se pusieron las suyas tales, que trayendo un plato de salchichas que parecía de dedos de negro, dijo uno:

-¡Qué mulata está la olla!

Ya mi tío estaba tal, que alargando la mano y asiendo una, dijo con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto:

-Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta.

Yo que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: «Caliente está este caldo», y que el porquero se llevó el puño de sal, diciendo: «Es bueno el avisillo para beber», y se lo chocló en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra.

Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: «Dios bendijo la limpieza», y alzándola para sorberla, por llevarla a la boca, se la puso en el carrillo, y volcándola, se asó en caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar, y como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornóla, y manchó a los demás, y tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero que vio que el otro se le caía encima, levantóse, y alzando el instrumento de hueso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños, y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos, y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza, eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno, porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas y que le quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté de ellos hasta que vi que dormían.

Salíme de casa; entretúveme a ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que ya era muerto, y no cuidé de preguntar de qué sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta, y diciendo que se les había perdido la casa. Levantéle, y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche que despertaron; y esperezándose, preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el porquero (que aún no la había desollado) que no era nada sino la siesta y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla:

-«Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento»; y fuese, en lugar de ir a la puerta, a la ventana, y como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado a mediodía, y que había un gran eclís [eclipse]. Santiguáronse todos y besaron la tierra.

Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandalicéme mucho, y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas y infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachélos a todos uno por uno lo mejor que pude, acosté a mi tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo acomodéme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga que estaban por allí.

Pasamos de esta manera la noche. A la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobrarla. Despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. Levantóse, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así, me la dio de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños, y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda.

Por no cansar a V. Md., vengo a decir que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con este, y que estudiando, podría ser cardenal, que como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía:

-Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas, yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.

Agradecíle mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío, el porquero, y demandador. Este jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba, y meciéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio.

Vino la noche; ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció y, antes que él despertase, yo me levanté y me fui a una posada, sin que me sintiese; torné a cerrar la puerta por de fuera y echéle la llave por una gatera.

Como he dicho, me fui a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejéle en el aposento una carta cerrada, que contenía mi ida y las causas, avisándole que no me buscase, porque eternamente no lo había de ver.



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