Historia de la vida del Buscón: Libro Segundo: Capítulo III

Historia de la vida del Buscón
de Francisco de Quevedo
Capítulo III - De lo que hizo en Madrid, y lo que le sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió



Recogióse un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer; comimos, y luego pidióme que le leyese la premática. Yo, por no haber otra cosa que hacer, la saqué y se la leí. La cual pongo aquí, por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía en este tenor:

Premática del desengaño contra
los poetas güeros, chirles y hebenes

Diole al sacristán la mayor risa del mundo, y dijo:

-¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes:

Cayóme a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo que decía:

«Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos, y cristianos aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más enormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a malas mujeres, y que los prediquen sacando Cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos.

»Ítem, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas, a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no se agoten con la prisa que las dan.

»Ítem, habiendo considerado que esta secta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores del vocablo y volteadores de razones, han pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron en la manzana. Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco».

Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y levantándose en pie, dijo:

-¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! No pase V. Md. adelante, que sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia.

En parte me dio gana de reír, pero por no detenerme, que se me hacía tarde, le dije:

-Señor, esta premática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad.

-¡Pecador de mí! -dijo muy alborotado-, avisara V. Md. y hubiérame ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe V. Md. lo que es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado y oír eso? Prosiga V. Md., y Dios le perdone el susto que me dio.

Proseguí diciendo:

»Ítem, advirtiendo que después que dejaron de ser moros (aunque todavía conservan algunas reliquias) se han metido a pastores, por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas, chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música que no pacen, mandamos que dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad. Y a los demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden en mozos de mulas».

-¡Algún puto, cornudo, bujarrón y judío -dijo en altas voces- ordenó tal cosa! Y si supiera quién era yo le hiciera una sátira con tales coplas que le pesara a él y a todos cuantos las vieran de verlas. ¡Miren qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita! ¡O a un hombre vinajeroso y sacristando ser mozo de mulas! Ea, señor, que son grandes pesadumbres esas.

-Ya le he dicho a V. Md. -repliqué- que son burlas, y que las oiga como tales.

Proseguí diciendo: «Que por estorbar los grandes hurtos, mandábamos que no se pasasen coplas de Aragón a Castilla, ni de Italia a España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese, y, si reincidiese, de andar limpio un hora».

Esto le cayó muy en gracia, porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que para enterrarle no era menester más de estregársela encima. El manteo, se podían estercolar con él dos heredades.

Y así, medio riendo, le dije que mandaban también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan, y que como a tales no las enterrasen en sagrado a las mujeres que se enamoran de poeta a secas. Y que advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años fértiles, mandaban que los legajos que por sus deméritos escapaban de las especerías, fuesen a las necesarias sin apelación.

Y, por acabar, llegué al postrer capítulo, que decía así:

«Pero advirtiendo con ojos de piedad a que hay tres géneros de gentes en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos de esta arte, con tal que puedan tener carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas, y a los de ciegos, que no sucedan en Tetuán los casos, desterrándoles estos vocablos: cristián, amada, humanal y pundonores; y mandándoles que, para decir la presente obra, no digan zozobra, y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni Pascual, que no jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta. Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los tendrán por abogados a la hora de su muerte».

A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezó a jurar por vida de las vísperas solemnes, introibo y Chiries, que era sátira contra él, por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que nadie. Y últimamente dijo:

-Hombre soy yo que he estado en un aposento con Liñán, y he comido más de dos veces con Espinel. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy día los traía, y malos. Enseñólos, y dioles esto a todos tanta risa, que no querían salir de la posada.

Al fin, ya eran las dos, y como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma, el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargatas, y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles. Luego trabamos plática; preguntóme si venía de la Corte; dije que de paso había estado en ella.

-No está para más -dijo luego- que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Y en llegando a ese lugarcito del diablo nos remiten a la sopa y al coche de los pobres en San Felipe donde cada día en corrillos se hace consejo de estado, y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por los cementerios, y si pedimos entretenimiento nos envían a la comedia, y si ventajas, a los jugadores. Y con esto, comidos de piojos y huéspedas, nos volvemos en este pelo a rogar a los moros y herejes con nuestros cuerpos.

A esto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte.

-¿Qué estiman -dijo muy enojado- si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas?

Y quiso desatacarse. Y dije:

-Señor mío, desatacarse más es brindar a puto que enseñar heridas.

Creo que pretendía introducir en picazos algunas almorranas. Luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas, y yo saqué por otras dos mías que tengo que habían sido sabañones. Y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo guarda y decía que era de un astillazo. Quitóse el sombrero y mostróme el rostro; calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos que se la volvían mapa a puras líneas.

-Estas me dieron -dijo- defendiendo a París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto, y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles -me dijo-, por vida del licenciado, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado.

Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles, que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo:

-¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para un hora en este tiempo. Pregunte V. Md. en Flandes por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen.

-¿Es V. Md. acaso? -le dije yo.

Y él respondió:

-¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que parece mal alabarse el hombre.

Yendo en estas conversaciones, topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludamos con el Deo gracias acostumbrado y empezó a alabar los trigos y en ellos la misericordia del Señor. Saltó el soldado, y dijo:

-¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí, y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude; sí, ¡juro a Dios!

El ermitaño le reprehendió que no jurase tanto, a lo cual dijo:

-Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues me reprehende mi propio oficio.

Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. El ermitaño le dijo:

-Y ¿dónde dejó V. Md. el saco de Amberes, que ese me parece de las Navas-, y que sería de más abrigo el de Amberes.

Rióse mucho el soldado de la pregunta, y el ermitaño de su desnudez, y con tanto llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario de una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe; el soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto, y mirando cuál lugar era fuerte y a dónde se había de plantar la artillería. Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado.

-¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte de este puerto -decía-, y hiciera buena obra a los caminantes!

-No hay tal como hacer buenas obras -decía el santero. Y pujaba un suspiro por remate. Iba entre sí rezando a silbos oraciones de culebra.

En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido; mandamos aderezar la cena -era viernes-, y entre tanto, el ermitaño dijo:

-Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías.

Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa al ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo:

-No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad.

Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos, y el ermitaño, por no hacer mal tercio, aceptó, y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérsele, pero ansí le sucedan todos sus intentos al turco.

Fue el juego al parar, y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego y hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en vida; retiraba el ladrón con las ancas de la mano que era lástima. Perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce votos y otros tantos peses, aforrados en por vidas. Yo me comí las uñas y el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba; nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre.

Acabó de pelarnos; quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos, y que no había de tratar de otra cosa.

-No juren -decía-, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo, y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte.

-¡Pesia tal! -decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)-, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo.

Él se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedíle que me diese de cenar, y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos in puribus. Prometió hacerlo. Metióse sesenta huevos, ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar.

Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles en las cajas de lata que los traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos; el padre se persinó, y nosotros nos santiguamos de él. Durmió; yo estuve desvelado trazando cómo quitarle el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio.

Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy aprisa; trujéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a gritos pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó, y como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, diciendo:

-He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios?

Que él entendió que nos habían dado cámaras [diarrea]. Aquí fue ella, que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla de él, que se había hallado en la Naval San Quintín y otras, trayendo servicios en lugar de papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle, y aun no podíamos. Decía el huésped:

-Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman así los papeles de las hazañas.

Apaciguámoslos, y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros y salímonos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.

Topamos con un genovés, digo con uno de estos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón, y si era bien dar dineros o no a Visanzón, tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose:

-Es un pueblo de Italia, donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda.

De lo cual sacamos que en Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio, que le tenía más de sesenta mil escudos. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercader es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle. Nadie, casi, tiene conciencia, de todos los de este trato; porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo.

En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria, que con los sucesos de Cabra me contradecía el contento. Llegué al pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas, hechos cuartos, a Josafad. Enternecíme, y entré algo desconocido de como salí, con punta de barba, bien vestido.

Dejé la compañía, y considerando en quién conocería a mi tío -fuera del rollo- mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Lleguéme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón y nadie me daba razón de él, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que echando en mí los ojos (por pasar cerca), arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuime con él, y díjome:

-Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta y hoy comerás conmigo.

Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado, que a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no lo hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevóme a su casa, donde me apeé y comimos.



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