Historia VIII:Catalina de Médicis
El hermano de Francisco II, Carlos IX, le sucedió cuando no tenía más que diez años. Su madre, Catalina de Médicis, tomó las riendas del gobierno. Era italiana, de la familia de los Médicis de Florencia. Contaba a la sazón más de cuarenta años, era gruesa, bastante fea, el cutis demasiado moreno, ojos grandes redondos y los labios abultados. Era aficionada a los ricos trajes y a los libros bellos, y gastaba gruesas sumas. Escribía mucho, sus cartas se leían con mucha dificultad, y están escritas en un francés que tiene mezcla de italiano y sin ortografía. Decía por ejemplo: «Je souys si troublée que je ne sé que je souys». No podía trabajar con regularidad.
Catalina estuvo apartada del gobierno de su marido, luego por los Guisas. María Estuardo la despreciaba. «No seréis nunca, la dijo un día, más que la hija de un mercader». Pero cuando asumió el poder, se vio que era ambiciosa y amiga de mandar. Trató de dominar por la astucia, a la manera de los italianos de la época. Mentía sin el menor escrúpulo, y cuando le era echada en cara una de sus mentiras, no hacía más que reír.
Para resistir a los Guisas, Catalina trató de satisfacer a los partidarios de la Reforma. Nombró al rey de Navarra lugarteniente general del reino, y mandó dar libertad a Condé. Aparentaba dormirse en los sermones de los frailes y escuchaba a los predicadores protestantes. Llegó a tener una entrevista de noche, en el Louvre, en la cámara de la reina de Navarra, con Teodoro de Bèze, el discípulo más célebre de Calvino. Decíase que su hijo Enrique (más tarde Enrique III), arrojó al fuego el libro de horas de su hermana Margarita, diciendo que, si su madre la viese leer aquel libro, mandaría que le diesen de latigazos.
Catalina había hecho nombrar canciller a Miguel de l'Hôpital, que fué antes miembro del Parlamento. Era un erudito de rostro pálido, larga barba blanca, respetado de todos por su probidad. Su mujer se había hecho protestante, él había permanecido católico; pero hubiera querido ver vivir en paz a las gentes de las distintas religiones. Reprobaba la persecución religiosa, modo de pensar extraño en aquella época. Cuando se trató de restablecer la Inquisición, dijo: « ¿Qué necesidad hay de tantas hogueras y tormentos?... Preciso nos es proveernos de virtudes y buenas costumbres, e ir al asalto de las herejías con las armas de caridad, de plegarias y de persuasión y la palabra de Dios». Decía: «Desechemos esas palabras diabólicas, luteranos, hugonotes, papistas, nombres de partido y de sedición, y conservemos el nombre de cristianos».