Hacia el reino de los Sciris: La guerra vertical

Hacia el reino de los Sciris
de César Vallejo
La guerra vertical

La guerra vertical

Al día siguiente tuvo lugar el holocausto.

En medio de la muchedumbre ávida y conmovida, el Villac Uno, asistido del sacerdocio entero y en presencia de Túpac Yupanqui y su corte, realizó el solemne sacrificio. El pontífice buscó en las entrañas de la primera llama el secreto porvenir y el examen arrojaba compactas nubes de incertidumbre. Volviéndose al solio imperial, el Villac Uno agitó la diestra ensangrentada, trazando un signo en el aire y dijo con acento fatídico:

–Todo está incierto.

Siguió a la voz hierática un clamor lacerado de la multitud. El Inca permanecía tranquilo, con el santurpaucar en la izquierda mano. El pueblo, a cada palabra del Villac Uno, dirigía sus miradas hacia el Inca, solicitando la última señal de los destinos.

De algunos puntos de la plaza emergía uno que otro murmullo aislado: una rogativa, un sollozo ahogado, el lloro de un niño.Imperaba un silencio trágico y recogido. Los quechuas seguían los detalles del sacrificio, esforzándose en observar cuanto pasaba en el altar: los retorcimientos de agonía de la llama y el modo como quedaba al morir; los servicios litúrgicos alrededor de ella; el cambio de las lancetas de oros, de los lazos de púrpura y de los blancos lienzos; las caras de los sacerdotes, sus gestos, el movimiento de sus labios y de sus ojos. Si el Villac Uno ejecutaba un ademán importante, la muchedumbre palidecía en espera del oráculo.

El Villac volvió a decir, más abatido:

–El porvenir está cerrado enteramente.

Más tarde, reanimado:

–¡Viracocha sonríe a su raza!

El efecto de estas palabras fue un aullido de alegría, el mismo que redoblose, cuando el sacerdote, levantando ambas manos al cielo, lanzó este grito de triunfo:

–¡Viracocha protege a Túpac Yupanqui!

Mas, de repente, sucedió algo inesperado y espantoso. En el instante en que el Villac Uno abría las entrañas de la última llama, el animal, ya herido, se incorporó instantáneamente y, con una rapidez que a todos dejó pasmados, saltó del tabernáculo sagrado y desapareció. El pontífice solo tuvo fuerzas para volverse al Soberano y al pueblo y decir, agitando los brazos ensangrentados:

–¡Desgracia! ¡Desgracia! La víctima resucita, escapa del altar y desaparece...

Túpac Yupanqui, al oír estas palabras, se puso de pie y dijo:

–Mi padre, el Sol, está irritado y amenaza la ruina de su pueblo, a causa de que he depuesto las armas, truncando las conquistas y limitando el desarrollo de su raza y de su culto. ¡Yo aplacaré su cólera divina volviendo a las guerras y conquistas y le erigiré, en el límite máximo y remoto de los nuevos señoríos que someta a mi cetro, un templo tan espléndido y rico como el propio Coricancha!

Dijo el Inca y, a las pocas horas, Huayna Cápac, al mando de un ejército de tres mil soldados, partía de la Intipampa, por el gran camino del norte, rumbo a la conquista de Quito.

Dijo el Inca y, a las pocas horas, Huayna Cápac, al mando de un ejército de tres mil soldados, partía de la Intipampa, por el gran camino del norte, rumbo a la conquista de Quito.

Al son de los tambores, cuyos parches de pieles de salvajes domados, percutían en un solo fragor, rompían la marcha, cien mitimaes chancas, cuya fidelidad al Inca habíase tornado un ejercicio de amor verdaderamente religioso. Los comandaba Raujaschuqui, el guerrero más bravo del reino, luciendo el turbante amarillo de guaranga-camayoc. Iba este precedido de un formidable soldado collasuyo, de fiero aire rapaz, que hacía flamear a barlovento la bandera fantástica del Iris. Luego, seguía un regimiento de honderos. Y luego otras banderas y trompetas de estridencias heridas, llenas de calofríos heroicos. Y luego otros y otros batallones. A retaguardia, cerrando la marcha, iba el veterano insigne y venerable, el gran Quilaco, portando en brazos un bello cóndor joven, libre de toda traba, que escrutaba en silencio el horizonte.

Pasaban los expedicionarios ante la multitud, que los aplaudía y vivaba hasta romperse las bocas. Resonó el hailli triunfal en las lenguas de las esposas, en las gargantas de las hermanas, en los labios de las hijas, en los pechos de las madres. Tropeles infantiles recorrían las cercas del camino, al lado de los héroes o,asaltando los monolitos de los arrabales vecinos y encaramándose en las torres y pedrones de Sajsahuamán, gritaban, ebrios de una emoción desconocida, sus adioses a los guerreros en marcha. Algunos niños de pecho extendían las manecitas al paso de tal o cual soldado, en quien reconocían el labio que han besado o el brazo en que han dormido dulcemente.

El príncipe heredero, consumados sus últimos mandatos,abandonó el centro de la Intipampa y, seguido de los huaracas nobles, de marcial hermosura varonil y brillantes vestiduras, se dirigió hacia un lado de la explanada, donde la familia imperial se había estacionado a presenciar la partida de los ejércitos. La muchedumbre abría camino a Huayna Cápac, prosternándose y voceando conmovida de entusiasmo:

–¡Hijo de Túpac Yaya!

–¡Sol que amanece!

–¡Alma nueva del reino!

–¡Mozo poderoso!

–¡Mozo poderoso!

Huayna Cápac vestía una capa de campaña, entretejida de leve hilado de oro, sencillas ojotas de plumas de torcaz y un casco de bruñida plata, sin más adorno que la borla amarilla de heredero.Su diestra sujetaba la partesana viril, ganada en sus jornadas de doncel. Al cruzar entre la multitud, aparecía resplandeciente de orgullo y ambición. Nunca, como en ese día pudo intuirse en aquel mozo, de maciza y gallarda traza de dominio, al más grande monarca del Sol. No se sabe qué cambio se había operado del capitán derruido y vacilante, que un día entrara al Cusco, en vergonzosa retirada, a este soberbio guerrero, alegre y animoso que, atadas a sus vastos maxilares todas las disyuntivas de la empresa, impartía ahora órdenes, con premura y ardor de iluminado, consultaba a sus generales, resolvía cálculos y datos estratégicos y, en general, daba la impresión de una fe inquebrantable en su destino. A los himnos de aliento de los quechuas, centelleaban sus pupilas de jaguar.

Acercose a la familia imperial, pues debía despedirse de su hermana y prometida, la tierna infanta Rahua, que, acompañada de Mama Ocllo, Kusikayar, Runto Caska, el Villac Uno y numerosos grupos de la corte, le esperaba en finas y magníficas literas, sostenidas al hombro por soras de tallas armoniosas y pareadas. Rahua le vio venir y, sin saber por qué, le dolió el corazón. No supo contenerse y se puso a llorar.

–¡Adiós, hermana mía! -le dijo Huayna Cápac, emocionado.

–Adiós, hermano -sollozó la infanta con el rostro oculto entre las manos.

Huayna Cápac regresó al centro de la Intipampa, en el preciso instante en que un heraldo llegaba a él. Venía del palacio del Inca. Arrodillose y le entregó una hebra del llauto imperial, que el heredero examinó detenidamente. El hilo sagrado tenía un nudo grande y dos pequeños. Huayna Cápac tuvo un gesto de felicidad y, descubriéndose, besó el rojo filamento con el que su padre le ordenaba partir sin más espera. Lanzó una mirada significativa sobre su pueblo, que no cesaba de aclamarle, cambió algunos diálogos con los jefes que le rodeaban y partió, sonriendo y escrutando el espacio infinito.

Un reguero de frescas flores y olorosas yerbas, cubría la calzada. Las exclamaciones y gritos de entusiasmo crecieron, formando un estruendo que ahogaba las músicas de guerra.

Pocos momentos después, el ejército del Sol perdíase a lo lejos, en el gran camino de la costa. Una nube de polvo le seguía y el viento de la tarde traía, de cuando en cuando, los sangrientos clamores de los sonoros cuernos, cada vez más agudos y lejanos.


FIN