Grito de gloria/XIII
Capítulo XIII
El general Lecor, gobernador de la Cisplatina, que creía saber bastante de ciencia militar, y que en punto a planes de tacticógrafo, no reconocía por entonces antagonista entre los capitanes más expertos del ejército a que servía, no dio importancia a la invasión de un pequeño grupo. Supuso que, por más que este grupo se aumentase, pasando sucesivamente de «montonera» a escuadrón, a regimiento, a división en el caso de que no fuese batido y disuelto desde el primer instante por las tropas regulares que se hallaban destacadas en puntos estratégicos, la guerra sería de caballería, contra caballería, no debiéndose dudar del éxito favorable, dada la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.
Aquellos centros estratégicos o ganglios del sistema militar ofensivo y defensivo de la época, aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer orden y cuartel general de ejército, eran: la ciudad de la Colonia, provista de murallas y baterías, y una guarnición relativa de las tres armas, centinela vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra en la rada; el pueblo de Mercedes, también guarnecido, con lanchas armadas en el puerto, que exploraban sin cesar el curso del Uruguay en su confluencia con el Negro; la villa de San Pedro del Durazno situada en el centro del país sobre el Yi, donde tenía su asiento el comandante general de campaña; y los pueblos de San José y Canelones, escalonados en el trayecto a Montevideo, con sus cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir a cualquier zona amenazada.
Al norte, la misma antigua línea divisoria era una defensa por sí sola incontrastable, dado que allende ella estaban los refuerzos que en serie continua deberían desfilar en caso necesario hasta cubrir la provincia de hombres, armas y caballos.
En tales condiciones de defensa, el barón de la Laguna, que escudaba bien el derecho de la conquista dentro de fortalezas inexpugnables, descansaba confiado en la habilidad especial del brigadier Rivera para deshacer en un solo encuentro a los «gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar a movimientos estratégicos que desdeñaba usar en absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipitarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dispersión del «brigadeiro» con los dragones de la provincia. Lavalleja era un «patria» que entendía más de picar bueyes que de organizar milicia; Oribe no pasaba de un conspirador oscuro; los demás invasores venían al mor del botín y del saqueo. Para gente de esta madera, el comandante de campaña se sobraba. ¡La cuña no podía ser mejor! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor de India Muerta.
Sobre la conducta de su subalterno no debía abrigar sospecha alguna, pues él le había reiterado con las protestas de su lealtad inconmovible, su patriotismo de brasileño.
Pero, cuando supo que Rivera había caído en poder de Lavalleja, y más tarde, que se había plegado al movimiento declarándose abiertamente rebelde, dio entonces al suceso unas proporciones que no había previsto y consideró perdida su acción en la campaña.
La prisión de Borba acabó por hacerle creer que un refuerzo de algunos millares de hombres se imponía para volver a la obediencia la asendereada Cisplatina.
Acudió al emperador.
Capaz de un plan militar acertado, y hasta decisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado como lo estaba a combinarlos sobre planos exactos de un territorio reducido, lo mismo que sobre un damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó sin embargo a pensar que no le sería fácil la solución del problema, hasta tanto al menos no llegasen por el puerto dos mil infantes y por la frontera dos mil jinetes.
Las cosas se habían puesto muy turbias. Os patrias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo raso y consiguiendo rápidas victorias; todo, sin mancharse con la sangre de los vencidos, ni asaltar las propiedades. Luego, estos «gauchos» tenían también su política, sus procederes correctos, sus cálculos de proyección al futuro como si hubiesen cursado estudios teórico-prácticos en el destierro.
En esta forma y por estos medios, la acción de los «insurgentes» se hacía temible.
Era probable la influencia del gobierno argentino en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo vindicaban un derrotero fijo. ¿Cómo creer que los nativos solos se atreviesen a todo el poder del imperio? Esto no era posible en concepto de Lecor y de sus hombres.
Lo que ocurría era un principio de nueva tentativa de absorción y predominio; cuestión de fondo: o banda oriental o provincia cisplatina, según la bandera que llamease triunfante en la ciudadela del antiguo real.
¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra en nación independiente? ¡Eso era ilusorio!
No faltaban, sin embargo, quienes sostenían que esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera una desproporción notoria entre la aspiración y los medios.
Los españoles viejos, que después de la jornada de Ayacucho habían perdido la fe en la restauración del régimen secular, afirmaban que la tierra uruguaya tenía en el mapa geográfico los fundamentos de su personalidad autonómica, aparte de las razones históricas que siempre la mantuvieron alejada de Buenos Aires. Los espíritus aparecían apasionarse a este respecto.
Distinguíase entre esos españoles -núcleo de la verdadera clase conservadora del país- el antiguo vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.
Había sido este sujeto grande amigo de Elio y Vigodet y resuelto partidario, como es de suponerse, de la causa real. Odió en la misma medida a los argentinos, a Artigas, a los portugueses y a los brasileños, así como había odiado a los ingleses, contra quienes combatió en los días de la defensa encabezada por Huidobro; pero este aborrecimiento, sin reservas había sufrido en los últimos meses trascurridos una modificación tan sustancial como violenta respecto a los nativos.
Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se sentían inclinados en definitiva a seguirle en su cambio de ideas.
El señor Berón daba sus razones, muy convencido de ser lógico con el mismo radicalismo hispano-colonial de principios del siglo.
Mientras España fue posible -decía en su dialéctica especial-, sostuve aquí sus fueros. Desde que no logró el intento, he sostenido y sostendré que esta tierra corresponde de exclusivo derecho a sus descendientes legítimos -vale decir: a los que en ella han nacido. De estos es la patria, que tiene por límites el Piratini, el Uruguay, el Plata y el Atlántico a los cuatro vientos; para conservarla han peleado contra los ingleses, los españoles, los argentinos, los portugueses y los brasileños durante todo un cuarto de siglo. ¡Y siguen peleando! No hay derecho contra derecho. La independencia es del que la busca sin descanso, la abona con su sangre y la conquista con su valor. ¿Por qué disputársela?... ¡¡Ea!! no porque son pocos los que luchan la justicia ha de abandonarlos. ¡Mejor! Quedarán sin brazos o sin pero con el alma entera y bravía, ¡por Santiago! ¿Por ventura no es sangre española la que corre por sus venas, y sus hechos no son dignos de la raza? Ya quisieran estos «San Sebastianes» valer cada uno lo que aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no se bajó del caballo y tuvo a mal traer generales y ejércitos como si fuesen de poca monta... Es verdad que no vencieron, pero ¿quién no triunfa echando legiones sobre un puñado? ¡Vaya un mérito! Aquel centauro, que se andaba el territorio a escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas partes, de día y de noche, como si no comiese ni durmiera, siempre tieso en los lomos, a través de inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada o el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, más soberbio en la derrota que en el triunfo, no se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, dejando una cría que ha de costar extinguirla al mismo demonio... Es la cría de los indomables que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de hierro... ¡Que vayan estos con sus reyunos y sabrán otra vez lo que es amasijo! ¡No!... ya se ha derramado mucha, demasiada sangre para bautismo; y estos pobres criollos merecen que los aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fértiles regiones, árbitros de su suerte, ya que su suerte los condena a una batalla continua en la que todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que sí se reprodujeran en los osarios que han ido amontonando las guerras implacables...
El asombro que estos o análogos desahogos causaba en el ánimo de sus familiares y contertulianos, por la sinceridad y la vehemencia con que eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de encontrarse su hijo único Luis María en las filas «insurgentes».
Por lo menos, todos se daban esa explicación del cambio operado en sus sentimientos e ideas.
Su esposa, particularmente, se sentía muy complacida de oírle expresarse en tales términos: aun cuando, antes del alejamiento de su hijo ella nunca se había preocupado de asuntos de esa naturaleza. Ahora pensaba y sentía como él; seguíale atentamente en sus disertaciones sobre las cosas del día, quedándose pendiente de sus labios callada y ansiosa, como si fuese a las más gratas a su corazón.
Por otra parte, tenía una compañera joven, hermosa, que dividía con ella sus impresiones ayudándola a sufrir las zozobras de la ausencia, cuyo vacío no le era dado llenar sino con su pensamiento, constantemente entristecido. No la vinculaba a esa joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que había atendido a su Luis, herido en una refriega allá en los campos desiertos, el día que él fue llevado casi moribundo a la estancia de su padre.
Este doble título a su aprecio fue razón de simpatía, que aumentó cada hora, al punto de no querer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siempre a su lado hasta que su padre recobrase la libertad. ¿Cómo dejarla sola? La pobre joven había perdido a su hermana en la última estadía de campo, a causa de lo que ella llamaba la «gota coral»; su reciente duelo reclamaba, cariños, y debía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, que éste había abandonado «siguiendo un ensueño», -según la frase melancólica de la madre.
La casa en que vivían era muy hermosa, en la calle de San Fernando. Muchas habitaciones con paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y en el fondo un estanque. Tenía vistas a la plaza principal y a una iglesia de ladrillo desnudo, que era la Matriz.
Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla del norte, la puerta de San Pedro y más allá el campo, las colinas ondulantes y el montículo de la Victoria.
A la izquierda, por encima de las techumbres rojizas y de las casernas de piedra con sus medias naranjas cubiertas de hierbas, las aguas en anfiteatro modelando la península, nuevas lomas airosas y el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dispersas, como oscuros abejones en verde dosel.
Los buques de la armada asomaban sus cofas por arriba de la isleta de la bahía, a modo de lianas confundidas entre árboles sin hojas.
Don Carlos Berón tenía por costumbre en las tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato, observando con un anteojo las naves que entraban o salían. A veces, el campo era su panorama predilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se descubría delante, largos momentos, atento a las menores novedades del horizonte. Cuando descendía, daba sus noticias con aire sesudo. La fragata venía a toda vela del Janeiro; o un bergantín verileaba por la punta del este, rumbo a Maldonado; si ya no era que el vigía de señales indicaba buque a la vista; o unas nubes de occidente impelidas con fuerza, presagiaban la llegada del «pampero».
A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro de piel de mono y envuelto en una capa, subía a su observatorio, a fin de persuadirse si el viento y las olas habían hecho garrar los barcos de pescadores o las lanchas de guerra. Cuando era muy recia la «suestada», veía en la playa del norte como una resaca de gánguiles botes y balandras, unas de borda en las arenas, otras de quilla para arriba. En las costas del levante solía distinguir contra las piedras pequeñas embarcaciones hundidas que sólo enseñaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, naves dispersas empeñadas en ganar de bolina el puerto; o una goleta juguete de las olas con el timón roto, o una barca sin velamen ni masteleros que se ocultaba o resurgía entre crestas espumosas, para sepultarse al fin en el abismo.
Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensación a su esposa y huésped reunidas con otras personas en el comedor, al amor de la lumbre.
Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos, en largos y animados comentarios: pero al fin caían en los propios, sin apercibirse de ello, como corolarios forzados de todas las conversaciones o íntimas confidencias.
Aquellas ideas de don Carlos al mirador eran frecuentes, aun en días crudos; siendo así que antes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejercicio higiénico, evitando en lo posible el contacto del aire frío. Su esposa había llegado a notarlo; y acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresiones, lo miraba fijamente al rostro cada vez que volvía, como si quisiera leer en él alguna nueva extra ordinaria.
El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía que no fuese relato de algún accidente del puerto o apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo el día. No se llevaban sin embargo los libros a su gusto, y esto, a pesar de dirigir él mismo la contabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto distinguían a los hombres probos de la época. Algo creía el viejo Berón que fallaba allí, que él no se explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía a sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de ser temida su presencia detrás de mostradores.
Y como viese que nunca dejaba de tener una razón de disgusto, preguntole una tarde a su esposa si ella no notaba lo que a él le parecía gran deficiencia en su despacho.
-Sí, -había contestado la señora con un gesto de tristeza infinita-. Falta el tenedor de libros.
Don Carlos había tosido, sin replicar e ídose al mirador a paso firme, muy metido en su capa.
Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el puerto y en todo el largo de la rambla del sur andaban varios barcos voltijeando sin tino y desgarrada la vela, buscando algún peñasco en donde abrirse o algún aterrado en donde enclavarse. Se habían izado señales y disparádose cañonazos de socorro; pero la mar estaba muy gruesa, del sur venial, como montañas de aguas verdinegras y espumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado con cabos y maromas a los postes cercanos a los muelles, bien arreado el velamen. ¿Qué sumaca había de atreverse a verilear por la restinga de punta Brava para prestar auxilio sin caer en los bajíos pedregosos?
La tormenta iba tomando el giro del huracán.
Como una confirmación de estos datos, llegaba un sordo estruendo de atrás de las murallas del sur mezcla de los bramidos del viento con los furores del oleaje.
-¡Pobre de los pescadores y marineros! -dijo la señora-. Pero... ¿de la parte del campo, nada viste?
-¡Nada! -prorrumpía con violencia don Carlos-. ¡Está desolado y monótono, con sus eternas lomadas, sin alma viviente en parte alguna, como si todo lo hubiese arrasado una peste maldita!
En estos sus enojos de todos los días con un fantasma, pues a nadie nombraba, concluía siempre por irse a su habitación.
Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con una gran sombra de pesar en las frentes.
De este estado solía sacarlas la avispada Guadalupe entrando de improviso y trayendo alguna noticia oída entre los grupos de la calle o del café, de la esquina inmediata, cuando no la había recogido de labios de los esclavos de confianza o de los negros pasteleros que pululaban en las aceras de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.
No siempre sus informes eran verídicos o halagadores; pero por lo menos reavivaban las impresiones y deseos, engendrando nuevas dudas o esperanzas sobre la suerte de los «insurgentes».
Las medidas que se habían dictado contra los jefes del movimiento eran tan inflexibles, que hacían pensar cosas terribles acerca del fin que pudiera caberles a los que con ellos servían. Se habían ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas cabezas, y era de temerse que este aliciente empujara a la perfidia y a la traición, pues que todos los medios se consideraban lícitos para restablecer el orden.
Las nuevas de Guadalupe se referían día a día a estas resoluciones, y a las seguridades que se daban de ser presentados pronto al gobernador los cráneos de los caudillos audaces.
Otras veces, eran rumores vagos, pero alarmantes sobre hechos ocurridos en el interior de la ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas maquinaciones, de síntomas inquietantes en la infantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse con misterio la especie de haberse aplicado crueles castigos en las casernas a varios soldados.
Los principales hombres nativos, avecindados en el recinto de la plaza, habían sido apresados y conducidos entre guardias a bordo de una corbeta de guerra, la misma en que se encontraban don Luciano Robledo y otros patriotas, purgando imaginarios delitos.
La mano militar se hacía sentir a plomo. Últimamente no se toleraban reuniones, y al toque de queda todos debían recogerse en sus moradas, bajo la amenaza de una represión segura.
El mismo afán de inquirir datos para mistificarlos en beneficio de la situación, como recurso de adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba con miedo, a medias palabras, sin afirmar nada concreto; de ahí que no viniese de la calle, otro ruido que el de los instrumentos militares y del paso precipitado de las tropas que relevaban los puestos.
No era solamente Guadalupe quien sorprendía a sus amas, en medio de las preocupaciones de cada día.
Otra persona, a quien ellas y el mismo señor Berón recibían con deferencia por razones bien explicables, venía de vez en cuando a ofrecerles sus respetos, de un modo tan cortés y afectuoso que, venciendo naturales escrúpulos, veíanse en el caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de las tribulaciones de ánimo.
Era esa persona el teniente Pedro de Souza, de la caballería imperial -gallardo mozo de modales cultos que llevaba el uniforme con bastante bizarría y no arrastraba por el suelo la contera del sable, como otros de su arma.
Medido y circunspecto, sus frases nunca rozaban las cosas del día sino por incidencia, en cuanto eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares eran sus temas; a veces delicados comentarios sobre la necesidad de la paz, el don precioso para los países jóvenes y ricos.
Jugaba al ajedrez o al dominó con don Carlos, quien rara vez perdía; por lo cual el visitante tenía para él sus méritos incuestionables. En ciertas noches se hacia tertulia a la malilla por breve rato. Las visitas no eran largas; mucho menos en el tiempo de que hablamos, porque el servicio exigía múltiples atenciones y se combinaban los medios de abrir campaña de un momento a otro.
Alguna vez la señora de Berón se permitía aventurar alguna expresión en sentido de investigar la verdad de lo que estaba pasando.
El teniente notaba entonces cuán fijos en su rostro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy abiertos, cual si a ellos se agolpase de súbito todo lo que concentraba en el fondo del cerebro. ¡Emoción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de luz serena!
Contestaba solícito diciendo que los informes no eran nunca seguros; pero lo cierto parecía que la insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada más agregaba. Era necesario resignarse.
Natalia había sido siempre con él atenta; pero reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acompañaba a sus palabras, y de forzado a sus sonrisas.
Aquella joven blanda y bella sentía mal sus nervios en presencia del oficial extranjero. Causas concurrían para ello, aunque no fuesen de odio o antipatía profunda. Las vicisitudes de su familia y los pesares propios, inclinando su espíritu al aislamiento la habían hecho indiferente a todo anhelo que no naciese de lo que ella había amado o quisiera aún, como suprema aspiración de su vida solitaria.
Era una juventud llena de primores, pero adusta. Algo de altivez y de dureza se descubría en su ceño, a pesar de la expresión suave de sus pupilas sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes imponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios alguna frase insinuante, si es que a medias no la emitía coma fórmula de un pesar oculto o de un sentimiento amable. Sin duda ella había comprendido que el teniente reprimía deseos vehementes de expansión, ansias quizás de revelarse por entero; y ponía delante su frialdad como valía insuperable. Con todo; cuán bien dispuesta se hallaba en el fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla más comunicativa y familiar, siquiera fuese para vencer las reservas discretas de Souza respecto a lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores detalles.