Grito de gloria/XII
Capítulo XII
Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada, presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose paso entre festones de un matiz de perlas, teñían los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo, tan puro e intenso, que éstos semejaban alas de enormes flamencos surcando de través los aires en apiñada batida. Una especie de bruma sutil extensa y colorante, que no era más que menudo polvo difundido en la atmósfera a lo largo de la carretera, denunciaba, desde lejos a los vecinos inquietos la marcha de una gruesa columna de caballería,
En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel de escuadrones a bandera desplegada. Oíanse a intervalos toques cortos de clarín.
Era la fuerza patriota que avanzaba en dos columnas, precedida por una gran guardia de tiradores y lanceros, y cubierta por una doble línea de flanqueadores que iban a regular distancia del núcleo, guardando entre ellos los trechos de ordenanza.
Aquella masa se movía en orden, con rapidez, deteniéndose de vez en cuando breves momentos para rectificar líneas y dar resuello a los caballos. Numerosas «tropillas» de relevo y reserva se aglomeraban a retaguardia, fuera del camino real, trotando en las praderas colindantes en densas agrupaciones.
La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe, en donde se hallaba el coronel brasileño Pintos, con el segundo cuerpo de paulistas.
En la columna de la derecha y al frente del primer escuadrón, marchaban juntos Luis María e Ismael.
Cuaró iba en el ángulo de la mitad algo separado de la tropa, con la vista fija en el extremo de la columna de la izquierda. Componían esta columna los dragones de Rivera.
Luis María iba preocupado por la falta del miliciano que había hecho seguir, en su salida del campamento, y mucho más con la del individuo de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles, nimios para otro, tenían a sus ojos una importancia seria, a partir de los hechos alarmantes de que estaba en posesión. ¿Qué habría ocurrido, que no aparecía sin más demora don Anacleto?
No dejaba de causarle inquietud un incidente que acababa de producirse, y que se ligaba de un modo estrecho a sus alarmas.
Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin pase ni consulta siquiera a las del brigadier, con quien iba a esa hora conversando muy animadamente.
Al irse, había cruzado silencioso delante de sus compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con encono.
Como al pasar, lo hiciera encogido al punto de similar corcova, en las espaldas, el teniente mal prevenido le había dicho en voz alta y airada:
-Ponele un puntal al rancho... ¡Mirá que se te va a caer!
Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel apareció más negra que de costumbre. Las alas de la nariz se le estremecieron varias veces, como si trataran de desplegarse con el venteo de un animal de presa.
Luis María llamó la atención de Ismael sobre la actitud del teniente.
Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taciturno a Ladislao.
-Recuerda lo del fogón -dijo.
-Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que pasa.
-No quiere a Frutos. Dice que es un «aguará» rabón.
Sonriose el joven ayudante, y murmuró bajo:
-Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe quiere que todos marchen con el mayor orden, cuando lo justo sería que sólo en la pelea los hombres obedeciesen. Mientras que esto no sucediera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, disputar con los jefes, jugar a la «taba» y hasta dormir fuera del campamento si sentían deseos de cama blanda.
Ismael guiñó un ojo, alargando el labio; gesticulación habitual en él, cuando ciertas ocurrencias lo parecían despropósitos.
Después, resumiendo en una frase lacónica de estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo seco y breve:
-Criao a monte.
-Mal ejemplo, compañero, si cunde. El respeto y la obediencia son tan necesarios al soldado como el valor para ir a la batalla. Por eso admiro al bravo que sólo lo es delante del enemigo. Ese triunfa o muere en su ley.
Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el espíritu vivo y perspicaz; algunos años de roce con ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesible. Las palabras de Berón, si bien no muy claras para él, halagaban su oído como una música extraña. A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al rostro del joven con un aire de admiración y de tristeza que esparcía en el suyo como un resplandor del instinto inteligente, ansioso de encontrar para manifestarse notas como aquellas de un idioma sonoro.
Así lo miró ahora melancólico y huraño.
Después murmuró:
-Por eso, antes no vencimos. Los hombres se juntaban como yeguares cuando el campo se quema, y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero sin miedo.
-Nuestras derrotas gloriosas no han sido más que lujos de heroísmo -dijo Luis María-. Se peleó sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la médula de su coraje, con su sangre o con su vida, pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó que un cobarde hábil podía más que cien valientes imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo como en el golpe de una centella; los briosos paisanos hacían la cruz a los fusiles en son de burla, y se reían de los cañones hasta el punto de enlazarlos de las ruedas... Sin embargo, esos fusiles y esas piezas, que ellos comparaban a las arañas negras cuando se arrastran por el camino, fueron los que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo... ¡Acuérdese V., capitán! V., que puede enseñarme el camino del sacrificio y hasta reprenderme si me muestro débil en el día del combate; acuérdese y diga si eso es verdad.
-¡Como que aura es noche! -contestó Ismael, ingenua y suavemente.
Luis María se quedó pensativo, y miró de soslayo la columna de la izquierda. Ismael siguió aquella mirada, y se amorró.
Continuaron marchando en silencio.
Comenzaba una noche muy despejada, con su polvareda de estrellas y su aire frío como vaho penetrante de cultos abismos. Los soldados se habían envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos negros siguiendo paralelas guardaban un promedio de cincuenta pasos, al trote firme. Entre los prisioneros nadie alzaba la voz.
En la columna de la izquierda cierto bullicio sordo como de enjambre se extendía de la cabeza al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, canturreaban, lanzábanse pullas como flechas o entreteníanse en levantar en las puntas de las lanzas algún residuo visible al paso, que luego despedían sobre el escalón delantero a modo de bola perdida. Con este motivo, a veces algún redomón enarcaba el cuello al sentirse rozado en los corvejones y sacudiendo los lomos hería el aire con los cascos, introduciendo el desorden en las filas. Si el jinete lo domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; si medía el terreno, el ruido del desplome producía una explosión de risas que podían resumirse en una sola y colosal carcajada.
En más de una ocasión, se impuso silencio.
En la derecha la actitud era distinta. La consigna había sido de observar la mayor compostura; y a causa de no cumplirla varios hombres fueron remitidos a la guardia de prevención. En caso de reincidencia, debían de marchar a pie con el caballo del cabestro.
El comandante Oribe, que era el que había dado la orden, decía que el voluntario estaba obligado por su misma abnegación a excederse al soldado de línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El que ofrecía lo más, que era el contingente de su sangre, y aun de su vida, debía lo menos que eran el respeto y la obediencia. La victoria dependía de mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio de la libertad individual relativa que no hacía sino afianzar la unidad de esfuerzo. Otra línea de conducta, sólo engendraba un espíritu de insubordinación y de licencia, que al estimular los resabios concluiría por torcer los planes mejor combinados, y por erigir la prepotencia personal en única autoridad respetable. El soldado se debía a la disciplina, como el ciudadano a la ley.
Todo esto había dicho a sus subalternos horas antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo a paso lento las filas.
Sus palabras habían hallado eco.
De ahí que en el escuadrón reinase el orden. Sólo uno se había retirado, descompuesto y arisco, que era Ladislao Luna.
El diálogo de Luis María y de Ismael, no había sido más que un comentario a aquella arenga en favor del buen servicio.
Sobre esta terna se seguía hablando a la cabeza de la columna, cuando se mandó un alto de descanso.
Todos echaron pie a tierra, no poco deseosos de desperezarse fuera de los estribos con entero desembarazo; y las bestias resoplaron de contento, sacudiendo frenos y monturas.
Uno de los oficiales, el capitán Meléndez, se acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Cuaró, diciendo:
-Parece que ha habido hoy un pequeño choque de partidas sueltas a este lado del camino, pues los exploradores han visto tres muertos en el bajo.
-¿Enemigos?
-Dos de ellos. El otro, no se sabe si pertenecía a los nuestros. Aseguran que no debía ser de la milicia; no se encontró arma alguna a su lado, ni siquiera un cuchillo.
-¿Viejo o joven, ese muerto? -preguntó Luis María.
-Hombre maduro, el pelo entrecano, que llevaba «ojotas». Le habían acertado dos balazos en la cara; lo que de lejos hacía creer que tenía cuatro ojos. Los otros muertos eran de caballería de línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba casi degollado, y al otro le habían revuelto en el vientre una lanza con cuatro medias lunas, de modo que no le quedase entraña que no luciera al sol.
-¡Que cornada fiera!
-Lo particular del caso es que junto al de las «ojotas» se vio un astil hecho añicos, pero sin rastro de moharra. Se supone que los vencedores se llevaron el hierro para que no sirviese a otro que tuviese un brazo parecido.
Luis María se acordó de don Anacleto, que iba armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él no había perecido.
Con todo, apresurose a relatar el incidente que motivó la salida del viejo en seguimiento del miliciano sospechoso, desde San José.
Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró dijo:
-Mirá; el viejo no era baqueano y sacó un vecino. Al vecino, le hicieron estirar el garrón, y arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino el vecino, que había de ser hombre duro...
-¿Por qué, teniente?
-El viejo es blando, como cera de «camoatí»... No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo se le hace junco.
Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tranquilo. Cuaró había resumido en una frase toda una observación sico-fisiológica sobre la personalidad de don Anacleto; y a partir del aserto, las probabilidades de haber salvado la vida estaban a su favor. ¡A buen seguro que él se habría dado maña para librar la piel con la menor lesión posible!
La orden de seguir la marcha interrumpió la conversación.
A poco andar, súpose que no había enemigos en la villa. Cruzose el Santa Lucía por el paso del Soldado.
Siguió la fuerza avanzando a gran trote. En sus desviaciones frecuentes cortó un trecho largo de campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Canelón grande.
A altas horas percibiéronse delante grandes sombras de arbolados y casas. Era la villa de Guadalupe con sus chacras, quintas y edificios de «quinchado» o teja en medio de tinieblas, que contribuían a aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, el solado de tierra y la falta de reverberos.
La fuerza revolucionaria, formando una sola columna, atravesó la villa, como por en medio de una doble fila de sepulcros -tal era el aspecto de las viviendas, la soledad y el silencio que dominaban por doquiera.
El segundo cuerpo de paulistas se había retirado hacia muchas horas, abandonando algunos despojos, y siguiendo el camino de otra columna que había contramarchado del interior a marchas forzadas para guarecerse en Montevideo.
Según se supo, el coronel Pintos había tenido noticia de todo lo ocurrido, el día anterior por conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron por «chasque» expreso, que llegó aplastando caballos, y que lo sorprendió en la ignorancia más completa. Al principio, todo fue vacilación y zozobra, apremio y desorden. Después resolviose el repliegue sin demora, al paso precipitado, sin esperar instrucciones de la capital. Emprendida la retirada bruscamente, se arrastró lo que se pudo, llevose por delante las guardias destacadas envolviéndolas en el tumulto, cortáronse los tiros a los vehículos de andar torpe dejándolos en el medio o a los costados de la carretera a modo de estafermos que señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso algunas armas blancas y de fuego, fueron con ellas sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo real de San Felipe, según los partes de la gran guardia que iba barriendo el camino como la primera ráfaga del viento de tempestad que debía rugir contra los muros ciclópeos.
Se agregaba que, bajo la impresión recibida, la tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la amenaza y de la espada para dar alguna corrección a las filas y mantener el paso uniforme en campo abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y más que eso el pánico que iba tomando creces, fue dominado en parte a pesar de la hora, del aislamiento y del peligro cercano. El regimiento se alejó a tropezones, ocultando en las tinieblas el rubor de su desmoralización.
Venían las primeras luces del alba, cuando la división revolucionaria acampaba a orillas del Canelón.
Se habían adoptado resoluciones importantes. Los dos jefes principales con la masa de prisioneros, debían contramarchar al interior, y para distintos puntos otros subalternos, que gozaban de prestigio en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro fue designada como punto céntrico de reuniones parciales, que debía presidir el brigadier Rivera; y las nacientes del Santa Lucía como sitios a propósito para el cuartel general de Lavalleja. De este modo la fuerza a la ofensiva quedaba reducida a cien hombres, escogiéndose al efecto cincuenta voluntarios al mando de Oribe y otros tantos de los ex-dragones de la provincia. Eran sus armas la carabina, la lanza y el sable, distribuidas convenientemente.
Acordose que, una vez frente a las murallas, Calderón dirigiría en jefe, quedando el comandante Oribe de segundo.
Se extrañó esta resolución. No se quería en las filas al ex-jefe de dragones. Pero, se dijo que había sido adoptada a sugestión del mismo Oribe; y este detalle, acentuando la personalidad del que hasta ese momento venía posponiendo las satisfacciones vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello ser hábil y acertado, desde que él así lo quería. Nadie quiso entonces investigar el móvil determinante del hecho, dándose así adaptación práctica a la regla de obediencia que debía en adelante ser la base de subordinación y del respeto a las órdenes superiores.
Al expirar el día, esos cien hombres eran los únicos que formaban campamento a los ribazos del Canelón.
Con las primeras sombras, se mandó ensillar.
-¿Vamos adonde la madriguera? -preguntó Cuaró.
-Así es -respondiole Luis María, que impartía la orden de fogón en fogón-. ¡Cuando asome la aurora, veremos a Montevideo!
Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y febril. Embarazábale una emoción violenta de alegría mal reprimida, el desborde de un goce mucho tiempo ansiado; acaso el goce mayor a que pudo aspirar en sus largos días de aventura y de peligro. ¡Montevideo!... ¡Allí estaba todo lo que, con el ideal de la patria gloriosa y libre, amaba más en la vida!
Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que había empezado a quererlo con el afecto que crea la comunidad de sacrificio, díjole:
-Está contento porque va a su pago... donde está la novia.
Berón se encendió como una mujer; y cogiéndolo entre las suyas la mano, se la estrechó con vehemencia.
El capitán Velarde acercole torvo la cabeza, que oprimió con la de él, silencioso, en una caricia de amigo adusto y silvestre, como de quien nunca había conocido otro halago que el del sol del desierto.
Luis María se conmovió. La caricia de aquel valiente pareciole como el resuello de una herida dolorosa, que nadie había restallado, mal curada en la soledad de los bosques como las de un toro bravío.
Después, cuando se emprendía la marcha a la sordina, caída la noche, los dos iban juntos y callados mirándose a veces con extrañeza cual si recién hubiesen hallado el secreto de una recíproca simpatía.
La marcha fue dura. Como no se llevaban prisioneros, ni convoy, y el número de hombres era muy limitado, se caminó a trote largo sin otras treguas que las necesarias para dar un descanso a las cabalgaduras, o para recoger los restos abandonados por el enemigo en su retirada. Algunos de estos despojos, por su calidad, demostraban que aquel iba pávidamente impresionado. Encontráronse carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, monturas; y en ciertos sitios, a las orillas de la carretera, desertores y rezagados con todo su arreo encima. Los vecinos del tránsito decían que los paulistas a su paso como fantasmas de media noche, iban alarmando uno por uno los apostaderos del trayecto, a punto de no dar tiempo a cargar con lo más indispensable a las guardias; sintiéndose en el silencio profundo de las altas horas gritos y galopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de carros y estridor de armas, todo lo que dejó de oírse a los pocos minutos como un ciclón que pasa de súbito y se pierde a lo lejos.
Entonces, Oribe dijo a sus oficiales y soldados:
-Mañana enarbolaremos la bandera en el Cerrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas con los opresores de nuestra tierra.
La pequeña legión acogió estas frases llena de ardimiento; moviose al unísono venciendo al sueño, enemigo el más terrible; del soldado; atravesó campos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar en sus filas a nuevos continentes de hombres resueltos, y se puso en los lindes del distrito antes que despuntase la alborada.
Al pasar por las Piedras, Ismael extendió el brazo hacia la zona el nordeste, y dijo a Luis María:
-Ahí vencimos a los godos con el viejo Artigas... Enlazamos los cañones, ¡les quitamos todo!...
Nenguno escapó; ni el mesmo Almagro.
-¿Quién era Almagro? -preguntó Berón.
Ismael guardó silencio un rato. Después dijo:
-¡Otra vez he de contar!
Comprendió el joven que en esta frase iba envuelto el desenlace de una historia dramática que resumía quizás toda la vida de aquel hombre.
Por eso, a pesar de su interés, no quiso insistir. Esas cosas no debían ser escudriñadas.
Con todo, ¡cuán grato lo había sido oír las palabras de su compañero, al felicitarle a su modo por la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras una larga ausencia!
Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael había acertado, rozándole con suavidad un sentimiento oculto; que no se amenguó nunca en la existencia aventurera, sino que tomó creces como una necesidad imperiosa de su espíritu.
En realidad, él tenía una novia, cuya imagen venía reproduciendo desde mucho tiempo atrás en su cerebro; imagen más hermosa cada vez, a medida que el deseo enardecía su mente y se agolpaban a su memoria los gratos episodios del pasado.
Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, resignada, erguíase su interesante figura a cada paso, como llamándolo cerca con un ademán de suave ruego...
La conoció en la hacienda de Robledo en momentos para él amargos, cuando huía de los dominadores de monte en monte. Pudo hablarla en horas de pasajero reposo. Después cultivó su amistad; cuando herido en una refriega oscura, ella y su hermana Dora lo atendieron en la casa de su buen padre don Luciano, dueño del campo... Esta amistad fue lejos; pasó a ardiente simpatía. Aún no estaba restablecido el día en que aparecieron en el campo los brasileños, que se llevaron a Robledo y a su hija Natalia; aquella Nata que había puesto vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus delirios, atenuado sus dolores y échole pensar en los deliquios de la ventura.
Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso por su culpa fue la hija. También la negra Guadalupe. El teniente Souza había usado, de una conducta correcta con todos, a pesar de los antecedentes que de él lo habían separado en la paz y en la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con modales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía halagar la esperanza de que el viaje de la estancia a Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni sobresaltos.
Desde aquel día nada había sabido...
Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia donde estaban su hogar, sus padres y su amada; a los lugares de su niñez y juventud primera con sus caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y de mástiles y su cinturón de granito lleno de almenas y cañones. Y pensando que era mucho su gozo por sólo volver del interior de la tierra después de tantas contrariedades, imaginábase que sería acaso mayor el de otros que habían luchado más que él y que llegaban de otro país, sin recordar en esta hora de sacrificio las comodidades que dejaban en la opuesta orilla.
Así cavilando entre las excitaciones nerviosas de la marcha nocturna, alzábase ante su vista a pocos pasos el bulto de su jefe, que trotaba firme, silencioso, envuelto en las tinieblas como insensible a la fatiga y al sueño. Este era uno de los que había traspuesto el río y despedido las naves al volver a pisar el suelo nativo.
Venían de lejos en busca de la tierra, del agua y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fueron siempre los valientes en la derrota y en la victoria, porque siempre pelearon uno contra veinte sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de ser obedecidos, ¿qué eran los sacrificios de los jóvenes a la sombra de su heroísmo, consagrado por la tradición oral y el amor de la raza oprimida?
Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anónimo...
Y al observar a su jefe erguido, avanzando en línea recta, como si fuese acaudillando innumerable hueste, rumbo a la plaza formidable que encerraba millares de hombres y un centenar de cañones dentro de sus muros, con la intención de retarla a duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio empezó por creer que detrás venía en realidad toda una legión invencible, en vez de un grupo de cien jinetes bamboleantes en los estribos.
El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas pareciole extraño galope de hipogrifos; el ruido sordo de los cascos en el suelo, el rodar de artillería de sitio; una que otra voz ronca en las filas, algún son de trompeta precursora de ataque; y cuando vino el alba sin nubes a descubrir los horizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la ribera al cerro a modo de gigante taciturno con manto de yedra y corona de granito, y allá en anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con sus altas murallas negras, llegó a apercibirse que estaban en la cima de un montículo cubierto de cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible.
Como se restregase con ambas manos el rostro, Cuaró dijo:
-Espantá el sueño... Mandan formar.
El corto escuadrón desplegose al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas.