Grande rumor se alza y cunde
Romance cuarto
editarGrande rumor se alza y cunde de armas, caballos y pueblo de Sevilla por las calles, al Maestre recibiendo. Suenan los vivas unidos con los retumbantes ecos, que en la altísima Giralda esparce el bronce hasta el cielo. Vase acercando la turba, pero se la escucha menos; ya a la plaza de palacio llega, y párase en silencio, que la vista del alcázar gozaba del privilegio de apagar todo entusiasmo, de convertir todo en miedo. Quedó, pues, mudo el gentío, falto de acción y de aliento, para pisar la gran plaza con un mágico respeto; y el maestre de Santiago, con algunos caballeros de su Orden, entra, seguido de corto acompañamiento. Dirígese hacia la puerta, como aquel que va derecho a encontrar de un buen hermano el alma y brazos abiertos, o como noble caudillo, que por sus gloriosos hechos de un rey a recibir llega los elogios y los premios. Sobre un morcillo lozano que espuma respira y fuego, y a quien contiene la brida si ensoberbece el arreo, muéstrase el noble Fadrique con el blanco manto suelto, en que el collar y cruz roja van su dignidad diciendo; y una toca de velludo carmesí lleva, do el viento agita un blanco penacho con borlas de oro sujeto. Pálido como la muerte el iracundo don Pedro, en cuanto entrar en la plaza vio al hermano desde lejos, como si de mármol fuera quedó del salón en medio, y en sus furibundos ojos ardió un relámpago horrendo; pero pronto en sí tornando, salióse del aposento, cual si del huésped quisiera buscar afable el encuentro. Así que volver la espalda le vio la Padilla, lleno el corazón de amargura y de llanto el rostro bello, álzase y sale turbada del balcón al antepecho, al gallardo maestre indica con actitudes y gesto, Que llega en mal hora, y mueve por el aire el pañizuelo, diciéndole en mudas señas que se ponga en salvo luego. Nada comprende Fadrique, y por saludos teniendo los avisos, corresponde cual galán y cual discreto. Y a la ancha portada llega, do guardias y ballesteros le dejan el paso libre, mas no entrada a su cortejo. Si no conoció las señas de la Padilla, don Pedro las conoció, pues paróse aun indeciso y suspenso de la cámara en la puerta un breve instante, y volviendo los ojos, vio que la dama agitaba el blanco lienzo. ¡Oh Dios! ¿Fue esta acción tan noble de tan puro y santo intento, la que llamó a los verdugos, y la que firmó el decreto? Apenas puso el maestre, de dos solos escuderos seguido, el pie confiado en el vestíbulo regio, donde varios hombres de armas, vestidos de doble hierro, paseándose guardaban de la escalera el ingreso, cuando a uno de los balcones, como aparición de infierno, el rey se asoma, gritando: «Matad al Maestre, maceros.» Siguió, como en la tormenta, el súbito rayo al trueno, y seis refornidas mazas sobre Fadrique cayeron. Llevó la mano al estoque, pero en el tabardo envuelto halló el puño, y fue imposible desenredarlo tan presto. Cayó en tierra, un mar de sangre del roto cráneo vertiendo, y lanzando un alarido que llegó ,sin duda, al cielo. Voló al instante la nueva de tan horrible suceso; apelaron a la fuga los freiles y caballeros; huyó a esconderse en sus casas, temblando de horror, el pueblo, y del alcázar quedaron los alrededores desiertos. Diz que el ver sangre embravece al tigre con tanto extremo, que prosigue los destrozos, aunque ya esté satisfecho su vientre, porque se goza en teñir de rojo el suelo. Sin duda al rey de Castilla le sucedía lo mesmo. En cuanto vio a don Fadrique desplomarse en tierra, yerto, corrió por palacio todo: buscando a sus escuderos, que, trémulos y amarillos, de aposento en aposento huyen, sin hallar amparo, corren, sin hallar un puerto. Por dicha logró fugarse o esconderse el uno de ellos; Sancho Villegas, el otro, no fue tan feliz o diestro. Viendo que el rey le persigue, entróse, de espanto muerto, donde estaba la Padilla desmayada y en su lecho, asistida por sus damas que están temblando de miedo, y con sus niñas al lado, ángeles en alma y cuerpo. Mirando allí el infelice aun perseguirle el espectro, que en asilos no repara, coge en sus brazos de presto a doña Beatriz, que apenas cuenta seis años completos, hija por quien el rey tiene el más cariñoso extremo. Pero ¡ay! de nada le sirve... En vano allá en el desierto con la cruz santa se abraza el peregrino, si recio brama el sur, si arde el espacio, si olas de arena, creciendo mar espantoso, confunden la baja tierra y el cielo. Con la niña entre los brazos y de rodillas, el pecho traspasóle furibunda la daga del rey don Pedro. Cual si no hubiese en palacio nada ocurrido de nuevo, se asentó el rey a la mesa, como acostumbra, comiendo. Jugó enseguida a las tablas, salió después a paseo, fue a ver armar las galeras que han de ir a Vizcaya luego; y en cuanto cubrió la noche con su manto el hemisferio entró en la Torre del Oro, donde tiene en un encierro a la linda doña Aldonza, a la cual del monasterio de Santa Clara ha sacado, y a la que idolatra ciego. Fue un rato a hablar en seguida con Leví, su tesorero, en quien tiene su privanza, aunque es un infame hebreo; y muy tarde retiróse sin más acompañamiento que un moro, su favorito, hombre bajo por supuesto. Entró en el tranquilo Alcázar, llego al vestíbulo excelso, y en él paróse un instante, la vista en torno moviendo. Una lámpara pendiente del artesonado techo en derredor derramaba ya sombras, y ya reflejos. Entre las tersas columnas dos hombres de armas, dos negros bultos paseaban solos, vigilantes y en silencio; y en tierra aún tendido estaba, de un lago de sangre en medio, el maestre don Fadrique en su roto manto envuelto. Se acercó el rey, contemplóle con atención un momento, y notando que no estaba del todo su hermano muerto, pues aún respiraba acaso palpitante el hondo pecho, le dio con el pie un empuje que hizo estremecer el cuerpo; desnudó la aguda daga, al moro la dio, diciendo: «Acábalo», y sosegado subió y entregóse al sueño.