Gotas de sangre/Viviendo de milagro

Viviendo de milagro


Aunque Le Soleil haya dicho que, en estos tiempos de chifladura general, los atentados apasionan e interesan muy poco al público de París, por fin las gentes empiezan a ocuparse seriamente de cómo se podrá salir a la calle con probabilidades de volver a casa o, por lo menos, con esperanzas de que no le corten a uno las narices.

Hay que decir, en honor de la verdad, que los muertos a tiros o cuchilladas están en minoría. En los más de los casos, el agresor se limita a cortarle las orejas a la víctima o a comerle la nariz -que, a lo que parece, es bocado exquisito-, y al día siguiente, la Prensa publica los retratos del agresor y de la víctima -con la cabeza como la de un mastín- y aparte dos setas, que son las orejas cortadas.

¿Por qué se las cortaron a ese?, se pregunta el público. Se las cortaron porque sí. ¿Y con qué motivo le comieron la nariz a ese otro? Con ningún motivo. Tales mutilaciones forman parte de las costumbres de los llamados apaches, que son legión.

Y esto es lo que tiene verdaderamente aterrado al vecindario. Antaño, el transeúnte pacífico estaba al otro lado de la calle con tomar la precaución de evitar reyertas en el arroyo y no aventurarse a recorrer barrios solitarios, donde podían robarle el bolsillo. Ahora, todos los barrios, los más céntricos inclusive, son iguales y tienen el mismo peligro. Toda precaución de evitar reyertas es perfectamente inútil, porque se las buscan a usted aunque las rehuya, y su bolsa está a la disposición de cualquiera que le asalte en pleno día y en pleno bulevar.

Pero hay algo peor que eso, y es el placer perverso de matar por gusto, de hacer daño sin explicación posible.

Él más reciente caso de esta índole perversa es tan monstruoso como incomprensible. Un obrero, castigado por el sol, pierde el sentido en la calle. Otros transeúntes se acercan a él para auxiliarle. De repente, un caballero, elegantemente vestido, se confunde con el grupo; pulsa al enfermo; dice «no es nada, voy a hacerle algo que le reanime», y sacando del bolsillo un frasquito, le echa el contenido en la cara... Pasan breves instantes, y el caballero se retira repitiendo «eso no es nada, en seguida se le pasa», mientras el desmayado, vuelto en sí, prorrumpe en espantosos aullidos de dolor. Le había regado la cara con vitriolo...

Ayer mismo, una señorita recibió por correo una bombonera.

-¡Qué bonita! -exclamó ella-. ¿Quién me la mandará?...

No bien la hubo abierto, salió de ella un enjambre de avispas furiosas, que se le tiraron a la cara, acribillándola hasta los ojos.

-Es una broma -se dice.

Jóvenes de dieciséis a veinte años, de fisonomías pálidas, de ojos viperinos, traban amistad callejera con cualquier buen señor que encuentran por casualidad. Pasean, beben unas copas y el burgués piensa en retirarse, complacidísimo del encuentro, cuando sus amigos de ocasión le empuñan, y, sacando un chisme, le cortan las orejas. A otros les dejan apabullados a golpes con llaves inglesas, después de quitarles hasta la camisa.

Las señoras solas no se atreven, temiendo apabullos en la moral, hacer visitas a los parques y jardines de la villa. Describiendo escenas del jardín de las Tullerías, una de dichas damas ha escrito a L'Écho de Paris:

«Una mujer honrada no puede ir sola a leer en las terrazas del jardín o de las orillas del Sena. No se ven más que parejas inconvenientes o partidas de apaches.»

Y estos tales campan por sus respetos en todo París, viviendo regaladamente de timos, de robos a mano armada, de las viciosas artes de malas pécoras, de asesinatos y del terror; mientras el Sr Bativelli, dice Le Matin, «fué honrado y trabajó durante sesenta años; así, pues, tuvo que suicidarse vencido por la miseria».

Para llegar a viejos y con un pasar, los Bativelli tienen que consagrarse apaches en alguna de las iglesias que tiene el París actual.