Gotas de sangre/Por una madre

Por una madre


Para Eusebio Blasco, donde se halle

Distinguido compañero y finado:

El hecho de que usted haya pasado a mejor vida, que, cualquiera que sea, tiene que ser mejor que la de cronista en España, no puede impedir que me cartee con usted.

Para mí sigue usted, por su ingenio, tan vivo como antes -y esto no lo digo por su fallecimiento; puesto que en libros y periódicos reconocí y aplaudí ese ingenio en vida de usted,- y como solía usted, con no escasa fortuna, echar peticiones a altos Poderes -con quienes ni me he carteado ni me cartearé en mis días,- me ocurre que puede usted hacerme el favor de trasladarles lo que pienso en este momento patibulario de ovaciones a la Gabriela Fenayrou y a la Gabriela Bompard.

Nadie mejor que usted, que vivió tantos años en París, puede recordar los crímenes cometidos por las dos Gabrielas. Pero, por si acaso, voy a refrescar con dos datos la memoria de usted.

He aquí, según Le Matin, la actitud de Gabriela Fenayrou en el asesinato de su amante Aubert: «Fenayrou sale para Chatou en el tren de las siete y treinta y dos, mientras Gabriela, respondiendo a inexplicable sentimiento, espera la hora de la cita rezando en la iglesia de Saint-Louis-d'Antin.

Cuando Aubert y Gabriela llegan a la villa, todo está silencioso y en tinieblas. Ella abre la puerta.

-¡Oh! ¡Oh! -exclama él.- Aquí huele bien; pero todo es misterioso... Tú sabes, Gabriela, que no me gustan las aventuras.

-¡Entra! -dijo ella, impaciente, empujándole hacia el vestíbulo.

Entró, y Fenayrou, oculto en las tinieblas, con un martillo en la mano, se tiró a el, asestándole el primer martillazo. Aubert cayó, casi aplastado; pero siendo muy vigoroso, pudo levantarse y trabar una lucha con su agresor, mientras Gabriela huía al jardín. Luchando cuerpo a cuerpo, los dos hombres voltean varias veces el salón. La obscuridad es profunda. El martillo, ciego, pega en el vacío.

-¡Gabriela! ¡A mí! ¡Luz! -grita el asesino.

Acude Gabriela: va a la chimenea; enciende una vela. Fenayrou, extenuado, parece que no alienta.

-¡Miserable! ¡Miserable! -grita ella, dirigiéndose a Aubert.- ¡No faltaba más sino que matases ahora a mi marido!

Agarrándole por los hombros, le echa atrás, mientras el martillo de Fenayrou cae sobre él por última vez.»

De Eyraud, en la Audiencia:

«A eso de las ocho y media, Gouffé llama a la puerta. Gabriela Bompard le abre.

-¡Hola! -dijo él, entrando.- Muy mono tu nidillo.

-Sí -repuso ella.- Aquí me divierto. Mi amante lo ignora. Por lo demás, estoy reñida con él. Me aburre con sus historias de deudas.

Y, poco a poco, lleva a Gouffé al sofá. Gouffé empieza a acariciarla, a desabrocharla. Coge entre sus dedos la cuerda blanca y azul que lleva ella enroscada alrededor del talle.

-Es bonita -observa él.

-¿Verdad? -responde riendo Gabriela.

Y se la pasa alrededor del cuello.

-¡Qué bonita corbata te resulta!...

-Ya está -pensé yo, viendo lo que había hecho Gabriela, y salí de mi escondite para saltarle a la garganta a Gouffé. Pero vi que estaba muerto. Gabriela lo había estrangulado.


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Al volver de registrar infructuosamente la oficina de Gouffé, Gabriela y yo enganchamos el cadáver a la polea para poder deslizarle con más facilidad en el saco. Yo lo colgué. El cadáver pesaba demasiado. Gouffé volvió a caer al suelo.

-Me parece -advirtió Gabriela- que no está muerto. Juraría que le he visto abrir los ojos.

Entonces volvimos a colgarlo. (Sensación).

Deslizó a Gouffé en el saco de tela que hizo Gabriela y lo echó al fondo del baúl. Y Gabriela quedó allí, con el cadáver, mientras yo fui a dormir al hotel.»

Pocas aventuras tan siniestras como la de Gabriela Fenayrou, urdiendo uno y otro día cartas amorosas para atraer a Aubert a la emboscada que le preparó. Ninguna aventura tan siniestra como la de Gabriela Bompard, cosiendo uno y otro día el saco de tela que había de servir de sudario a Gouffé. Y estas dos mujeres han paseado ayer tarde por los bulevares de París festejando el Grand Prix...

Nuestra Fenayrou y nuestra Bompard es la Cecilia Aznar. Atrasados y toscos en todo, nuestras criminales matan con planchas, al tuntún, sin preparar emboscadas, ni escribir cartas sutiles, ni coser sacos de tela, ni dormir amorosamente a la vera de un cadáver encerrado en un baúl, ni viajar con el cadáver llevándolo de equipaje.

No creo, amigo Blasco, que la labor patibularia de la Cecilia tenga punto de comparanza con la labor patibularia de las Gabrielas, aunque no se admita ninguna de las circunstancias que la Cecilia alegó en su defensa.

-Ha salvado a la Bompard -dije yo, comentando su suerte- la proverbial cortesía de los franceses. La guillotina no es ya instrumento tosco y brutal en manos de hombres soeces y sanguinarios. Es atributo de ley en poder de hombres cultos e inteligentes, pulimentado y embellecido en su forma, invisible la cuchilla, que no ha querido salir al encuentro de una cabeza femenina. Ha salvado a la Bompard la cortesía de la guillotina moderna.

Siquiera por una vez, y con una mujer española, el garrote podía ser cortés... Es una indicación sin pretensiones y sin miras interesadas. No soy de los que están enamorados de la Cecilia Aznar. No la conozco, y seguramente no la conoceré. No podría yo, además, tener un coloquio voluptuoso con una moza que puede plancharme, como no lo tendría tampoco con la Gabriela Bompard, porque la idea de que me metan en un saco de tela me estremece. Mi valor, harto probado en los campos de batalla, no llega a tanto. Yo no aceptaría nada de la Cecilia, ni siquiera la plancha para hacerme un alfiler de corbata.

Lo que hay es esto: que al saber yo que andan por ahí las dos Gabrielas; que la casualidad puede dar lugar a que me siente a su vera en el café, en el restaurant, en el teatro o en cualquier otro sitio público; que si despido mi casa puede ocurrir que entren a verla las dos Gabrielas y hablen con los míos sobre precio y condiciones, y que estoy obligado a llamarlas señoras y a ser circunspecto y respetuoso con ellas, pienso que podríamos hacer algo por otra delincuente, inmensamente menos culpable, no para que salga a zarandearse por la Puerta del Sol, aprovechando los efectos de una publicidad lúgubre, sino para que no arroje la ennegrecida lengua a los curiosos malsanos del campo de Guardias.

En ningún país del mundo tiene la mujer menos consideraciones que en España. Ya que imitamos a París en tantas cosas, generalmente nocivas, imitémoslo en salvar de la afrenta y el dolor del patíbulo a una mujer que es española y madre.

Pídalo usted, amigo Blasco. Yo no me atrevo a pedirlo, porque temo que la agarroten dos veces; una por ella y la otra por mí...