XXVI

¡Oh, bosques seculares,

refugio del silencio y de la sombra,

que el cielo y los eternos luminares

por techumbre tenéis, y por alfombra,

de hojas marchitas rumorosos mares!


Dadme un eterno asilo

en vuestros hondos laberintos frescos;

ay, donde pueda reposar tranquilo...

donde no sienta el penetrante filo

de mi dolor... ¡oh, bosques gigantescos!


Y cuando al fin termine la borrasca

de mi vida, y en mí se acabe todo,

mi cadáver cubrid con la hojarasca

de vuestros viejos árboles... de modo

que no sienta del ábrego los besos,

que no nazca una flor sobre mi lodo,

ni nadie pueda descubrir mis huesos.