XII

Fue en tiempo de borrascas, en una selva obscura

bajo una vieja acacia, somnífera y hojosa;

tus grandes ojos verdes sufrían la tortura

quemante de los besos de mi boca golosa:

tus ojos, impregnados de miedo y de ternura,

tus ojos, esmeraldas que me robó la fosa.


Se ennegrecía el cielo: ¡cómo olvidar las horas

que pasaron entonces, cuando en mis brazos presa

al morderte los labios –No más... que me devoras–

decías, y agregabas: –Me has hecho sangre... besa

más pasito! y sangraban como picadas moras

tus labios, ¡ay! rubíes que me robó la huesa.


Después, lloraste mucho... la borrasca rugía;

de pronto vibró un trueno y –¿Oyes cómo retumba la voz de Dios?– dijiste, y agregaste: –¡Alma mía!

¡Es que el cielo indignado sobre mí se derrumba!

¡Perdón! ¡Perdón!– yo en tanto tus lágrimas bebía,

tus lágrimas, diamantes que me robó la tumba.