Glorias auténticas y falsas glorias

Estudios históricos e internacionales
Glorias auténticas y falsas glorias (1930)
GLORIAS AUTENTICAS Y FALSAS GLORIAS

Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989

Precisiones para la Historia de la Independencia

No son vibraciones de luz puramente las que contempla el historiador en el cuadro panorámico de la realidad oriental de 1826 y 1827. Hay allí también toques de sombra: aspiraciones personales subalternas que florecen y medran a expensas del confiado desinterés o de la inexperiencia y buena fe; tendencias políticas sin arraigo en el suelo, que crecen arrastrándose como la yedra y extiéndense tentaculares cubriéndolo todo, tratando de avasallarlo todo; grises profundos y grises amarillentos que, en último término, todavía sirven por contraste lógico, para que brillen con claridad radiosa las figuras nobles del cuadro; las grandes figuras del paisaje de fondo, todo abnegación y austeridad patriótica.

Sombra, y sombra que llega a negrura impenetrable de tinieblas en algún momento, encuentran los ojos que vueltos hacia aquel pasado, miran y observan, escrutadores hasta el detalle mínimo, la gestión de lo político: el tema de las altas esferas – casi siempre enrarecidas de aire de patria – donde desde 1826 se mueven y muestran los próceres civiles; los representantes de la soberanía que – digámoslo sin ambages – habían aprendido en su mayoría a caminar y maniobrar con distinción en las antesalas de Lecor; y los miembros del ejecutivo: estadistas inaccesibles al clamor popular, ediciones baratas de Rivadavia.

¡Asombrosa la divergencia! Mientras el pueblo humilde, siguiendo a Lavalleja y sus jefes divisionarios se da en los campos de batalla generosamente, enteramente, al sacrificio por la independencia, gran parte del patriciado criollo que se dignó encargar de las pesadas tareas de la administración pública, va forjando eslabón por eslabón, en el confortable ambiente de los despachos de gobierno y en la sala de sesiones de la Junta de Representantes, una nueva cadena…

¿Es que la historia se repite, verdaderamente? Puntos más o menos no hay duda que había ocurrido lo mismo en los tiempos de Artigas; el ciclo de los gauderios y de las montoneras bárbaras que rayaban surco en la tierra con el regatón de sus lanzas para las nuevas semillas de libertad mientras el gran núcleo de los orientales civilizados guarnicionaba Montevideo o servía en Buenos Aires, con Vigodet o Alvear, con Pueyrredón o con Lecor!

I

La labor reaccionaria que acabo de acusar de los “próceres” civiles de 1826 y 1827, malhadada labor que pone sombras en un cuadro de luz, se inicia, externamente por lo menos, con la apertura del segundo período de sesiones de la Junta de Representantes de San José de Mayo. Lógicamente, esta vez, como la anterior, la “H. Sala” debió reunirse para sus tareas en Florida, lugar donde residía el gobierno desde los comienzos memorables de junio de 1825, pero si así hubiera sido, perdíase una oportunidad para el “campanazo”… Los precedentes no podían obligar a la Junta de Representantes, “autoridad suprema de la Provincia” y para demostrarlo, contribuyendo a crear “la fibra legal” en el medio bárbaro, era conveniente, desde luego, establecerse en otra parte, aun cuando ello sirviera, además, para mostrar que los diputados preferían acercarse a Buenos Aires y alejarse de Lavalleja y los buenos soldados patriotas acampados en Durazno. La soberanía en ejercicio eran ellos, los diputados, y la soberanía siempre manda sin contemplaciones. Pero, razonemos nosotros serenamente: ¿Podían creer con sinceridad aquellos graves y empacados señores de la Junta de Representantes, que su voz y su voto eran la voz y el voto del pueblo? Quien haya revisado las actas de sus elecciones tiene que negarse rotundamente a admitirlo.

Los diputados de la Junta de Representantes, al igual que, a su hora, los miembros de la Asamblea General Legislativa y Constituyente del Estado, fueron elegidos siempre “entre gallos y media noche”, en comicios paupérrimos por la clase y número de votantes concurridos a la elección primaria (¡no pasaron de doscientos los asistentes a la elección del colegio que designó los ocho representantes de Montevideo a la Constituyente!) y, por lo general, en actos más pobres todavía, por la capacidad selectiva de los electores en segundo y último grado. En unos y otros, extranjeros avecindados de antiguo y orientales inservibles para las operaciones duras de la guerra, constituyeron entonces, por lo general, el núcleo en actividad de la Soberanía en ejercicio electoral. Claro es que por ser ese núcleo el más pequeño en número, además del menos vivo de aquella totalidad, los representantes debían sentirse tales sólo por una ficción que admito respetable… No los había apoderado, no, la mayoría inmensa del pueblo oriental que andaba en armas: ¿Y qué quería ese pueblo? ¿A qué aspiraba radicalmente? ¿Para qué combatía sin tregua? Es verdad que entre lo que él buscaba heroico y anheloso y lo que venían a obrarlos bizarros políticos, podía haber coincidencia de ideales que justificara de parte de éstos la invocación a una mandato tácito de aquél.

Veámoslo, pues, a grandes rasgos, ya que el asunto daría por sí solo para una larga crónica historial. Nuestro pueblo bárbaro, y como tal de ideas cortas pero claras, no deseaba ni más ni menos en 1825 que recuperar la independencia perdida con la usurpación brasileña y luego vivir en unión y libertad, según la fórmula preconizada por Artigas, con los demás pueblos hermanos. Voy a explicarme, abriendo vía a la interpretación que actualmente me parece más justa del proceso histórico que cierra la paz de agosto de 1828.

Durante la Patria Vieja, el pueblo oriental se consideró y fue independiente de facto, desde octubre de 1811 hasta abril de 1813, y de derecho, bien que sin llegar a obtener reconocimiento de esa situación de parte de otros pueblos, desde la última fecha apuntada hasta el aciago enero de 1820 que marca el punto final luctuoso de Tacuarembó.

Se ve claramente lo primero a través del hecho inicial del desacato al Tratado de Armisticio pactado por Elío y el Gobierno de Buenos Aires , y de la subsiguiente emigración al Ayuí y sus consecuencias inmediatas, y en cuanto a lo segundo, encuentro la prueba reveladora de una proclamación expresa de independencia que la historia ha perdido, en esta nunca citada fórmula del juramento prestado en San Juan Bautista, el 23 de mayo de 1813, por el ciudadano electo Comisionado de la localidad, fórmula que, dicho sea de paso, copia literalmente a la establecida en la Constitución de Massachusetts de 1780 para los funcionarios del Estado:

“¿Juráis solemnemente q.e desempeñarás fiel e imparcialmente las obligaciones q.e te incumben a la felicidad de los pueblos y sus habitantes?

A que respondió, sí Juro.

¿Juráis q.e esta Provincia p.r derecho deveser un estado libre soberano e independiente y q.e deve ser reprobada toda adección sujección y obediencia al Rey, Reyna, Príncipe, Princesa, Emperador y Gobierno Español y atodo otro poder Extrangero cualquiera q.e sea y q.e ningún príncipe Extrangero persona Prelado, Estado potentado tienen ni deverá tener Jurisdicción alguna superioridad preminencia autoridad no otro poder en cualquiera materia sibil Eclesiástica dentro de esta Probincia esepto la autoridad y poder q.e es opuede ser conferida p.r el Congreso G.ral de las Probincias unidas?

A que respondió sí, Juro.”

Aclaro, por lo demás, que si la mala ortografía de este documento pudiera dar asidero a la creencia en una posible iniciativa particular d San Juan Bautista, existe la prueba de lo contrario o, mejor dicho, de su carácter de fórmula general prescripta por el Gobierno de Canelones, en otra pieza complementaria de fecha 17 de mayo:

“Se confirma la elección precedente, y se remite su acta p.a archivarse al Juzgado de donde procede previo el juram.to q.e el Comisionado D. Benito Torres deberá prestar en manos del Com.te Militar del Partido y según la fórmula q.e al efecto se le inserta en oficio de esta f.ha.”

Pero, después de todo, si durante la Patria Vieja no hubiéramos sido independientes, ¿cómo se explicaría el desarrollo de la guerra contra la dominación luso-brasileña y luego de asentada ésta, las operaciones del Congreso Cisplatino que tienen valor incuestionable desde un punto de vista fríamente jurídico?

Y bien; siendo independiente el pueblo oriental de 1811 a 1820, o por lo menos considerándose él en ese concepto y no admitiendo siguiera discusiones sobre el mismo, creyó siempre que para su libertad y prosperidad mejores, sería conveniente una asociación con los pueblos hermanos e igualmente independientes, del antiguo Virreinato. Una unión de pares basada en pactos de recíproca garantía de derechos y deberes, cuya latitud demarcaría el interés particular de cada uno. Esto es bien sabido. Ahora, pues, en 1825 reitera el pueblo oriental esa opinión que por cierto podía entusiasmarlo: - ¿Y por eso se ha de dar por anulada la independencia “de derecho” que anteriormente había proclamado frente al universo y respecto a los países de Portugal y Brasil que en sucesión se la usurparon? De 1811 a 1820, a pesar de la invariable permanencia del anhelo de unión con los pueblos hermanos, el oriental fue siempre independiente, pues aquél no pudo cuajar en frutos debido a la absurda política imperialista de las oligarquías porteñas. De 1820 a 1825 vivió el mismo dominado y sojuzgado por las fuerzas extrañas que ocuparon en conquista su territorio. El 25 de Agosto de 1825 nos declaramos, al fin, independientes de Portugal y su legatario en la usurpación, porque no teníamos cuentas a cobrar a nadie más, y es así que dice especificándolo el artículo 2º de la célebre proclamación:

“En consecuencia de la antecedente declaración, reasumiendo la Provincia Oriental la plenitud de los derechos, libertades y prerrogativas inherentes a los demás Pueblos de la tierra, se declara de hecho y de derecho libre e independiente del Rey de Portugal, del Emperador de Brasil, y de cualquiera otro del universo y con amplio y pleno poder para darse las formas que en uso y ejercicio de su soberanía estime convenientes”.

Nuestra situación de ahora volvía a ser igual, por lo menos, a la declarada en abril de 1813 y sólo en tal virtud es que pudimos reiterar casi a renglón seguido de la “recuperación”, el voto por la asociación que nunca había comprometido la libertad de Artigas. ¿Y por qué siendo así iba a comprometer la de Lavalleja? ¿Acaso el envío de diputados al Congreso Constituyente de Buenos Aires gravaba de sumisión para el futuro?

¿Comportaba por ventura un compromiso de aceptación implícita de lo que obrara aquella asamblea? Rotundamente lo niega la Ley Fundamental de enero de 1825. Lo desmienten los propios unitarios orientales de la Junta de Representantes al resolver, en la sesión de 8 de julio de 1826, sobre la consulta respecto a la forma de Gobierno de la proyectada República de las Provincias Unidas, que “la Provincia Oriental no previene el juicio del Congreso General Constituyente con su opinión sobre la forma de gobierno”, etc. y que acerca del particular “reproduce las cláusulas que expresan su voluntad en los diplomas con que ha mandado sus diputados”, que son: “la forma republicana representativa en el gobierno, y la facultad que se reserva (obsérvese ¡qué modo de ceder soberanía!) de admitir o no la Constitución que presente el Congreso”.

Aquí precisamente está el pensamiento del pueblo oriental de 1825: que los diputados obren, pero que a él no se le desconozca el derecho de examinar lo actuado y desecharlo libremente si limita o compromete sus principios indeclinables de independencia. Cierto es que la Junta de Representantes, tan puntual y nítida en su manifestación del 8 de julio de 1826, salió después aprobando el código político unitario; pero, ¿procedía aquélla entonces, por si acaso, en consonancia con la voluntad popular? Desde la tribuna del Congreso de Buenos Aires, y si bien ensayando, quizás por cortesía, una explicación que salva la responsabilidad de nuestros diputados unitarios al presentarlos como ejecutores de un acto verificado “en estado de necesidad”, Pedro Feliciano Cavia negó por entonces que fuéramos tránsfugas del viejo ideal artiguista en los siguientes términos precisos:

“Yo no tengo el honor de representar a la Provincia Oriental, pero me lisonjeo que ella sea mi segunda patria. Su voto no debe considerarse por lo que hace en medio de la angustia del tiempo. Ella, cuando no tenía que temer lo que ahora, fue el germen de la federación, la que ha dado pasos enormes en esa carrera de que jamás retrocederá; y aunque no tengo espíritu profético, soy vecino de allí, conozco a sus habitantes y sé que ellos no abandonan lo que una vez han sostenido, y si ahora ejecuta ese paso de resignación es el ultimátum de los sacrificios que hace esa benemérita provincia, por atender el objeto primario, que ahora tiene, de exterminar a ese Imperio usurpador”.

“Pero ella volverá a sus ideas así que haya conseguido el objeto primario que ahora tiene, cual es su independencia y su tranquilidad interior y, como se ha dicho muy bien, debe ésta afianzarse para conseguir la libertad; ésta es la escala que no puede menos de guardarse y es el último de los sacrificios que ella hace. Ésta es la razón de su pronunciamiento actual, pero, pasado el momento de la crisis, volverá a tomar su primera fuerza”.

Podría argüirse con pertinencia que no quiero calificar, que las afirmaciones del viejo Secretario del cabildo montevideano deben estar viciadas de parcialidad, dada su afiliación reciente al federalismo; pero, si no vale el testimonio de Cavia, ¿qué reparo podrá merecer este concordante y más explícito de Lord Ponsonby, vertido en el oficio a Canning de 20 de octubre de 1826 que paso a transcribir?

De todo lo que puedo deducir de este estado de cosas, concluyo que los orientales están tan poco dispuestos a permitir que Buenos Aires tenga predominio sobre ellos como a someterse a la soberanía de S.M.I. el emperador”; y luego: “Ellos luchan contra los brasileros, pero es para rescatar a su país y librarse ellos mismos de una asfixiante esclavitud, no para colocarse bajo la autoridad de Buenos Aires; y si el emperador fuera alguna vez desalojado de la Banda Oriental, los orientales estarían igualmente prontos a luchar contra Buenos Aires por su independencia, como lo hacen ahora contra el Brasil”.

II

El segundo período de sesiones de la Junta de Representantes comenzó el 27 de diciembre de 1825, y en la reunión siguiente a la inaugural, dice el acta respectiva que:

“A solicitud del señor Chucarro se mandó leer las leyes y decretos sancionados por la primera Legislatura de la Provincia”.

Y agrega a renglón seguido:

“Verificado (la lectura), pidió el mismo señor diputado la palabra y dijo: que según el espíritu de la ley de veinticinco de agosto, parecía que debía haberse enarbolado el Pabellón Nacional de la Provincia inmediatamente que se declaró incorporada a las de la Unión por el Soberano Congreso Nacional; pero que no habiéndose practicado (eso) proponía que se remitiese nuevamente copia de dicha ley al Ejecutivo, encargándole la mayor brevedad en su cumplimiento”.

Y sigue el acta:

“Apoyada suficientemente esta moción, el señor Presidente dijo: que la sala podría fijar el día y solemnidad con que se había de hacer esta innovación”.

El señor Muñoz contestó: que aquello pertenecía exclusivamente al Gobierno, así como el detallar las formalidades y fiestas que le pareciesen: que la Sala había concluido a este respecto sancionando la ley de veinticinco de agosto, mas que, para abreviar y facilitar su ejecución, podría expedirse una nueva ley que proponía en estos términos: “La H. Sala de Representantes ha acordado y decreta con valor y fuerza de ley conforme con el espíritu de la de veinticinco de agosto: - Artículo primero, digo único. El Pabellón que se enarbolará en la Provincia será el que distingue a las Provincias Unidas del Río de la Plata”. Añadió que al remitirse se manifestase al Gobierno que la Sala había extrañado la falta del cumplimiento de la segunda ley, digo, parte de la primera ley, y que ésta fuese brevemente cumplida con la mayor solemnidad.

El señor Chucarro repuso – dice siempre el acta, - “que la Sala debía limitarse a ordenar el cumplimiento de la ley de veinticinco de agosto, pudiéndose añadir el que fuese jurado el pabellón y lo demás que conviniere”.

Y después de algunas nuevas aclaraciones se aprobó la moción del diputado de Canelones.

Y bien, en rigor legal no merece sino elogios la actitud diligente de la Junta de Representantes de San José en este asunto de las banderas, pues el 25 de octubre se habían incorporado nuestros diputados a la Asamblea General Constituyente y desde entonces correspondía el cambio de enseñas a estar a los términos de la invocada ley de 25 de agosto, que en su parte dispositiva dice:

“Siendo una consecuencia necesaria del rango de independencia y libertad que ha recobrado de hecho y de derecho la Provincia Oriental, fijar el pabellón que debe señalar su ejército y flamear en los pueblos de su territorio, se declara por tal el que tiene admitido, compuesto de las tres fajas horizontales, celeste, blanca y punzó, por ahora y hasta tanto que incorporados los Diputados de esta Provincia a la soberanía nacional, se enarbole el reconocido por el de las Unidas del Río de la Plata, que pertenece”.

No hay duda pues, que Lavalleja había sido omiso a sus deberes estrictos de ejecutor de los mandatos de la ley, pero yendo al fondo de las cosas y enfocándolas con visión humana que gira sutilmente entre debilidades, inclinaciones y preferencias, ¿no es verdad que salta a primer examen la muestra de un deseo personalísimo de los diputados de que se procediera al cambio, como de igual modo salta a la vista, del olvido de Lavalleja, la prueba primaria de que a éste no le interesaba? Es así, evidentemente, y todavía – como se verá – hay documentos y razones para ir mucho más lejos por el camino que trillamos.

La ley del 25 de agosto en la parte que dispone el cambio de enseña en la fecha de incorporación de nuestros diputados a la Constituyente, pudo ser derogada expresamente por la Junta de Representantes sin agravio para nadie y conforme al espíritu manifestado por Lavalleja al “dejarla dormir”. Eso podía ser así porque el llamado “Pabellón Nacional” sólo lo era parcialmente, ya que muchas de las provincias representadas en el Congreso tenían y seguían usando entonces el suyo propio. Santa Fe, su tricolor, hija de la de Artigas; Córdoba, su bicolor distintiva; Corrientes, la suya propia, etc. El “Pabellón Nacional” lo era porque Buenos Aires bautizó con ese nombre al suyo, al estilo de la presidencia argentina de Rivadavia: puro título y ninguna autoridad efectiva. Tal es la pura verdad sobre el particular, y porque Lavalleja la sabía, quería mantener enarbolada la tricolor que guió a la victoria a los voluntarios de Sarandí y Rincón: la misma bandera oriental que había encabezado a los milicianos de la Patria Vieja en los días amargos de Arapey y Catalán.

¡Minucias para los diputados! Minucias sí, especialmente para don Francisco J. Muñoz (personaje que comparte, a mi parecer, con don Juan Francisco Giró las mayores responsabilidades de la cruzada de entonces contra lo típico artiguista y oriental), quien, sabiendo que los Treinta y Tres entraron a la patria, levantada otra vez la vieja tricolor que había caído en Tacuarembó, y no la blanca y celeste, enseña de Buenos Aires, se apresuró a escribir, consternado y melífluo, a Lavalleja, en 14 de julio de 1825:

Nuestro amigo Trapani handa que no para. V.E. será probablemente el Gov.or Y Cap.n Gen.l dela Prov.a si así fuese yo estaré tranquilo porque estoy cierto que siempre hade ser consequente con los principios que constituyen nuestra consideración (¿coincidencia?) y p.a este caso me apresuro a hacerle una prevención y es, que el Gob.no mande usar y jurar en el Egercito el Pavellon Nacion.l. Este paso falta y lo hechan de menos sus amigos, q.e se interesan por su crédito y q.e están seguros de sus sentim.tos”.

Y un mes más tarde, en agosto 17, escribiendo al bueno de don Manuel Calleros, el mismo Muñoz volvía sobre el asunto, señalándoselo como negocio principal a resolver por la Asamblea, que cinco después comenzaría a sesionar en la Florida, al decirle:

“Apenas la Sala se expida en lo principal deven retirarse los Diputados p.a reunirse quando el País en un estado menos alarmado lo permita, pues este cuerpo puram.te legislativo no deve ni puede expedirse con la calma que deve en medio del estrepito de armas – Lo principal es nombrar Gob.r y Cap.n Gen.l de la Prov.a confiriéndole las facultades q.e son necesarias en casos tan extraordinarios – Adoptar el proyecto de Emprestito que se ha pensado. – Declarar que se use en la Provincia del Pavellon Nacional – Declarar ilegales é inconsistentes los actos d.l congreso Cisplatino y los demas que tuvieron lugar en aquella epoca hasta el día. – Esto es lo esencial por ahora”…

Felizmente, los miembros de la Asamblea de la Florida no creyeron, como creerían después los de las “Salas” de San José y Canelones, que las palabras del ofrecido consejero de Lavalleja y Calleros debían oírse para ser cumplidas al pie de la letra, y fue así que el 25 de agosto hicieron algo más que “declarar ilegales e inconsistentes los actos del congreso Cisplatino”, etc., y por lo que se refiere al asunto bandera tratando de conciliar buenamente su punto de vista personal con las urgencias de Muñoz, establecieron la ya transcripta prescripción:

“Siendo una consecuencia necesaria del rango de independencia y libertad que ha recobrado de hecho y de derecho la Provincia Oriental, fijar el pabellón, etc.”.

III

Si el episodio que acabo de referir revela indiciariamente de parte de la Junta de Representantes una tendencia visible hacia la porteñización de la Provincia, el que ahora paso a señalar, ocurrente en los mismos días en que aquél se produjo, mostrará claramente a los “próceres” civiles de San José de Mayo, planeando y realizando en el papel la formación de una oligarquía que, según se verá a su tiempo, al fin instauraron “para mejor proveer” en las soluciones unitarias…

Al grano. Sabido es que por ley de 25 de agosto de 1825, el Poder Ejecutivo del Estado púsose a cargo de un “Gobernador y Capitán General” que debía durar en el mando tres años, y por ley de 31 de agosto habíase establecido contemplando el caso de Lavalleja, jefe del Ejército en operaciones, que:

“Queda facultado el Gobernador y Capitán General para delegar en una o más personas el mando político, siempre que las ocurrencias de la guerra o cualquiera otra causa lo decidiesen a hacerlo”.

Además, establecióse por ley de 26 de agosto, que:

“El Gobernador y Capitán General nombrará por sí tres Ministros Secretarios para el despacho de los negocios de la Provincia, etc.”.

Montado sobre tales bases, si se quiere rudimentarias, pero buenas siempre para el medio y el momento, funcionaba el Poder Ejecutivo al comenzar el segundo período de sesiones de la “Sala”. Entonces Lavalleja estaba en el Durazno, al frente del Ejército y en delegación desempeñaba las funciones de Gobernador en “lo político” el patriota intachable de todos los tiempos, don Manuel Calleros, quien se las arreglaba sin ministros titulares porque los fondos del Estado no daban para rumbo, y sí apenas para cubrir con pureza los gastos primordiales del presupuesto militar.

Y bien; todo esto empezó por parecer malo a los representantes directos de la soberanía, dignatarios escrupulosos de las formas y de las fórmulas; poseedores únicos del sentido reverencial de su propio poder e investidura. En su concepto, había que innovar y renovar. Ir de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo heterogéneo, de lo sencillo a lo complicado, todo naturalmente sobre el papel, para entusiasmo actual de incautos y para admiración de las edades.

Por de pronto, era necesario, a sus efectos, sentar los precedentes de mando supremo con respecto a todo y a todos.

Ni un ápice exagero, y como adelanto a la prueba del aserto, traeré a colación el hecho de las resoluciones votadas por la Junta de Representantes el 28 de diciembre de 1825, según las cuales, por la primera, debía subir a la brevedad a San José de Mayo el Gobernador Delegado a informar a la H. Sala “del estado actual de la Provincia”, y por la segunda, se observaba al Gobernador propietario – sin ejercicio de mando político en el momento – que debía ponerse “más en contacto” con la legislatura “conforme los intereses generales de la Provincia lo exigen”.

Tales resoluciones dictadas a primera vista con puro ánimo de armonización y correlación para fines solidarios de los dos órganos supremos del Estado, tienen en su fondo, real y positivamente, los principios fundadores del acusado proyecto de oligarquía. Tratábase ahí, en efecto, de molestar a Lavalleja con el gravamen de obligaciones nuevas y perfectamente secundarias respecto a las militares que lo embargaban en la hora y de asustar y de aburrir al buen patriota Calleros que honorable por Honorable, lo era más que la “Sala”, a pesar de faltarle el título. Luego vendría por complemento necesario el asalto a las posiciones del Poder Ejecutivo y, por consecuencia, el imperio de la oligarquía…

Pero, vengamos a los hechos para mostrarla en su proceso de formación. En la sesión de 4 de enero de 1826 de la Junta de Representantes, se dio cuenta de los resultados conseguidos con las comunicaciones giradas a Lavalleja y Calleros, haciéndoles saber las decisiones del 28 de diciembre. El primero – expresa el acta – en esta fecha “dos del presente” oficiaba “comunicando en respuesta que las atenciones de la guerra no le han permitido aproximarse a la H. Sala; y que urgiéndole aquéllas hoy más que nunca” – estaba en vísperas de pasar el Uruguay el ejército republicano – “no podrá ser sino momentáneo su permanencia en este punto; por lo que espera, que con este oportuno aviso no haya a su llegada demoras en resolverse lo que convenga”.

De Calleros se leyó – dice siempre el acta – una comunicación anunciando su llegada el día anterior a San José de Mayo, respondiendo al llamado de la Junta. Ahora bien: en vista del tenor de la comunicación de Lavalleja y ya en la orden del día, expresó el diputado Muñoz:

“que considerando a la Sala bien penetrada de la necesidad en que se hallaba de tratar con el Gobierno asuntos de la más alta consideración e importancia para los intereses generales de la Provincia, y en la dificultad de poder tomarse el tiempo necesario a este objeto, mediante la brevedad que por la enunciada comunicación se recomendaba: proponer (¿proponía?) que se nombrara una Comisión especial que preparase los trabajos de que la Sala había de ocuparse a la llegada del señor Gobernador”.

Y continúa el acta:

“Apoyada bastantemente la moción (de Muñoz) y habiendo manifestado otros señores diputados sus opiniones relativamente, se declaró por discutida la materia y se fijó esta proposición: Si se nombra la Comisión prenotada o se omite, aguardando el Mensaje del Gobierno. Resultó la votación por el nombramiento de la Comisión especial al objeto, y recayó por elección del señor Presidente en los señores Muñoz, Gomensoro, Pereyra y Chucarro”.

Bien estaba todo esto, pero respecto al aviso de Calleros que ya existía presente en San José para responder al llamado de la “Sala”, ¿por qué no dice nada el acta? ¿Estamos frente a una omisión del secretario redactor, o ante una estudiada desconsideración de los representantes hacia el patriota que después de servir a Artigas, había pasado cinco años largos de destierro en el Brasil? Con certeza presenciamos lo segundo. En primer término, porque en la sesión siguiente se aprueba sin observaciones el acta de esta fecha. Luego, porque en la misma ulterior se resuelve hacerle saber por escrito, que debía presentar en igual forma “una noticia lo más exacta posible sobre los ramos de administración de que ha estado encargado”, etc. Después, porque en la sesión del 18 de enero a que asiste el Gobernador propietario, los diputados Muñoz y Chucarro, se empeñaron en desacreditarlo como funcionario, expresando “que el Delegado no satisfacía ni en parte los deseos de la Provincia y propósitos de la Sala”. Por último, porque el mismo Calleros escribiendo a Lavalleja el 20 de enero, decíale que había oficiado a la Honorable Sala sobre la conveniencia de instalar el Gobierno Delegado en el centro de la población de la provincia (Florida), y que se le contestó que éste debía estar donde tuviera su sede la Junta y agregaba luego estos sencillos párrafos reveladores de abnegación y amargura íntimas:

“Yo mi amigo, lavo mis manos con obedecer, y nada me tocará enel disgusto delos pueblos, por llevarles sugovierno, auno delos extremos de supoblación. Pues ellos son argos en observar que este travajo refluye sobre ellos por el trancito delas distancias, el que seles ace practicar, sin una urgencia precisa. – Pero lomas orijinal y gracioso es que abiendo ordenado al gov.no que no se separase dela sala, delos individuos que la componen, solo han quedado tres delos de afuera que no pueden irse por ser delejos, retirándose todos asus casas por eltermino de ocho días. Dictando una lei, para impartir alos departamentos, para nombrar más diputados, hasta el número de cuarenta; Cuya lei, puede V.E. conciderar si podrá ser practicable, cuando el número de diecinuebe, jamás apodido aparecer completo, y esto quiere decir, que no se reúnen en un mes.

Enfin, amigo, ellos se han propuesto amolar al Gov.no y atodo el genero humano, y lo sencible es que algunos biejos pobres becinos, que están entre ellos, también deven estar, á estas determinaciones frívolas, sin acordar lomas preciso, al arreglo delos ramos que devían demarcar nuestra marcha, cuyos principios (parece) dieron la pacta (pausa), para seguir con honra, la procecución de nuestros destinos. Estos motivos, y otros, que omito, son la causa de aberle yó verbalmente indicado con ancia miretiro. Pero VE quiere que este su biejo amigo sufra: el lo ará en obsequio de su amigo, y de su Patria. Pero devo advertirle que este hombre biejo no es santo, y alfin puede como devil, cansarse, y echar al infierno la Sala, y sus decretos”.

Volviendo a nuestro asunto principal: ¿qué trabajos para “ocuparse a la llegada del señor Gobernador” a San José de Mayo preparó la Comisión especial designada en la sesión de 4 de enero? El acta de la reunión del siguiente día nos trae lo obrado por aquélla y este informe preliminar:

“La Comisión especial nombrada para presentar los asuntos más interesantes, que reclaman la concurrencia del Gobierno en las actuales circunstancias, ha creído que el único modo de regularizar este expediente, lo presentará la sanción de las Minutas de Decreto y Comunicaciones que se presentan a la consideración de la Sala”.

En cuanto a la labor que tan pocas horas de trabajo consumió a la Comisión especial, consistía en dos minutas de decreto de corrección de viejas leyes y sendas comunicaciones a Lavalleja y Calleros, destinadas a tapar lo intapable: la maniobra de absorción o escamoteo legal del poder ejecutivo que se aprestaba a operar la Junta de Representantes.

En efecto, las aludidas minutas de decreto modificaban sustancialmente, so pretexto de corrección, el régimen establecido por las leyes de 26 y 31 de agosto, respecto a ministerios y delegación del Poder Ejecutivo a que me referí al principio de este capítulo, poniendo todo, en último término, bajo el dominio y contralor de la “Sala”. La ley de 26 de agosto empezaba diciendo que el Gobernador “nombrará por si tres Ministros”, etc. y estatuía la sedicente corrección a esta ley: “El Gobernador, etc. “nombrará un Ministro”, etc.

La ley del 31 de agosto, determinaba:

“Queda facultado el Gobernador y Capitán General para delegar en uno o más personas el mando político, siempre que las ocurrencias de la guerra o cualquiera otra causa le decidieren a hacerlo”

Y preceptuaba la modesta corrección a lo allí dispuesto:

El Gobernador”, etc. “delegará en su Ministro Secretario (precisamente) cuando tenga necesidad de ausentarse a una distancia de más de ocho leguas del lugar donde resida la Sala de Representantes”.

¡Salta a la vista la maniobra por mí denunciada hace un momento! Me detendré, sin embargo, a precisar detalles demostrativos para ir después más fácilmente en busca de las conclusiones relativas al fin porteñista que impulsaba a los promotores de aquélla.

¿Para qué se promovía la reducción extrema de ministerios en la minuta de corrección a la ley de 26 de agosto?

Por razones de economía, podría contestárseme, pero niego valor a tal respuesta, pensando que precisamente es característica de la Junta de Representantes la generosidad en aplicaciones del dinero público, y baste como prueba, el hecho de que la misma sancionó un presupuesto de $150.000 (sin contar gastos militares) para el año 1827, estando totalmente exhausto el tesoro del Estado, o este otro pequeño pero sugeridor: el 9 de febrero de 1826, o sea en los mismos días de la reducción y siendo doce o trece los diputados asistentes a la “Sala”, ésta dispuso la regularización de sus oficinas nombrando y rentando nueve empleados además del secretario.

En otro punto ha de buscarse, pues, la respuesta que satisfaga mi pregunta anteriormente formulada, y yo, por mi parte, la encuentro en la relación de causa a efecto de esta corrección con la operada en la de la ley de 31 de agosto que, según se ha visto, establece preceptivamente que el Ministro único sería Gobernador Delegado en casos de ausencia del titular de la sede del Poder Ejecutivo que – aunque en forma implícita – también se determina que ha de existir en el lugar de reuniones de la Junta de Representantes. Razonaban de seguro los reformistas: como Lavalleja se debe a las obligaciones de soldado, fatalmente su Ministro deberá ejercer siempre el poder ejecutivo, y como por otra parte, el Gobernador residirá donde la H. Sala y sujeto a su “Ley”, porque ésta “jamás podía pedir y sí, mandar”, según tesis del diputado proponente de las reformas, declarada públicamente en debates de la sesión del 17 de enero, la solución de un ministerio era ideal… porque ponía al Poder Ejecutivo en subordinación definitiva y total respecto a la Junta de Representantes, y consagraba así el nacimiento legal de la oligarquía. Se dirá que hay aquí exageración interpretativa de mi parte, desde que siempre quedábale a Lavalleja el derecho de designar el Ministro universal entre ciudadanos de su confianza y opinión, y confieso que a primera vista parece fuerte y justa semejante observación, pero estudiando a fondo las cosas, ¿resulta clara, acaso, la reserva de aquel derecho a Lavalleja? Véase que me coloco en el caso peor para mi tesis, ya que bien podría argüirse que en la práctica el ministro siempre estaría a merced de la buena o mala voluntad de la Junta de Representantes, porque dada la segura ausencia ulterior del Gobernador titular, iba a ejercer el mando en delegación permanentemente. Voy hasta aquel extremo, sin embargo, por tomar en cuenta un detalle de la corrección a la ley de 26 de agosto que parece nimio, pero que relacionado con otros antecedentes hace presumir lógicamente la existencia de un proyecto de la Sala para ampliar la corrección en próximo futuro, con prescripciones que pusieran en sus manos, legalmente, el poder de designar ministros. Decía, en efecto, la ley de 26 de agosto, que el Gobernador debía nombrar “por si” (vale decir, según su propio y exclusivo criterio) tres ministros, secretarios, etc. y la corrección omite esa frase y establece “El Gobernador”, etc. “nombrará un Ministro”, etc. Deduzco de la omisión, no un deseo de evitar redundancias gramaticales que nunca preocupan en los textos legales, sino un punto de partida para otra ley complementaria o ampliatoria que podría establecer, por ejemplo, que el Gobernador nombrara a su Ministro a propuesta o previa venia de la Sala. Me aventuro a semejante conjetura, recordando días después de la aprobación de las famosas correcciones y en vista de que Lavalleja – sin tenerlas presente – organiza su ministerio conforme a la ley de 26 de agosto. Muñoz, autor de aquéllas, entregó (el 1º de febrero) un proyecto de ley, discutido y aprobado el 3 de febrero, que establecía lo siguiente:

“Artículo 1º Declárense responsables del puntual y acertado desempeño de su respectivo departamento a los individuos que sirvan las Secretarías de Gobierno, Hacienda y Guerra.

Art. 2º El Secretario de Gobierno y Hacienda, y el encargado del despacho de Guerra y Marina, podrán concurrir a la Sala de Sesiones de esta H. Junta, cuando y cada vez que lo consideren conveniente, o cuando la H. Junta lo exija, a fin de ilustrar o ilustrarse sobre los negocios del interés público de que están encargados”.

Estamos aquí por lo menos ante una forma embrionaria de gobierno parlamentario, ¿no es cierto? Por lo demás, ya sé que los “hombres de leyes” dirán que en el fondo estos colegas de 1825, todo lo que anhelaban era ordenar la administración pública, dándole prestigio de cosa seria. Verdaderamente, no se me oculta que pudiera existir algo de eso de parte de muchos diputados “frívolos” en el concepto de don Manuel Calleros. Pero, entretanto, me digo: ¿la época aquella era propicia para montar andamiajes costosos y pesados y hacer expedienteo inconducente, o imponía sólo el deber de mirar sin tregua a las medidas que contribuyeran a mantener la “unión sagrada” de los orientales en esfuerzo convergente hacia la independencia? Ardiendo la Provincia en guerra abierta contra el usurpador y, por consiguiente, viviéndose en estado de asamblea, ¿estaba bien, acaso, que los diputados gastaran su tiempo en disputas bizantinas propicias a la división, o que lo consumieran en discutir y prescribir resoluciones que restaran libertad al Poder Ejecutivo, dueño siempre, en semejantes casos, de facultades extraordinarias?

El 3 de febrero de 1826 aprueba la Junta una ley cuya parte dispositiva dice:

“Artículo 1º Ninguna otra autoridad que la de los representantes de la Provincia podrá establecer contribución o impuesto alguno, directo o indirecto, ni pena pecuniaria.

Art.2º Ninguna autoridad, sin aprobación de la de los representantes, podrá ordenar sueldo, pensión ni gasto alguno de los fondos públicos”, etc., etc.

¡Trabas, trabas y más trabas! Cosas lindas para los tiempos normales y, sobre todo, cuando hay seguridad de que representa legítimamente a la Soberanía la autoridad que se confiere el privilegio de imponer gabelas y sancionar penas pecuniarias, establecer sueldos y guardar la llave del cofre público. Disposiciones extemporáneas para el momento de guerra de 1825, dado que ni era posible saber todavía si alcanzaría a restaurarse la patria cuyo destino se jugaba entre la vida y la muerte en los campos de batalla alejados del fárrago burocrático y de las antesalas de la Junta de Representantes: remansos de paz acogedores y propicios para aquellos hombres que sabían ubicarse “au dessus de la melée” y discurrir sin término acerca de los “horrores” de la época de Artigas… Los peligros del caudillismo… La grandeza y decadencia de Roma… El gobierno ateniense de los treinta…


IV

El 25 de enero de 1826, el ejército republicano comandado por el general Martín Rodríguez atravesó el río Uruguay para tomar parte a nuestro lado y por voto expreso y sentido de los pueblos hermanos, en las operaciones de guerra contra el imperio usurpador. Ese ejército contaba alrededor de mil quinientas unidades, bisoñas en su gran mayoría, sólo regularmente armadas, y se había formado sobre la base de “contingentes” cedidos por algunos de los pueblos, de modo que – y esta es una verdad que siempre conviene tener presente – no era un ejército argentino a la manera de los de la época de Belgrano y San Martín, constituido por el gobierno de Buenos Aires como mejor le pluguiera. No, ahora cada Provincia independiente y soberana de su destino, a pesar de tener diputados en el Congreso, etc., había cedido de su ejército particular un número determinado de soldados para integrar el general republicano que se formaba a los efectos de la guerra del Brasil.

Y bien: en aquellos días el ejército oriental acantonado en Durazno en su mayor parte, tenía, según revista, más de tres mil hombres, generalmente bien armados y disciplinados como nunca en las anteriores épocas de guerra. Los historiadores de Buenos Aires – y en esta parte, los nuestros han acostumbrado a seguirlos servilmente – divulgan la falsedad de que los orientales eran soldados sin instrucción militar alguna, multitud heroica y abnegada, pero sin nociones del oficio.

Mostraría aquí, si con ello no me separara demasiado del tema central de mi trabajo, que lejos de eso nuestras tropas eran buenas como nunca y como nunca organizadas. El milagro se había operado en el campamento del Pintado que en nuestra crónica heroica ha de tener algún día la fama que tiene el de Plumerillo en la historia argentina. Teníamos maestranza; teníamos sanidad militar; teníamos parque; teníamos artillería; teníamos infantería de línea; teníamos dragones; teníamos húsares; y mismo aun las milicias departamentales estaban generalmente regimentadas. Colaboradores principales de Lavalleja en esa obra previa de cimentación, habían sido Oribe, Zufriategui, Planes, Duarte, Moreno, José Raña, Joaquín Álvarez, Monjaime entre los criollos y entre los extraños, el coronel Heines (el “austriacano” de la correspondencia de Trápani), Vicente Virginio, carbonario italiano que había servido a Riego de ayudante, el Vizconde de Zambeccari, bolognés amigo de los pueblos libres, y fray Luis Beltrán, el glorioso colaborador de San Martín y de Bolívar que, como voluntario, vino a servir en 1825 en nuestras filas.

Ahora bien: establecido el campamento de Rodríguez en San José del Uruguay, Lavalleja se apresuró a reconocerlo como jefe militar superior y a ponerse a sus órdenes desde luego, noblemente, lealmente. Con eso supuso Rodríguez que el ejército oriental quedaba todo a su disposición y, por consecuencia, empezó a dictar disposiciones a su respecto, que Lavalleja obedecía, pero no cumplía. ¿Y qué? ¿Acaso la provincia se iba a entregar al comando porteño en lo más noble y firme de su garantía de independencia? No podía admitir eso el jefe de la Cruzada iniciadora de los Treinta y Tres que, digámoslo pronto, no ocupaba ahora el cargo de Rodríguez, porque precisamente sabían los gobernantes de Buenos Aires que su rumbo político no divergía un ápice del señalado otrora por Artigas. Lavalleja no había venido a luchar contra el usurpador de la patria hasta expulsarlo para entregarla después a Buenos Aires. Otra cosa sería absurda, aunque no falten mentecatos cegados de pasión partidista que quieran suponerlo. A Lavalleja correspondía lógica, política y militarmente el cargo que traía Rodríguez, y así lo reconoció a su tiempo la nobleza federalista personificada en Dorrego. Le correspondía lógicamente porque era el triunfador de la hora y había sido el iniciador de la restauración. Mirando las cosas del punto de vista político, porque el teatro de guerra radicaba en el territorio de que era Gobernador y Capitán General aparte de Jefe del Ejército. Por último, le correspondía militarmente porque ni Rodríguez tenía tanta graduación que la suya, ni más servicios militares efectivos, ni mayor escuela de guerra y, todo esto, aparte de que desconocía nuestro medio y era un ilustre desconocido entre los soldados orientales y aliados, a menos que hubiera entre ellos veteranos de su única campaña en el Alto Perú que podrían informar de sus derrotas inexplicables de Tejar y Venta y Media, y de su escandalosa administración en la Intendencia de Chuquisaca. Rodríguez era una nulidad y Lavalleja era una energía. Aquél había traicionado a la patria cuando tuvo ocasión de mandar, según las propias manifestaciones formuladas en 1820 a los comisionados españoles que arribaron entonces a Buenos Aires a bordo del navío “Asia” y Lavalleja no había vivido sino para servirla mental y activamente desde 1811. Rodríguez dejó, entre otras cosas, en poder de los gauchos de Güemes como rasgo de su honestidad administrativa en el gobierno de La Plata, “varios tejos de oro, un bastón de carey con empuñadura de oro, y cuatro cajas para polvillo, de oro también” todas estas alhajas con la marca del general español Pizarro, vejado y sacrificado en la cárcel durante su gobierno. De la moralidad irreprochable de Lavalleja, dice claramente su actitud en Bagé cuando los soldados de Alvear entraron a saco en las casas del villorio abandonado, seguidos de algún jefe porteño de alta graduación, como Mansilla, Rodríguez no tenía en haber ninguna victoria y Lavalleja tenía la muy reciente y resonante de Sarandí; “combate de caballería” a juicio de los historiadores porteños que hacen pedestal para la gloria indiscutible de Belgrano, con Salta y Tucumán, “combates de caballería” también que no tuvieron más trascendencia… ¡y no contemos a Rondeau, estratega de Sipe-Sipe, ni al propio Alvear, vencedor auténtico de Otorgués en Marmarajá y dudosamente conciente de Barbacena en Ituzaingó!

Volviendo al punto de partida. Cierto, ciertísimo estoy de que Las Heras, que – ese sí – era soldado de verdad, hubiera dado el mando del ejército republicano a Lavalleja de no mediar entre los que lo rodeaban y preferían sacrificarlo todo a la prepotencia de Buenos Aires, la seguridad de que aquél, en primer término, sería guardián del patrimonio oriental.

Y así fue mientras pudo derechamente y cuando no, porque la Junta de Representantes, según se verá a su tiempo, opúsose a sus designios sin disimular el afán incorporativo, marchando personalmente de sacrificio en sacrificio por las vías del atajo para conservar la fuerza oriental incólume.

Rodríguez quería embeber nuestro ejército en el inferior en calidad y número que tenía bajo sus inmediatas órdenes y Lavalleja negábase a esa disolución, sosteniendo legítimamente que la Provincia sólo debía entregar al comando supremo “el contingente” que le correspondía en justicia y mantener el resto de la tropa en nuestro servicio particular o – por lo menos, en forma de entidad propia específica.

En esa pugna que hace recordar los tiempos de Artigas y los Triunviratos y sus diferencias de criterio sobre el concepto de ejércitos auxiliares y propios, etc., etc., pasaron los primeros meses de 1826. Toda la razón en el litigio, si se mira al interés oriental de conservación de independencia, estaba en la emergencia de parte de Lavalleja; por consecuencia, en solidaridad tensa y vigilante con éste, debían estar todos los orientales. Los jefes y las tropas, salvo excepciones deplorables que no quiero recordar, así lo comprendían, manteniéndose unidos y firmes a su lado, en el Durazno, a pesar de que Rodríguez había acudido al innoble expediente – tipo Sarratea – de rendirlos por hambre, al negar el suministro de cualquier recurso. ¿Y la H. Sala? ¿Qué posición adopta en el conflicto? ¿Por lo menos ella, dueña y dispensadora de los fondos públicos, según la ley antes citada de 3 de febrero, volcó el cofre de la Provincia en adquisición de ropas y vituallas para nuestros soldados hambreados y desnudos? La H. Sala hizo esto: cerró su período de reuniones el 13 de febrero del año referido “porque no es posible continuar sus tareas después de la asiduidad con que lo ejecutaba, celebrando sesiones diariamente, cuanto porque es indispensable dar un tiempo a la meditación y estudio para continuar en materias que de sí demandan la mayor circunspección”.

El 23 de junio, recién cuando el conflicto hacía crisis, volvieron a reunirse los “padres conscriptos”, y antes de ver cómo actuaron entonces, observemos el estado de espíritu de Lavalleja en esos días, a través de párrafos de una carta, hasta ahora inédita, escrita el 2 de junio en el Durazno, a su gran amigo Trápani:

“Le hablo con las más sinceras y verdaderas palabras qe puede producir un hombre de bien, q.e en mi concepto este gral es el hombre más estúpido q.e conosco, puedo hablar con documentos donde presentaré órdenes pasadas a mis subalternos sin tener yo el menor conocimiento, y estos rechazarlas con prudencia p.r q.e no venían como corresponden – a este extremo de desgracia llega la ineptitud de este hombre, yo lo sufro todo por el bien de mi patria, y así amigo le confieso q.e deseo la paz p.r q.e si se continúa la guerra con este hombre a la cabeza no me prometo los mejores resultados. Hoy mismo voy a escribirle pidiéndole permiso p.a el caso de no moverse en este invierno me de permiso p.a aproximarme sobre la fron.ta y verá v. y el mundo entero cumplir con los deveres de un patriota q.e solo espera el bien de la República. Tres meses hace que no han recibido un real los orientales, p.a cuatro mil hombres me han mandado beynte mil pesos, esto sin acordarse de los abastecedores que yo no pueden continuar p.r q.e no se les da nada y se les debe sobre treinta mil pesos. Amigo, aquí lo q.e hay de sierto es q.e me quieren sitiar por hambre y q.e los orientales sean los satélites del Maquiabelismo p.a con ellos hacer cuco a los otros cucos pero se engañan”.

Y más adelante:

“Contestan q.e es preciso organizar con exto, q.e desgracia amigo, esto esta organizado, estos son soldados no son reclutas como lo que componen el exto. Nacional. Si la organización pende en el nº de soldados qe deban tener las compañías es obra de un momento pº no la de tener soldados vencedores y acostumbrados a la guerra. En fin amigo su escrito al Diputado Moreno instruyendo sobre nto. estado con el animo de q.e se halla bien represente al Congreso p.r comunicación oficial que le dirija p.a q.e el público sea impuesto de la conducta q.e se observa con nosotros – he pedido los vestuarios – y q.e p.r contrato nros 66 estaban construidos, y me contestan q.e los pida al gral a este los pedí primº y me dice q.e iba a escribir al govno. y entanto nos vemos sin esperanzas y desnudos los hombre q.e están al frente del enemigo esto es una verdad incontestable yo ya estoy tan cansado, no cansado, agitado q.e me dan impulsos de hacer tocar llamada y marchar sobre los enemigos o hacer mi renuncia p.a que nunca la Nación tenga q.e decir q.e Lavalleja a originado males a la patria”.

Esto escribía Lavalleja el 2 de junio, y antes de terminar el mes, obedeciendo al llamado urgente de la “Sala”, salía de Durazno para San José de Mayo adonde había llegado ya con la fórmula liquidadora del conflicto, el enviado de Rivadavia, don Ignacio Núñez. Dicha fórmula – da vergüenza decirlo – consistía en la deposición de Lavalleja del gobierno y su pase en calidad de jefe puramente militar, al ejército en operaciones bajo el mando de Rodríguez. No se quería ni la renuncia del Gobernador que él, por otra parte había redactado y traía escrita del Durazno. No se admitía que de acuerdo con la ley de 31 de agosto de 1825 dejara el poder en manos del Delegado que en tales momentos era don Carlos Anaya. No se aceptaba que, usando de un legítimo derecho de opción, entregara el ejército oriental y se consagrara exclusivamente a la dirección política de la Provincia desde el cargo ejecutivo que, por tres años, le confirió la Asamblea de Florida.

Naturalmente que el éxito de esta fórmula, que consagra desde luego el respeto de Rivadavia a las leyes vigentes, dependía de la Junta de Representantes, de su altivez y valor cívico; del concepto de sus miembros respecto al valor de la propia investidura de diputados de la soberanía oriental…

Ellos podían negarse a votar la deposición de Lavalleja, debían hacerlo resueltamente si se sentían – por encima de sus pasiones – representantes del pueblo oriental, cuya independencia aquél había promovido y defendía en todo terreno. Véase, entre tanto, cómo describe sus gestiones – coronadas al fin de éxito – don Ignacio Núñez. Escribe el aludido al general Rodríguez desde San José de Mayo, el día 6 de julio y después de manifestarle que el 27 de junio llegó a dicho pueblo y que el 28 entregó a la Sala los pliegos que para ella conducía, expresa:

“El 29 la Sala me contestó de oficio, que había recibido los pliegos, y que estando convencida plenamente de la justicia con que el Señor Presidente de la República, reclamaba la resolución que se propone en las notas oficiales, la Sala había ordenado que compareciese el Señor Gobernador; y se ocupaba de los mejores medios de satisfacer los deseos manifestados, y el interés de la república”.

“La Sala agregó que en todo obraría en un perfecto acuerdo con el Comisionado. El 30 reciví también comunicación del Señor Gobernador, anunciando que arrivaría a San José al día siguiente”.

“Yo no debo detenerme en manifestar a V.E. toda la disposición buena y bien pronunciada que he encontrado en una mayoría excesiva de la Sala, en favor de lo que es indispensable repetir aquí (en la Provincia Oriental, se entiende) cuanto se pueda – la nacionalización del País, y la egecución de la guerra bajo una dirección, en el orden que la ley rescrive respecto de la organización y contavilidad de los egércitos. V.E. debe Conocer bien el terreno que pisa, y tener sobradas noticias sobre la opinión no sólo de la parte sana, sino de la que otras veces se ha afectado en contradicción a aquellas ideas, para que yo necesite detenerme en explanarlas. La medida propuesta por el Señor Presidente de la República, ha sido considerada por estos Señores como una idea felix, y propia para la salvación universal”.

¡Basta! ¡Basta! ¿Para qué seguir? Pero no, continuemos el camino que da espléndido justificativo general a las inducciones y deducciones que formulé en los capítulos anteriores.

Dice Núñez a renglón seguido:

“Pero yo no debo ocultar a V.E. que desde muy temprano empezé a advertir que asaltaban (a los diputados) bastantes temores, no sólo sobre la situación relativa de cada uno de los representantes, sino también sobre las disposiciones del Señor Gobernador a entrar de buena fe en una marcha semejante”.

Después narra el comisionado al general Rodríguez, las incidencias habidas en el transcurso de sus diversas entrevistas con Lavalleja y la Sala, hasta puntualizar que en la última verificada con aquél, recibió de sus labios las siguientes manifestaciones:

“Que estaba decidido a cumplir con todo lo convenido con respecto á marchar él y el egército (oriental) al de operaciones (republicano); pero que nombraría con arreglo a la Ley de la Provincia un Gobernador Delegado que mandase en su ausencia mientras durase la guerra. S. Exa. agregó (dice Núñez) que no satisfaciendo esto, él escogía entre los dos partidos que proponía el gobierno nacional (error de Lavalleja, según se ve en la misma relación de Núñez, demostrativa de que se exigía que, de entregar todo el ejército; y quedarse con el gobierno interior y económico de la Provincia)”.

Para terminar, dice Núñez mostrando que toca a la Junta de Representantes pronunciar la última palabra en el asunto:

“La Sala se reunió anoche, y según tengo entendido, con la intención de pasar por una discusión ilustrada, al fin de la cual se pronuncie franca y terminantemente por la medida en cuestión. De cualquier modo que sea, S.E. el Señor General a quien me dirijo debe considerar que la Sala ha de pronunciar algo, o bien en entera conformidad (con la fórmula), en cuyo caso no me atrevo a calcular si este Gobierno estará en actitud de resistir el torrente de opinión; ó bien por alguna medida media ó absolutamente contraria a las órdenes del Excelentísimo Señor Presidente de la República, para cuyo caso yo debo anticipar a V.E. que estoy en la firme resolución de resistirlo, porque las últimas órdenes de la autoridad nacional dicen que no (se) puede admitir (¿por qué?) en este territorio por Gobernador al Señor Lavalleja, sino que pase á prestar sus servicios militares”.

Dejo que el lector medite sobre las razones que hacían “indeseable” para Rivadavia el legítimo mandatario oriental y que reflexione al propio tiempo acerca de la diferencia de dichos a hechos de aquel incomprendido “fundador y mártir” de la democracia argentina y voy derecho al asunto que pendía de resolución de la “Sala” a la hora en que don Ignacio Núñez firmaba su relación transcrita.

¿Qué decide, pues, entonces la Junta de Representantes? ¡Tontería preguntarlo, después de haberla visto actuar en enero y febrero de 1826 y saber por el propio Núñez que la mayoría de los diputados al conocer la fórmula de Rivadavia, la consideró “idea felix, y propia para la salvación universal”… Se han perdido – probablemente ocurrió el hecho en los días iniciales de la República y “maldito sea el que mal piense” – las actas de las sesiones secretas de la “H. Sala” y por tal motivo no sabremos nunca cómo se desarrolló el debate, cuya conclusión esperaba con incertidumbre el comisionado al escribir al general Rodríguez, ni es posible comentar votos y proposiciones. Pero tanto da: el resultado de la deliberación girondina que es lo que importa, fue imponer a Lavalleja la delegación del gobierno en la persona del bueno de don Joaquín Suárez e imponer a éste el ministerio universal de Juan Francisco Giró, quien desde mediados de abril aguardaba ubicaciones para servir a la patria con lustre… unitario: muchas leyes, reglamentos para adorno del Registro Provincial; muchos “parámetros y bordaduras” democráticas “por de fuera” y adentro, elecciones fraudulentas, camarillas favorecidas y olvido total de la campaña “bárbara”.

Así, pues, el 6 de julio, el Presidente de la Junta de Representantes, Pbro. Larrobla, podía dirigirse encantado – porque era hombre radical, según las situaciones – diciéndole a Núñez que estaba autorizado para anunciarle que habían llegado a término.

“las diferencias de que procedía la inobservancia advertida sobre algunas leyes y decretos comunicados por aquella autoridad (la de Rivadavia) y la del general en jefe del ejército de operaciones” (Rodríguez), y agregaba: “La Sala se complace en protestar al señor comisionado, que en aquellos pasos justamente marcados con el carácter de desobediencia, no ha podido encontrar más errores inocentes”, etc. Y más adelante, “Consiguientemente, el señor comisionado verá inmediatamente ejecutadas todas las órdenes militares (inclusive la de disolver el ejército oriental) del jefe del ejército de operaciones y separado el gobierno de la Provincia de la autoridad militar, en conformidad del decreto (Ley de la Sala) ayer sancionado y del que se adjunta copia. El gobernador delegado (Suárez) cumplirá igualmente con todas las disposiciones superiores de sus atribuciones; y el Gobierno de la República no tocará en adelante (¡nótese la humilde promesa!) ninguna de las dificultades que hasta aquí halló la Provincia”, etc.

Por último, el texto de la ley que “defenestraba” a Lavalleja:

“Artículo 1º El señor gobernador don Juan Antonio Lavalleja delegará el Gobierno de la Provincia en la persona de don Joaquín Suárez.

Art. 2º El gobernador delegado quedará revestido de todas las facultades, y reconocerá la misma responsabilidad que el Señor Gobernador propietario.

Art. 3º La delegación será mientras la persona del señor general don Juan Antonio Lavalleja esté afecta al servicio Nacional en la presente guerra”.

¡Huelgan los comentarios en torno a esta ley candado! Desde el punto de vista de la orientalidad, ella no tiene ninguna justificación. Luego sería ingenuo suponer por vía de explicación probable de actitudes, que de parte de nuestros (¿?) diputados hubo temor a una reacción de Rivadavia que restara el apoyo de los hermanos argentinos a nuestra causa. Sin mayor esfuerzo de penetración, cualquiera advertía entonces, como cualquiera lo ve hoy, que la guerra con el Imperio era necesaria a los unitarios para mantenerse artificialmente en los puestos de mando que había escamoteado, invocando pretextos derivados de la misma. Además, el egocéntrico presidente “in partibus” de los argentinos, ya estaba hecho a los golpes violentos y a las repulsas categóricas de sus órdenes. López, Bustos, Ferré, Solá, Ortiz, Ibarra, Quiroga, ¿no le respondían cada día, que le desconocían el poder y facultad para mandar en sus provincias libres? Y, sin embargo… Pero, después de todo, para demostrarnos que la Junta de Representantes procedió en este malhadado episodio, perfectamente agradada con su solución, ¿no se ha visto antes que buscaba adueñarse del contralor directo y total de la administración que ahora iba a lograr? Organización oligárquica “para mejor proveer” a las soluciones de entrega a Buenos Aires y penetración unitaria contra la independencia, dije páginas atrás, que era el lema de acción de la H. Sala perseguidora de Lavalleja y Calleros y ahora que la tenemos dueña del gobierno y coronado aquel objetivo primero y fundacional, será también el momento de empezar a verla firme y claramente por el camino de la unidad.

V

Lavalleja se fue de San José de Mayo rumbo al ejército donde su persona debía quedar “afecta al servicio nacional” en los términos de la ley dictada por la H. Sala el 5 de julio, inmediatamente después de notificada de aquélla. Establecido eso, queda también dicho que el noble y puro soldado oriental pasó sin protestas la felonía de su destitución con ritos legales y la mayor todavía de su entrega a los jefes porteños, en prenda de otra entrega en proyecto… Esa actitud pasiva y resignada de Lavalleja es el más grande sacrificio que debe la patria a este hijo fundador, sin reproche, cuya memoria ha querido ultrajar más de una vez la bastardía histórica partidista con palabras y palabras. Si Lavalleja en tal momento, y mirando exclusivamente a sus conveniencias e interés personal, se niega a marchar al ejército donde de seguro tendría que sufrir – como sufrió – a la prepotencia unitaria ensoberbecida, ¿qué pasa?, ¿qué hubiera pasado? Nada más fácil que vaticinarlo. Las divisiones orientales se disolverían como burbujas, porque iba a faltar a nuestros voluntarios la garantía de que no se sacrificaban para entregar, al fin, la patria a los émulos y enemigos de Artigas. Y luego, ¿qué iba a venir, fatalmente? La guerra civil y la anarquía, y de cortejo, en último término, otra vez y acaso para siempre, la dominación extraña. Yendo Lavalleja al ejército, aun embebidas las tropas orientales en los regimientos argentinos, por lo menos restaba encendida la llama ideal de convergencia de las voluntades dispersas, por la confianza en él, por la fe en la permanencia sin declinaciones de su propósito impulsor de la restauración libertadora.

Preciso es puntualizarlo: desaparecido Lavalleja, no quedaba jefe oriental alguno de jerarquía en quien el pueblo confiara resuelto, como en garantía de su futura liberación. Fructuoso Rivera, en un mal cuarto de hora, se había ido a presentar a Rodríguez y tomar servicio en el ejército republicano en lo más álgido del conflicto de febrero-junio, a que me referí en el capítulo anterior. Manuel Oribe estaba, por lo menos en el mes de junio, al lado de los unificadores, según denuncia el memorial de Ignacio Núñez, también utilizado anteriormente, al consignar:

“Con este antecedente esta, (que Lavalleja quería retener el título de Gobernador) cuando el Señor Coronel Oribe, que se ha mantenido en este destino sólo para contribuir a los fines de la autoridad nacional y por más instancias, se presentó en mi casa”, etc.

Julián Laguna, excelente soldado y buen patriota, no era hombre capaz de encabezar reacciones decisivas y la mejor prueba de lo dicho está en que se conformó con vivir en la opacidad de guarniciones de villorrio durante el período de la dominación lecoriana. Zufriategui no tenía antecedentes artiguistas, ni ahora había alcanzado a conquistar las simpatías del “criollaje”. ¿Para qué seguir en el análisis? El hombre único, capaz de contener y retener unido al pueblo oriental en armas en estos momentos duros y propicios a la disolución era, y solo podía ser, Lavalleja y, comprendiéndolo él, el primero de todos, admitió silencioso su “afectación al servicio nacional” y fue al ejército a hacer su deber, sobrellevando con callada grandeza de ánimo – todo por la patria – las persecuciones obstinadas de Rodríguez, en primer término, y luego, las insolencias de sátrapa de Alvear. El primero, y baste el detalle para caracterizar la altura moral de este héroe mitológico de la Revolución de Mayo, así que Lavalleja bajó al Durazno de vuelta de la eminencia política maragata, dispuso que entregara su escolta para remontar el ejército republicano y que en lugar del ayudante con el grado de teniente coronel que tenía al servicio (era A. Lapido), eligiese dos “en las clases de tenientes y alféreces”. ¡Qué bajeza! Sin duda, para demostrar a Lavalleja también que “quien manda más, sabe más y siempre tiene razón”, exoneró de su cargo de comandante de los “Libertos Orientales” a quien había sido su creador y que manteníase fiel al Jefe Oriental, el coronel Felipe Duarte y puso al frente de esa unidad a Pablo Zufriategui. En poco tiempo, so pretexto de remonta de los regimientos argentinos y creación de nuevos cuerpos de línea, los efectivos del ejército oriental disminuyeron extraordinariamente, quedando Lavalleja, después de todo, al frente de una división, firme y digno en su puesto.

Cabe hacer notar, sin embargo, que no fueron del todo fáciles estas operaciones de desmembración sistemática de nuestra tropa. Hubo resistencias patrióticamente lógicas, traducidas en deserciones de personas aisladas y aun de grupos fuertes y un conato de rebelión que Alvear, sustituto de Rodríguez en el comando supremo desde principios de setiembre, sofocó usando de los mismos métodos que lo acreditaron en 1814 como expugnador hábil de ciudades sitiadas…

Quiero aquí referirme a la sublevación de Raña y Bernabé Rivera al frente de sus dragones de 1825, la cual debióse, según explicaban ellos, a la amarga certeza que habían adquirido de que se proyectaba anular para siempre al pueblo oriental, empezando por disolver extemporánea e injustificadamente el block de su ejército. Esta sublevación terminó por la promesa incumplida de Alvear, hecha a los cabecillas por intermedio del Gobernador Suárez, de rectificar ampliamente lo obrado por Rodríguez. Y dice Brito del Pino en su Diario de Campaña (retocado ulteriormente en muchas páginas), refiriendo incidencias de ese episodio:

“Setiembre 3”. “Me dio 2 cartas (alude a Bernabé Rivera) para el señor general Lavalleja y me dijo: que si el general Alvear (que ya había llegado) me preguntaba si lo había encontrado, que no le hiciese misterio y que le dijese francamente lo que querían, que era la reorganización del Cuerpo de Dragones y colocación de los jefes de la Provincia, y en los puestos en que antes estaban, que ellos habían libertado la Provincia y que no era justo dejarlos abandonados”, etc. etc. “Setiembre 10” “… Éste (alude otra vez a B. Rivera viniendo de entrevistarse con D. Joaquín Suárez) llegó a pocos momentos con los demás señores que habían ido con él. Dijo (y atestiguaron el mayor Araucho y los otros) que el señor Gobernador les había dicho: que lo que pedían era justo y que el general Rodríguez había cometido una porción de injusticias para con ellos. Que él estaba autorizado para prometerles a nombre de S.E. el general en jefe, la reorganización del Cuerpo de Dragones y colocación de todos los oficiales y jefes de la Provincia como estaban antes. Que si S.E. faltaba (y faltó) tendría derecho de decirse que lo había engañado. Que por lo que tocaba a la venida del señor general Rivera, S.E. (Alvear) decía que no estaba en sus facultades el hacerlo venir; pero, añadió – el Gobernador (Suárez) – que él oficiaría a la Sala de Representantes para que ésta lo pidiese al Superior Gobierno de la Nación. Que en esa virtud fuesen a situarse en el Queguay. A lo que respondieron unánimes que estaba bien, pero que, si no se cumplía, se entendiera que lo prometido importaba nada”, etc.

Sacrifico citas y termino con esta incidencia que tiene resonancias patrióticas interesantísimas en las esferas del gobierno, y “Sala” de San José de Mayo. El 11 de setiembre, Alvear, con toda deslealtad, se apodera de la persona de Bernabé Rivera y días después, los demás rebeldes optaron por someterse a Laguna, de modo que, por buenas y malas, todo volvió a su cauce antes de terminado ese mes.

¿Quedan entonces los soldados porteños de señores de la campaña oriental? No; con actividad y abnegación, multiplicándose en esfuerzos incompensados y en sacrificios sin gloria, Lavalleja fue recuperando día a día, mes a mes, a todos sus viejos soldados de Sarandí para nuclearlos en la “División oriental” que comandaba. Poco a poco, el ejército de 1825 resurgía, volvía a ser sustantivamente una fuerza nuestra propia, aliada y hermana de las venidas a luchar por nuestra libertad y no por el oprobio de la dominación unitaria, desde la remota Salta, desde Cuyo, desde Santa Fe, desde Entre Ríos y Corrientes y mismo aún (¿por qué no?) desde Buenos Aires. En diciembre de 1826, al iniciarse la marcha ofensiva hacia Río Grande en la cual, como correspondía honorablemente, siempre nos tocó el puesto de avanzada o de mayor trabajo, más de tres mil orientales estaban con el arma al brazo, optimistas y seguros otra vez de que iban a luchar por su libertad e independencia. No lo ocultaban, por cierto, a los gloriosos camaradas auxiliadores y apelo, para certificarlo, al testimonio que vierte en sus memorias el salteño Todd a fin de no ir más lejos en citas. ¡El milagro era de Lavalleja, de su constancia y generosidad y también (¿por qué no decirlo?) de su alto valor moral para resistir paciente los atropellos y las insidias de Alvear y el círculo de militares unitarios!

Entre tanto, ¿qué hacían los políticos de San José de Mayo? ¿Qué habían hecho a raíz de su triunfo de 5 de julio de 1826? ¿Qué hacen ulteriormente hasta el 12 de octubre de 1827, fecha memorable de su caída? Todo lo diré de una vez y concretamente, para no demorar la prueba de cada afirmación. Desde el 5 de julio de 1826 hasta el 12 de octubre de 1827, los miembros de la Junta de Representantes (hay excepciones para confirmar la regla), y el gobierno de Suárez y su “animador” de ahora don Juan Francisco Giró, y los “observadores” porteños Ocampo y Ferrara, trabajaron sin vagar en la obra acariciada de antiguo, de desteñir la Provincia y estrangular lo típico artiguista y oriental. Laboraron sin tregua entonces, en la tarea de civilizarnos a la manera unitaria – pura ideología y bambolla – estos falsos apóstoles de la democracia nacional. Nos dejaron una media centena de leyes orgánicas, copiadas más o menos servilmente en los “Registros” de Buenos Aires, como recuerdo de su tránsito por los puestos de la administración pública, y además, los moldes utilizados después en la República para el vaciado de oligarquías, cábalas y cabildeos… Pero querían dejarnos mucho más; de cumplirse sus votos cien veces reiterados, aún después de ser pública y notoria la adhesión del imperio brasileño a la fórmula de paz que reconocía nuestra independencia, y cuando ya las provincias hermanas en mayoría intergiversable se habían pronunciado decididas por la nueva dispersión, tendríamos a Buenos Aires por capital y la unidad como sistema de gobierno!

Voy a las enunciadas comprobaciones documentales. ¿Recuerda el lector el episodio de la sublevación de Raña y Bernabé Rivera? ¿Tiene presente la versión de Brito del Pino respecto a la entrevista del gobernador Suárez y B. Rivera según relación de este último? Pues bien; si no ha olvidado las manifestaciones del sustituto de Lavalleja respecto a la felonía que cometería Alvear no cumpliendo las promesas que le había formulado, y a su propia promesa de gestionar la vuelta a la Provincia de Fructuoso Rivera, entregó en silencio a su comentario el otro pensamiento de Suárez respecto a dicho episodio y sus derivados, expresado en el mensaje a la Junta de Representantes (ahora reunida en Canelones), con fecha 30 de setiembre de 1826:

“El Gobierno desearía terminar aquí su exposición si un penoso deber no le impusiese la obligación de instruir a la Sala de un acontecimiento escandaloso que ha comprometido el sosiego de la Provincia, desacreditando sus principios y puesto en peligro su libertad; pero el desenlace que ha tenido este suceso le proporciona al mismo tiempo la satisfacción de felicitar a la H.R. por el restablecimiento del orden y la aprehensión de sus perturbadores. El mayor don Bernabé Rivera, a la cabeza de un grupo de soldados extraviados por la seducción y engaño, erigiéndose en órgano y defensor de los derechos de la Provincia que nadie atacaba, y que nadie le había encargado, rebelde a sus deberes como soldado, y a su patria (¿?) como ciudadano, desconoció la autoridad del General en Jefe y se declaró en abierta insurrección”, etc.

Dice después el Gobernador Suárez, que fue “en persona a proporcionarse una entrevista con aquel oficial sublevado, la cual no produjo mejores resultados (da a entender que debido a los “principios anárquicos” de B. Rivera) que los anteriores” oficios, destinados a reducir al rebelde.

Y termina luego de referir a su modo “la entrega” de aquél:

“El Gobierno felicita de nuevo a la Sala por la terminación de este suceso que ha puesto en claro los ocultos designios de estos falsos apóstoles de la patria, y no duda asegurar que él va a ser el precursor de los brillantes triunfos que nos esperan”, etc.

¿Quién ha hablado de duplicidad? Sigo mi camino. Después de leído este mensaje y los documentos que se acompañaban a la H. Sala.

“El señor Muñoz pidió la palabra y dijo: que por las comunicaciones que se acababan de leer, en su opinión, la Sala estaba en descubierto; que por lo tanto era necesario un pronunciamiento respecto a aquellos sucesos, muy particularmente acerca de la fuga (de Buenos Aires) de don Fructuoso Rivera, un pronunciamiento, dijo, que fije una declaración o resolución que comprenda a esa montonera que había habido en la Banda Oriental, y que sirva para este y otros casos de igual naturaleza. Concluyendo con pedir se nombrasen dos Comisiones especiales, una para que presentase una minuta de resolución y otra para que presentase una de comunicación, a la persona del señor general en jefe a quien deben indicársele los sentimientos de la Sala”.

Resultó votada afirmativamente la proposición de Muñoz y en la sesión siguiente de la H. Sala, se leían y aprobaban los dos papeles. La minuta de resolución, después de establecer que “La H. Sala Junta de RR. es el único órgano legítimo de la voluntad de los pueblos de la Provincia” y declarar por consecuencia, que se considerará como sediciosos y anarquistas a “cualquier individuo o individuos que quisieren considerarse autorizados para reclamar derechos de la Provincia o entablar pretensiones que puedan de algún modo alterar el orden público”, expresa que:

“La Junta espera con fundamento que todos los habitantes de la Provincia prestarán mano fuerte a las autoridades para acabar de hacer volver a entrar en la nada estas últimas tentativas de un delirio criminal e impotente, contribuyendo de este modo a quitar los obstáculos que producen tales acontecimientos, para caminar hacia los halagüeños destinos que preparan a la Provincia las autoridades nacionales”.

Mucho más interesante todavía que la minuta de resolución que dejó transcrita en lo sustancial es, por lo que importa como índice de un estado de abotagamiento de la dignidad patriótica, la minuta de comunicación a Alvear, también aprobada sin observaciones. En ese oficio, dice la H. Sala, después de referirse a las fuentes que la instruyeron oportunamente de la rebeldía de Bernabé Rivera:

Y más adelante:

“La Junta, que está en aptitud de conocer como conoce los verdaderos sentimientos de los habitantes de la Provincia, cree deber trasmitirlos al señor Capitán General, de un modo franco, conforme siempre con sus principios. Ellos no son otros que la obediencia y el respeto a las autoridades nacionales como única y verdadera garantía que pueden dar de las protestas de unión que han manifestado ante el mundo”.

Hasta aquí lo sustancial del documento y, para esclarecerlo, véase ahora el breve comentario formulado a su margen por el diputado Muñoz:

“que la comunicación leída, no contenía más (no iba más lejos) que la declaración sancionada; y que los señores representantes no podrían de dejar de confesar de (que) a la actividad y luces del señor Capitán General en Jefe, era a quien exclusivamente se debía la nulidad de los planes puestos en ejecución por los (¿?) Rivera: que sin tan favorables circunstancias no era difícil calcular cuál sería hoy el estado de la Provincia”, etc.

Días antes de la tramitación precedente, el gobierno de Suárez anunciaba a la H. Sala “que se ha ganado un terreno inmenso en el empeño de ligar los intereses de la Provincia con los de la Nación en general” y algunos después, contestando al ya anotado mensaje del Poder Ejecutivo, que es precisamente el documento que consigna tal noticia, decía la Junta de Representantes:

“la Sala observa con satisfacción que el Gobierno, mientras se procuraba la cooperación respectiva de estos agentes (los diputados), no ha perdido tiempo, ganando un gran terreno en ligar los intereses de la Provincia con los de la Nación en general”, etc.

Y luego, refiriéndose a la sofocada rebelión de Raña y Bernabé Rivera, expresa:

“Los Representantes se sienten sumamente afectados, cuando tienen que contraerse a esos acontecimientos escandalosos que han tenido lugar en la Provincia, comprometiendo su sosiego, desacreditando sus principios, y poniendo casi en peligro su libertad; pero al ver que ellos han sido sofocados en su cuna, con la captura de los principales disidentes, se felicitan con el Gobierno, esperando que con la declaración que ha pronunciado la Junta, no habrá en adelante hombres tan osados, o tan necios que se atrevan a tomar el nombre de la Provincia para cubrir pretensiones innobles, hijas aún de nuestros pasados extravíos”…

¿Qué más se necesita después de esto para formar juicio sobre la frescura adorable de los políticos, ahora en Canelones? Allá ellos con sus ideas reaccionarias, que nadie discute su derecho de tenerlas y publicarlas por regresivas que fueran, pero invocar, para exhibirlas, la representación de los orientales que desde veinte años atrás casi, venían luchando por su libertad y contra los retardarios y opresores, y más aún, “tomar el nombre de la Provincia para cubrir pretensiones innobles” contra ella, aprovechando la momentánea situación de ventaja en que estaban con respecto a los demás coterráneos, era y es bajeza, ruindad… el colmo de la impavidez!

Sin embargo, irían más lejos en su carrera desenfrenada de soberbia y de burla a la Soberanía, aquellos hombres calificados de próceres orientales en la historia clásica, acaso porque en la República casi todos ellos desfilaron por Ministerios y Cámaras y alguno llegó hasta la primera magistratura.

Previa aprobación de un proyecto del diputado Chucarro, que establecía:

“Artículo 1º Los RR jamás serán responsables por sus opiniones, discursos y debates.

Art. 2º Tampoco serán arrestados por ninguna otra autoridad durante su asistencia a la Legislatura”, etc.

… cosa que ocurre el 20 de marzo de 1827, los miembros de la “Sala” votaron a libro cerrado, el 31 del mismo mes entre aplausos de la barra, según el acta respectiva, la adopción por la Provincia de la malhadada Carta Política rivadaviana de 1826. Con anterioridad de días (cinco) a ese acto, la Comisión especial designada para informar sobre aquélla, presentó un dictamen entusiastamente favorable donde se dice, hablando de la forma representativa republicana consolidada en unidad de régimen, que

“solamente el que quiera cerrar los ojos a la luz y los oídos a la razón, puede dejarse de convencer que es la única forma adoptable en el estado en que se encuentran las más de las provincias que van a constituirse” (en una sola república)

… y se niegan excelencias al sistema federal, apelando en prueba a las discusiones habidas en Buenos Aires… En el debate que sigue a la presentación de ese informe, observan algunos diputados previsores o de conciencia (don Daniel Vidal y Pbro. Zufriategui) que no se debe entrar al asunto hasta que la “Sala” no esté integrada con representaciones de toda la Provincia, que no era lo presente, pero tal opinión precaucional y respetuosa de los derechos de los pueblos es impugnada y vencida por la elocuencia persuasiva del diputado Muñoz, y al fin se va al fondo del asunto y a su liquidación en la forma ya expresada. Después, el 10 de abril, la Junta lee y aprueba el manifiesto dirigido a la ciudadanía para noticiarle complacida “que ya tiene Constitución” y dícele allí, ponderativa y doctoral, sin poder ocultar su desvinculación y extranjería con el pasado artiguista y el presente de Lavalleja:

“Ya era tiempo que nos presentásemos ante el mundo de un modo digno, y que así como desgraciadamente fuimos el escándalo de los pueblos (¿Será porque combatimos contra la opresión?), ahora serviremos de ejemplo para aquéllos que hoy son tan desgraciados (se alude a las Provincias que habíanse negado a “pasar” por la constitución unitaria) como fuimos nosotros. Si la anarquía nos hizo gemir bajo el yugo de la tiranía doméstica, si ella despobló nuestra tierra (¡Todo un proceso a Artigas!) y sirvió de pretexto a un extranjero astuto (inducido y atraído a la usurpación por los unitarios argentinos y… orientales), que nos hizo arrastrar sus cadenas por diez años (lo sirvieron a sueldo alguno de los firmantes del manifiesto), los principios de orden (unitario) que hoy practicamos contribuirán sin duda a constituir el país y a cerrar para siempre la revolución”.

Y más adelante, curándose de probables reacciones futuras:

“Vuestros representantes al aceptar la Constitución no han hecho más que (¡pobrecitos!), al expresar vuestros votos, prepararos una inmensa felicidad. Para alcanzarla es preciso seguir constantes por el camino del orden, y estar muy prevenidos contra los hombres inquietos que no pueden vivir sino en la confusión”, etc.

En descargo de los próceres que así hablaban, ¿puede alegarse, acaso, la excepción de que en esos días todavía era, o se había hecho remotísima la posibilidad de nuestra independencia? ¿Quién no sabe que la mediación inglesa lograba justamente por entonces poner, en principio, de acuerdo a Río de Janeiro y Buenos Aires para el ajuste de un tratado de paz sobre aquella base de libertad absoluta? Además, aun cuando así no hubiera sido, ¿por qué el apuro de uncirnos a un yugo que, aparte de probadamente intolerable para los orientales, había sido ya repudiado por la mayoría de los pueblos hermanos, con lo cual quedaba descartada la organización próxima de la República Argentina?

¡Es que había interés de parte! Propósito real y firme de ligarnos en subordinación a Buenos Aires como partidarios de la unidad y cuando más claro se vio ese loco empeño, fue después de la caída de Rivadavia y a raíz de la disolución del Congreso Constituyente de Buenos Aires y restauración triunfal de los principios confederativos en las nuevas bases de organización tentada por Dorrego. En ese período “de incierto” nuestros políticos de Canelones eran guiados espiritualmente y materialmente aplaudidos por Alsina, Pacheco, Ferrara y Ocampo, los abogados porteños y unitarios que habían venido a ocupar, a ruego de aquéllos, las “mantecosas sinccuras” del Tribunal de Apelaciones de la Provincia. Hasta se permitieron el lujo de atacar a Dorrego y al federalismo en sus propias trincheras porteñas, tratando de promover la reacción de los unitarios caídos (y bien caídos), por medio de un descabellado proyecto de implantación de la república unitaria con sólo las provincias Oriental y de Buenos Aires frente a la barbarie federal de las demás, encabezadas por Córdoba, la docta.

¡Colmos de ofuscación y de soberbia! Nuestros gobernantes, empeñados en la lucha política por “el sistema”, no vacilaban ni ante la guerra civil en los días que, desde nuestro punto de vista nacional especialmente, era necesario, más que nunca, cultivar con abnegación los principios de unión sagrada. Los fatalmente perdidosos en el incendio interno teníamos que ser nosotros, ya que el ejército imperial reforzado y ahora bajo las órdenes de Lecor, acechaba en la frontera este, pronto a volver por la revancha de Ituzaingó. ¿Qué íbamos a hacer solos nosotros, para resistirlo, si la guerra civil se desata en las provincias contra Buenos Aires, una vez caído del mando Dorrego? ¡A grandes males, remedios heroicos! El 12 de octubre de 1827, Lavalleja que, volviendo por los fueros de la orientalidad – suprema ley – había desterrado, sin forma de juicio, de la Provincia a los doctores Ferrara y Ocampo, autores del plan a que me referí antes y que puede leerse íntegramente en la “Crónica Política y Literatura de Buenos Aires” de los días 11 y 12 de setiembre del mismo año, se presentó inopinadamente en Canelones a reclamar su puesto de Gobernador legítimo y cerrar la sede la H. Sala, colocando en su puerta el harto merecido cartel de “Casa que se alquila”. Eso era lo menos que él tenía el deber de hacer, sin más miramientos, en nombre, y como jefe supremo de los ciudadanos soldados que aspiraban a nuestra independencia y luchaban por ella, con sacrificio de vida, desde tres años atrás. Sin semejante resolución nítida y radical, los hombres de casaca, como se les decía entonces a estos rentistas de las formas y de las fórmulas que usufructuaban indebidamente – el predicado de padres de la patria – nos hubieran abismado sin decoro en un precipicio insondable! ¿Cómo iba a darnos paz el Brasil, pescador viejo y práctico de río revuelto, si ve agitadas nuestras aguas por el turbión de pasiones y enconos partidistas que ellos preferían estimular?

VI

El 8 de octubre de 1827, escribiendo a Lavalleja de Buenos Aires don Pedro Trápani, patriarca auténtico de la independencia oriental absoluta, para cuya memoria, a pesar de eso, parece que no habrán recuerdos de homenaje oficial en este ciclo de conmemoraciones, decía lo que voy a transcribir, como broche de cierre de este trabajo, por haber sido su austero motivo ocasional: “Ahora voy á ver si puedo contextar á la suya del primero de este, en la q.e me comunica relativo á lo poco tranquilo que se halla su corazón, sin poder travajar con aquel gusto y satisfacción q.e en el año 25… etc., etc. Nada me parece más natural q.e el estado de ansiedad q.e Vm. padece: en el año 25 después de los primeros sucesos q.e fueron (lo q.e Vm. mismo no es capaz de alcanzar p.r grandiosos) todo caminaba á un fin, todos travajaban en el mismo sentido y los q.e tenían miras siniestras las ocultaban y ¿por q.e? porque la magnitud de los sucesos aterraba á los enemigos, y llenaba de sorpresa y de ánimo a los indiferentes y amigos la cadena de triunfos siguió hasta el grado q.e todos sabemos de allí se abrió una nueva época de la que esperaba Vm. y esperaban todos q.e la obra concluiría en brebes días – pero todo sucedió al contrario, y solo se vieron ambiciones innobles y hombres profanos en política, y en la guerra salir de sus guaridas á tratar de colocarse los Laureles q.e á otros correspondían p.a ello no perdonaron medios protegiendo el vicio y persiguiendo la virtud; de aquí la cabulas, q.e aún subsisten y q.e estas aflixiran a Vm. más q.e dos exercitos de enemigos”.



Publicado en EL PAIS el 25 de agosto de 1930