Gloria/Segunda parte/XXVIII
Delirio. Fanatismo
Hubo una pausa, durante la cual la madre y el hijo se contemplaron.
-¿Pero no me has dicho, no has resuelto...? -manifestó Esther llena de confusión.
-Usaré la palabra propia, aunque, a primera vista me desfavorezca. Mi conversión es una impostura.
-Explícamelo bien, porque me vuelves loca.
-Mi conversión es una mentira... ¿no sabes lo que es una mentira?...
-Tú me lo has dicho.
-Es que determiné que este engaño no fuera de nadie conocido. Lo he revelado por escrito a mi padre. A ti debo revelarlo también.
-¿Luego engañas a esa pobre joven, engañas a una honrada familia? -dijo Esther apartando de sí con ambas manos la cabeza de su hijo-. ¡Daniel, impostor! ¡Oh! lo que ahora me revelas es tan indigno de ti como la apostasía. ¡Tu corazón se ha corrompido! Tú no eres tú... ¿Sabes lo que es la mentira, una mentira de esa magnitud? Daniel, vuelve en ti.
-Si no sabes aún mi secreto, mujer, ¿para qué hablas? -repuso el joven con cierto enojo.
-Tu secreto es que finges hacerte cristiano para salvar a esa joven de la tiranía de sus parientes, del ascetismo, de la deshonra. Esta conducta es más vituperable que dejarla abandonada a su suerte. Yo correré a casa de esa noble familia, y diré: «Mi hijo os engaña: no le creáis».
-Me creerán porque los hechos confirmarán mis palabras -dijo Daniel besándole las manos-. Óyeme, madre querida. Ayer por la mañana vagaba yo por la playa, interrogando a mi conciencia. ¡Ay! no puedes tener idea de aquellas terribles horas de duda. Yo tenía dos conciencias igualmente poderosas, ¿comprendes esto?... dos conciencias que daban la más horrenda batalla dentro de mí. ¡Renegar!... ¡Abandonar a un ser querido que me debe su dolor!... Ninguna de estas dos ideas podía aniquilar a la otra, y cuanto más fiero se mostraba uno de los dos dragones, con más rabia le mordía el otro... Imploré a Dios, gritando en medio del estruendo del mar: «¡O la solución o la muerte!...». Entonces una idea iluminó de improviso mi espíritu. Sentí la alegría del que se ve rodeado de claridad celeste después de haber vivido largo tiempo en horribles tinieblas... ¡Oh! madre mía, si es cierto que el Espíritu creador y gobernador de todas las cosas habla alguna vez directamente a la razón del hombre, el Señor, Jehová, o como quieras llamarle, deslizó su palabra dentro de mí en aquel momento. Yo le sentía, sentía su voz, un divino soplo entrando en mí y llenándome; yo le sentía penetrarme todo en la forma de una convicción consoladora; y mi fatigada conciencia admitía aquel sobrehumano aviso con la emoción grande, con la turbación piadosa que sólo pueden ser producidas por la directa voz de Dios diciendo: «estoy contigo». La idea de conquistar mi bien perdido, mi esposa, por medio de una fingida conversión al cristianismo se clavó entonces en mi cerebro para no ser arrancada jamás.
-¿Quieres hacerme creer que Dios, que es la verdad, te sugirió esa indigna idea? -dijo Esther con incredulidad-. Daniel, tu imaginación delirante fue la que te ha hablado.
-¡Oh! ¡si yo pudiera llevar a tu espíritu la convicción que hay en el mío!... Infame es la mentira; pero la situación especial de mi esposa la disculpa. Aun este motivo no sería bastante poderoso; pero hay otro mucho más grande. No te quede duda de que el Ordenador de todas las cosas habló a mi alma. ¡Qué alborozo tan vivo inundó mi corazón! Mi pensamiento gustó las delicias del más puro bien, cuando cruzaba por él esta idea inefable: «Gloria dejará de ser cristiana».
-¡Qué extraña y loca idea!
-Madre querida -exclamó Daniel con cierto desvarío-, comprende al fin la grandeza de un plan en que se conciertan el amor más ardiente y la religiosidad más valerosa. Yo traeré al reino de la verdad esa alma que ha debido estar siempre en él, esa alma cuyo único defecto es hallarse ligada al vano sentimentalismo del Crucificado, y a la engañosa filosofía del supuesto Mesías... Tú sabes cuáles son mis ideas y su admirable extensión. Ya comprenderás que mi conquista no ha de reducirse a tener un adepto al rito hebraico, que considero estrecho e insuficiente. No, yo adoro al Dios grande, al Jehová primitivo y augusto, al que dio los diez mandamientos y desde entonces no dijo más porque no había más que decir; al que en su grandeza no exige ofrendas de verdad, justicia y bondad, no formas de culto idolátrico; nos exige pensamientos, amor, acciones y esa mirada interna que purifica, no palabras rezadas, ni retahílas dichas de memoria. A ese Dios pienso llevar a la que amo, porque Él es digno de ella y ella digna de Él. ¡Admirable triunfo y conquista preciosa! Será necesaria una superchería; ¿pero qué importa? ¿qué vale esto en comparación del bien que resulta? La salvo de su familia, del convento, del ascetismo que es la tisis del espíritu; le devuelvo la salud del cuerpo, la arranco de este horrible país, la hago mi esposa, la salvo de la idolatría del Nazareno y de ese fetichismo vacío, indigno de la elevación y pureza de su alma... ¡Oh! tengo inmensa fe en el éxito de mi empresa. No puedo equivocarme, es imposible que me equivoque. Siento el divino acento en mi oído; y el resuello a cuyo influjo existieron los mundos llega a mí y penetra como tempestad en mi corazón.
Esther le miró atentamente y con espanto, diciendo para sí con acento de vivísima amargura: -Señor, Señor, ¿has quitado la razón a mi hijo?
-¿No hallas bastante justificada mi impostura con estas razones de conciencia?
-¡Donosas razones!...
-Tu ironía me mata. ¿Quieres una razón que es de conciencia y además mundana? Estos son los argumentos que a ti te convencen. Óyela. Has de saber que yo tengo un hijo.
Esther moviose sacudida violentamente por el asombro.
-Un hijo que se llama Jesús -añadió Daniel con sarcasmo parecido al de aquellos que decían: Si eres hijo de Dios, baja de esa cruz.
-¡Un hijo! -gritó madama Spinoza-. ¡De esa mujer!...
-¿Concibes tú que la abandone? ¿Concibes tú que deje en manos de los católicos a ese infeliz niño, reproducción de mí mismo? Él ha encendido en mi corazón los sentimientos más delicados y más puros. Me ha bastado saber que existía para reconocerme otro, creyéndome capaz de los mayores sacrificios. Veo en él al heredero de mi nombre, de mis creencias, de mi persona toda; y la idea de que no ha de vivir al lado mío, de que recibirá de persona extraña el pan de la instrucción, me aterra, madre querida. Supón que cuando yo era niño me hubieran arrancado los papistas de tu seno, cual otro niño Mortara, criándome en el odio de nuestra raza y enseñándome a maldecir tu nombre.
-No digas eso -exclamó la madre con espanto.
-¿No hace fuerza en tu mente esta razón?
-Alguna -repuso Esther con perplejidad-; pero nada justifica el engaño.
-Dios ve mi conciencia. ¿Qué importa engañar al Nazareno? ¿Acaso él, que se llamó Dios sin serlo, merece la verdad?... Mi conciencia está tranquila. Ha penetrado en mí, dulce y elocuente como cosa del cielo, el convencimiento de que obro bien y de que agrado a mi Dios en esto. Él me dice: «Realiza tu engaño; pero me has de traer al reino de la verdad a la madre y al hijo».
-¡Fanático! ¡Fanático incorregible! -exclamó con agitación Esther, clavando los ojos compasivamente en su hijo-. Quieres dar un tinte religioso a tu acción, cuando lo que te mueve es el torpe egoísmo del amor mundano. Es común en todas las religiones que los enamorados se vuelvan místicos o por astucia o por candidez, y que sean arrastrados por su pasión a las mayores locuras, suponiendo que les inspira una idea religiosa. Hacen de la religión un madrigal, engañando a todos y a sí mismos.
-Por tu vida, ¿me crees de esos?
-Sí, porque siempre tuviste demasiado entusiasmo por la Escritura, y has pasado parte de tu vida comentándola y ahondando en ella, buscándole sus secretos, sus más impenetrables misterios, es decir, echándola a perder. Últimamente, cuando volviste a casa después de tu naufragio, te engolfaste de tal modo en la teología rabínica, que tuvimos que tapiar tu biblioteca, como la del gran caballero español. Vivías exaltado y melancólico... ¡Pobre hijo mío! ¡Cuán cierto fue mi presagio de que tu mente se desquiciaba!... En todo lo que hoy meditas y proyectas noto los extravíos del visionario y los delirios más absurdos. No puedo decir que no haya cierta grandeza en tus concepciones; pero lo que sí aseguro es que no hay en ellas sentido común.
-Yo creí -dijo Morton con desaliento-, que tu superior inteligencia las comprendería y las estimaría.
-A nosotros nos han educado en lo práctico, hijo querido. Esta costumbre de vivir y pensar en lo práctico me hace ver muchos inconvenientes en tu proyecto. El principal es que no podrás quebrantar la firme fe de la que llamas tu esposa. Deséngañate, ningún católico se convierte a nuestra pobre ley olvidada y sin prestigio, ni tampoco a ese deísmo vago y sin culto, grande si quieres, pero que todo lo dice a la razón y es mudo para la fantasía, para el corazón y para los sentidos. Aun considerando en esa joven el amor más ardiente hacia ti, no concibo que reniegue de la religión de sus padres, de esa religión viva y que salta a la vista y se oye y se habla. La nuestra y tu deísmo son como el idioma hebreo, una lengua sublime, pero que nadie entiende. ¡Infeliz hijo mío, infeliz mozo, extraviado por los delirios de la mente! No supongas en ese Dios grande, como dices, en ese Dios frío y sencillo como las ideas, una atracción que no tiene. ¡Esperas desencantar a una cristiana, a una mujer que ha nacido enamorada ya del hombre clavado en la cruz! Antes saldrá el sol por Occidente.
-Madre, tú no tienes entusiasmo. Tus ideas religiosas son rutinarias. La rutina no hará ninguna maravilla en el orden moral.
-Pasó el tiempo de las predicaciones y de las guerras por la fe. Cada cual debe arreglarse con lo que tiene, sin ir a buscar nada a casa del vecino... ¡Cómo te engaña tu fanatismo! Ya verás cómo te desprecia esa mujer cuando descubra tu taimado plan, obra no sé si de la voluptuosidad más loca, o del misticismo más insensato.
-Tú no sabes bien cuánto me ama ni conoces el fatal encadenamiento que tiene su alma con la mía. La viveza de su entendimiento y la misma elevación de su espíritu que propende a las cosas extraordinarias, superiores al criterio del vulgo, la someterán fácilmente a mí. Además, Gloria no es católica.
-¿Qué no es católica?
-No, porque no pertenece a esa religión quien no se somete ciegamente a la autoridad, quien de los dogmas escoge el que más le agrada y rechaza los demás. Sus creencias no pueden ser más endebles: lo sé yo que he recibido los más íntimos secretos de su conciencia, la cual el amor ha puesto transparente y clara ante mis ojos. Es un alma llena de dudas, y de dudas acerca de lo más fundamental. Me ha confiado las rebeldías de su razón, y oyéndola, ¡cuántas veces he deseado tener ocasión de sembrar en aquel espíritu una semilla nueva! Toda su doctrina religiosa vendrá abajo de un soplo, madre mía. En ella no existe de sólido y temible más que la fascinación de Cristo, de aquel hombre extraordinario que supo presentar las antiguas verdades con forma encantadora. Tiene Gloria aquel sentimiento fervoroso fundado en la compasión y en la admiración, porque nada es tan conmovedor como el padecimiento ni nada conquista los corazones como el espectáculo de una víctima. Esa simpatía por el mártir constituye el nervio de la religión cristiana. Más prosélitos ha hecho la compasión que todos los principios y todas las ideas, porque la humanidad es así. Hace muchos siglos que se ha vuelto mujer, dejándose dominar por los llorones.
-Pues yo te digo -replicó Esther con energía-, que antes te beberás todo el océano que arrancar del corazón de una mujer cristiana la fascinación del hombre clavado, la simpatía del mártir, la compasión por la víctima. ¡Oh! los que idearon esa historia ya supieron lo que hacían... conocían el corazón humano y el gran flaco de la humanidad, es decir, lo que esta tiene de mujer.
-Yo confío en que lo arrancaré, madre -afirmó Daniel con balbuciente voz-. Todo cuanto vive en mí me dice que venceré. ¡Esta idea, madre, es demasiado grande para ser mía! Es de Dios.
La gravedad de su acento y su emoción afligieron a Esther. Comprendió al punto que la mente de Daniel se hallaba en estado de vivísima sobreexcitación, y no quiso contrariarle.
-La revelación de tu secreto -le dijo abrazándole con ternura-, ha modificado un poco mi juicio. Quizás logres convencerme. ¿Por qué no aplazas tu determinación?
-No puede ser, madre, no puede ser -dijo Morton bruscamente levantándose con muestras de agitación.
-Un día, un solo día... Hablaremos.
-Ni un día, ni una hora. Mañana, mañana.
-Pues sea. Yo no he de contrariarte ya -dijo la madre con resignación-. Pero necesitas descanso. Temo por tu salud. ¿Por qué no duermes?
-No puedo dormir.
-¿No te acuestas?
-No... necesito estar en vela, meditar...
-¿Más todavía?
Esther, llena de amargura, contempló a su hijo como se mira un bien próximo a perderse, y estrechándole en sus brazos y cubriéndole de ardientes besos, le dijo:
-Ya que te pierdo mañana, hijo de mi corazón, conságrame esta noche; no te separes de mi lado, inclina tu cabeza sobre mi regazo y descansa; reposa tu cerebro que hierve como un volcán.
-Quiero meditar -repitió Morton cediendo a la atracción de su madre y sentándose junto a ella.
-Medita aquí sobre mi pecho lleno de amor por ti -dijo Esther obligándole a reclinarse en el sofá y a que recostara su cabeza sobre el regazo de ella-. Sea esta una noche de despedida. Hablemos de nuestra casa, de nuestro jardín, de tus hermanos, de tu padre, de Altona, donde todos hemos nacido... Hijo querido, no me niegues este consuelo.
-No te lo puedo negar. Hablemos de todo eso tan caro a mi corazón. Hablemos toda la noche hasta que venga el día, hasta que llegue la hora.
Largo rato se oyeron las voces de la madre y el hijo en sereno coloquio. Por último, ya muy tarde se fueron extinguiendo; la voz de Daniel dejó de oírse. Suspiraba la madre y él dormía.
¡Oh! ¡cuánto deploró Isidorita que todos los humanos no hablasen un mismo idioma! ¡Con cuánta rabia vituperó los pecados de los hombres que trajeron la pícara multiplicación de las lenguas!... Porque si Esther y Daniel no hubieran hablado en inglés, ella, Isidorita la del Rebenque, se habría enterado de todo para contarlo a sus amigas.