Gloria/Segunda parte/XXIX

El catecúmeno

El Sábado Santo ofició Su Eminencia en la Abadía, celebrando las hermosas ceremonias de la bendición del agua y el fuego. Después fue a su casa rodeado de inmenso pueblo, y comió con toda la familia y con el cura, a quien no cesaba de felicitar por su sermón de la Soledad predicado en la tarde del día anterior. El buen Romero, empleando las figuras más patéticas, dando realce a las ideas por medio de la expresión, del dramático gesto, de las inflexiones vocales, había hecho llorar a todo el auditorio. Cuando dirigió la palabra a la propia imagen de la Soledad, diciéndole: «Señora, ¿dónde está vuestro amado Hijo?» un estremecimiento de compasión corría por toda la iglesia de alma en alma, y aquel mar se alborotaba con olas de congojas y vientecillo de suspiros.

Después de la comida, pasó algún tiempo dedicado a conversación grata sobre diferentes asuntos, y D. Silvestre ponderó el buen estado de los campos y la probabilidad de una buena cosecha. Dijo que él había esparcido ya las toperas en sus prados y que los estaba abonando con ceniza y estiércol; que debía anticiparse unos días la siembra del maíz, por estar bien enjugada y rastrada la tierra, y que él (D. Silvestre) no aguardaba para echar el grano sino a que estuvieran arreglados los setos, destruidos por las derrotas. Aseguró que los semilleros que estaba preparando en cama caliente le darían las ensaladas más ricas que había visto hasta entonces la provincia, y que por haber sido Marzo y Abril poco ventosos estaban los frutales que parecían árboles del cielo. Sus injertos de aquel año daban envidia.

D. Ángel mandó a su sobrina que se vistiera de ceremonia, y aunque Gloria quiso hacer alguna objeción no fue oída, y repitiose la orden. También Serafinita se decoró un poco, sin salir de su ordinaria modestia.

Pasó algún tiempo en estas cosas; que aun las monjas, como mujeres que son, no se ponen una toca en cinco minutos. D. Ángel dio un paseo por el jardín, quejándose del descuido en que estaba y de la ofensa que su sobrina hacía a Dios, matando de sed a las pobres flores. Después llamó a Gloria y encerrose con ella en la capilla de la casa, siendo la conferencia de dos horas largas. Al salir de la capilla, la joven tenía los ojos encendidos; pero su apariencia era la de un alma tranquila y confiada. Oraron con Su Eminencia en la capilla durante otro rato no pequeño Gloria y Serafinita, mientras D. Silvestre y D. Buenaventura, charlando en el jardín, chupaban magníficos puros, concupiscencia que no está literalmente comprendida en las abstinencias propias de la semana de vigilia.

El día no podía ser más placentero. No corría aire, ni la más delicada mata de los árboles se movía: no se oía el ruido del mar. Todo era silencio y quietud, cual si en la Naturaleza hubiera solemne pausa de expectativa o el asombro precursor de un gran suceso. Su Eminencia marchó al fin a la sala seguido de las dos mujeres, a punto que del despacho bajaba el doctor Sedeño, después de escribir varias cartas por orden del prelado. Ninguno hablaba, y en la familia toda había un aspecto común de meditación y solemnidad, señal evidente de que para todos los miembros de ella aquel día no era como los demás días.

Entró D. Ángel en la sala y tomó asiento en el sofá, que era en tal sitio lo que el altar en la iglesia, y a su sobrina le señaló el asiento de la izquierda, después de que su hermana depuso su carne mortal en el de la derecha. Más lejos tomaron asiento el cura y el secretario. D. Buenaventura había salido para volver pronto.

La cara angelical del señor arzobispo revelaba preocupación; pero en muy poca dosis. Estaba como el cielo cuando hay en él una sola nube. A veces sonreía, como queriendo dar a entender que gustaría de ver alegres a los demás; pero Serafinita fruncía el ceño, porque las cosas graves exigían, según ella, la mayor compostura. Gloria miraba alternativamente al suelo y a su tío, como el que no tiene más que dos pensamientos, la muerte y Dios. O por llanto reciente o por una exagerada movilidad de su corazón y de su sangre anhelantes de vida, se habían encendido con vivos colores sus mejillas, tanto tiempo pálidas. Aquel abrir de las rosas de su cara parecía anunciar una primavera después tantas tempestades, y con ellas había vuelto todo el esplendor de su hermosura. Pero, ¡qué gran diferencia desde que la vimos por primera vez! La inquietud graciosa y las volubles miradas de entonces se habían mudado en una actitud reflexiva y circunspecta, cual si para ella no hubiera ya más motivo de atención que ella misma. Desde entonces hasta el momento en que ahora la vemos habían transcurrido esa distancia inmensa y ese largo siglo que median entre el no amar y la maternidad, paso de un planeta a otro, intermedio que equivale a cien vidas, mar entre dos orillas cercanas; mas lleno de dolores, júbilo, palpitaciones, pureza y miserias, gracia, terror, esperanza, desconsuelo, devoción, risa y llanto.

Había pasado breve rato después que entraron en la sala, cuando Gloria dijo para sí:

-Si pudiera conservarme serena cuando venga, de modo que no se conozca lo que hay en mi alma... Pero así como yo leo en la suya, leerá él en la mía

El rostro de Gloria, que estaba tan encendido, se quedó como el mármol cuando entró D. Buenaventura acompañado de Daniel Morton.

-¡Qué cara!... ¡pobrecito! ¡me muero de pena viéndole! -pensó Gloria, mirando al que entraba-. Parece un reo que va al patíbulo.

Después de contestar afablemente a su saludo, D. Ángel rogó a Daniel que se sentase. Hízolo este, y el cardenal, dijo:

-Ha llegado el momento de que mi familia, Sr. Morton, abra a usted los brazos, perdonándole. Ha llegado el momento de que cesen tantos males y de que un abrazo de paz y las bendiciones de la Iglesia terminen la grandísima consternación en que todos estábamos. ¡Bendita sea la misericordia del Señor! Señores -añadió dirigiéndose a sus amigos y hermanos-, este hombre da lealmente su mano de esposo a mi sobrina en justa reparación de...

Aquí la fácil elocuencia del prelado tuvo un ligero tropiezo, mas al punto se enderezó tomando mejor rumbo.

-Entrará en nuestra familia -añadió-. Yo le recibo con los brazos abiertos. Doblemente lisonjero es este suceso, porque el matrimonio que tantos bienes traerá consigo irá acompañado de un prodigioso triunfo de nuestra Fe. Sr. Morton, ¿persiste usted en su idea de abrazar la religión cristiana, única verdadera?

-Sí señor -repuso Daniel con gravedad, y al mismo tiempo fijó los ojos en un retrato de D. Juan de Lantigua, que le miraba de un modo particular.

-¡Oh! ¡qué gran júbilo da usted a mi alma, Sr. Morton! -exclamó el obispo-. En el día de hoy, la Iglesia administra el primer Sacramento a los catecúmenos, después de bendecir el agua nueva... Durante el oficio he sentido hoy más emoción que nunca en igual día, y no he dejado de pensar en esta conquista preciosa que acabamos de hacer... Ahora, Sr. Morton, debo decir a usted que va a recibir el Sacramento del bautismo, regenerado por la virtud del espíritu celestial; que este acto imprimirá a usted el carácter de cristiano, le dará gracia habitual y justa, y que por él se redime todo pecado original y temporal. Jesucristo instituyó el bautismo de agua con el amor del Espíritu Santo que descendió del cielo en figura de paloma. La ablución establecida por la Iglesia con las palabras sacramentales son la demostración simbólica bajo la cual está oculto el amor que Dios comunica al alma de la criatura purificada por la gracia. Es el bautismo un rayo de fuego celestial emanado de la esencia divina. Para recibirlo, amigo mío, es indispensable que usted prepare su entendimiento a la penetración de los dogmas sagrados; necesita usted someterse, aunque por muy poco tiempo, en vista de la urgencia del caso, a las enseñanzas y prácticas que la Iglesia establece.

-Ya lo sé -dijo Morton sombríamente-. Estoy dispuesto a todo.

-En ese caso -prosiguió Su Eminencia revelando en su semblante plácida alegría-, pregunto a usted si no tiene inconveniente en someterse por completo a mi voluntad por un plazo que no pasará de dos días, comprometiéndose antes de que se celebren juntamente bautismo y matrimonio, a recibir de mí la instrucción evangélica, a verificar las prácticas que yo le indique, a...

D. Ángel se detuvo, distraído por uno de esos accidentes importunos que turban la solemnidad de las escenas capitales de la vida, como un duelo, la agonía de un moribundo, la celebración de un contrato. Ocurre comúnmente que dichos accidentes importunos sean un gato que entra metiendo ruido, plato que se rompe, o sombrero que cae rodando de una silla y suena huecamente al dar en el suelo. Pero en aquel solemnísimo momento no fue nada de esto lo que hizo callar al señor cardenal, sino la aparición inesperada de un humano rostro en la puerta de la sala, suavemente abierta. Era la cara de D. Juan Amarillo.

Reinó silencio en la sala, y con el silencio un estupor profundo al ver que el señor alcalde no venía solo. Con él venía madama Esther. Al ver entrar a una señora, levantáronse todos, incluso el señor arzobispo; pero ninguno decía nada. El primero que habló, turbadísimo, fue D. Juan Amarillo, que dijo:

-Perdóneme Su Eminencia, perdónenme todos, si he entrado... ¡Vengo como autoridad!

-¡Como autoridad!

Serafinita contemplaba la escena con la calma de quien no da importancia a las cosas de la tierra; los demás eran estatuas.

-¡Como autoridad! -repitió D. Juan-. Esta señora...

Esther avanzó gravemente, y sin revelar turbación ni enojo, ni despecho, ni burla, dirigiose a su hijo, y poniéndole la mano en el hombro, exclamó con voz sonora:

-Ya estoy yo también aquí.

-¿Qué quieres, madre? -preguntó Daniel con terror de infierno.

Esther, fijando los ojos en el señor cardenal y rodeándolos después para abarcar con una mirada a toda la familia, respondió:

-Quiero impedir un mal diciendo a esta noble familia lo que no sabe.

-¿Qué?... Señora, su hijo de usted nos ha hablado muy claramente -dijo el señor cardenal creyendo comprender lo que veía-. Es natural que usted se oponga... Nosotros nos atenemos al piadoso deseo, manifestado explícitamente.

-Es que yo debo declarar algo -dijo Esther con expresión dramática-. Yo debo declarar lo que aquí no sabe nadie, y es... que mi hijo no merece pertenecer a esta familia.

-¡Señora!

Daniel apareció trémulo, pálido como un cadáver, ahogado por su propia voz que no podía salir del pecho. Al fin, más con rugido que con palabras, dijo:

-Mi madre no dice la verdad.

Esther miró a su hijo de tal modo que con los ojos le apuñalaba.

-Retírate -dijo Morton con imperioso acento señalando la puerta.

-Sí, me retiraré, después que te conozcan.

Y volviéndose al cardenal, añadió:

-Me es muy doloroso tener que presentarme acompañada de la autoridad. Los móviles que aquí me traen nada tienen que ver con la religión.

-Diga usted... señora... diga... -añadió Su Eminencia con gran ansiedad.

-Es demasiado vergonzoso para que lo diga una madre... -afirmó Esther con desconsuelo-. El alcalde, que sabe cumplir su deber, hablará.

-Tengo el sentimiento de manifestar -dijo D. Juan Amarillo mostrando a Daniel su bastón-, que me veo precisado a prenderle.

-¡A mí!

-¡Prenderle!

-Sí, señores, sí... y lo siento muchísimo. Le prendo de orden del señor Gobernador de la provincia, el cual ha recibido igual mandato del señor Ministro a petición de la Embajada inglesa...

-Este hombre miente villanamente -gritó Daniel ciego de ira.

-Caballero -vociferó D. Juan mostrando el puño del bastón con tanta energía, que parecía querer meterlo por los ojos a todos los presentes.

-Paz, paz -dijo el arzobispo corriendo a interponerse-. Sr. Morton, el primer deber de cristiano es la obediencia.

Daniel parecía dispuesto a estrangular al señor alcalde. Cuando oyó la dulce voz del prelado, se detuvo. D. Ángel le puso la mano en el hombro, diciendo:

-Se ha sometido usted a mi voluntad, para que yo dirija sus acciones conforme a la doctrina evangélica... Pues bien: yo le mando a usted que no haga resistencia a la autoridad.

-No puedo obedecer -repuso Morton sombríamente y con respiración fatigosa.

-Es preciso que el señor parta mañana para Inglaterra -añadió el fiero alcalde-, por cuyo gobierno es reclamado en calidad de reo, que ha cometido un crimen en su país.

-¡Yo!... ¡un crimen yo! -exclamó Daniel.

-Un crimen horrendo contra la autoridad paterna -prosiguió D. Juan Amarillo.

Morton, cuya alma era un volcán, trató de abalanzarse sobre el alcalde. D. Buenaventura y Romero le sujetaron.

-¡Oh! ¡miserable! -gritó-. Eres una víbora; pero el veneno de tu infame picadura no me matará.

-Paz, paz -repitió afligidamente el obispo extendiendo las manos.

Serafinita había acudido a su sobrina, que, incapaz de sostenerse más tiempo en pie, dejose caer en una silla.

-Será preciso que yo manifieste claramente toda la horrible verdad -dijo D. Juan Amarillo enarbolando el bastón y tomando el aspecto más dictatorial que le fue posible-. Pues la diré; sí, señores, la diré: el Sr. Daniel Morton y Spinoza ha sido condenado por los tribunales de Londres a tres años de prisión por un delito infame, cual es... ¡oh, señores! la lengua se niega a revelarlo!... cual es el haber defraudado el tesoro paterno falsificando unas letras... por valor de muchos miles de libras, y después de haber maltratado de palabra y obra al autor de sus días.

Un murmullo de horror resonó en la sala. Esther se había apartado y miraba al suelo hoscamente.

-¡Oh! ¡cuánta vileza!... -rugió Daniel accionando como un insensato-. Monstruo; que se acabe el mundo en este momento, si no te arranco la lengua y la vida.

Hizo movimientos desesperados para desasirse de los que le sujetaban.

-Paz, paz -repitió el arzobispo que casi estaba a punto de llorar.

-¿De quién es esa infernal idea, de quién? -murmuró con desesperación Daniel-. ¡Quién ha ideado deshonrarme, aquí, en este acto solemne, delante de esta familia que respeto, delante de la mujer que adoro más que a mi vida!... Gloria, esposa mía, dejarías de ser quién eres, si creyeras las palabras de este hombre.

Gloria se levantó y lentamente marchó hacia el grupo que los contendientes formaban en el centro de la sala.

-El señor -añadió D. Juan Amarillo con calma imperturbable-, fue condenado a prisión; pero huyó sin que le pudiera alcanzar la policía inglesa. Pero aquí estoy yo, señores, resuelto a poner la ley, el principio de autoridad y la vindicta pública, sí, por encima de todas las cosas, pese a quien pese. Ya todos me conocen.

-Madre, madre -gritó Morton clavando la crispada mano en su cabeza-, tú, tú oyes estas infames calumnias y no las desmientes! ¡Oyes deshonrar a tu hijo y callas!...

Todas las miradas se fijaron en Esther. Ella los miró a todos y con acento patético dijo lentamente estas palabras:

-¡Lo que el señor alcalde ha dicho... es verdad!

-Basta, basta -dijo el arzobispo haciendo ademán de retirarse escandalizado.

-¡Madre, madre!... -gritó Daniel con frenético acento.

Sus ojos saltaban del cráneo.

-Mi hijo -añadió Esther, como quien hace un esfuerzo-, tiene el hábito de la mentira y el fingimiento. Me es muy doloroso decir que nada debe creérsele. Si esta familia quiere recibirle en su seno, yo no me opongo. No me importa tampoco que cambie de religión quien no tiene ninguna. Pero los tribunales lo reclaman y la ultrajada autoridad paterna pide castigo.

-¡Madre, madre! -gritó Daniel con desesperación-... ¿Pero será posible que crean lo que esta mujer dice?

-Es su madre -murmuró el arzobispo mirando a todos con afligidos ojos.

-Esta mujer no es mi madre, no lo es -dijo Morton.

Y él, como los demás, observaron a Gloria que se acercaba.

-No podemos de ningún modo seguir adelante -dijo Su Eminencia mirándola-. Las revelaciones de esta señora...

-Es necesario que eso se pruebe -indicó don Buenaventura fijando una mirada de enojo en madama Esther.

-Suficientes medios tendrá de probarlo -dijo Serafinita-. Después de lo que hemos oído, no se cuente conmigo para nada.

D.ª Serafina dio un paso hacia la puerta. Gloria la detuvo.

Corriendo en seguida hacia Morton y poniéndole la mano en el pecho, como quien la pone sobre los Evangelios para jurar, la huérfana de Lantigua, con voz de ángel más que de mujer, dijo así:

-Si para todos eres criminal, para mí eres inocente.

-¡Oh, bendita tú mil veces! -exclamó Morton abrazándola con violencia, antes de que nadie lo pudiera impedir-. ¡Y habrá quien pretenda separarme de ti!... Eres mi esposa... Me perteneces... Te reclamo... te llevaré conmigo de grado o por fuerza, sin consideración a nadie ni a nada... ¡Señor cardenal, señores, repito que quiero ser cristiano... pronto!

El cardenal tomó a Gloria de la mano y la apartó del hebreo.

-Nosotros... -balbució frunciendo el ceño-. Nosotros... Las circunstancias han cambiado.

Todos volvieron a mirar a Esther, que se abalanzó hacia su hijo, y con violento gesto y tono imperativo exclamó:

-Vámonos de aquí. ¿No ves que te arrojan?

Hubo un momento de perplejidad. Los Lantiguas se miraban unos a otros consultándose con los ojos.

-Es preciso -dijo Amarillo desde cierta distancia-, que el señor se embarque hoy mismo para Inglaterra.

-Esto es una farsa -dijo D. Buenaventura enérgicamente.

-¡Sí, una farsa! -repitió Morton.

-Señora -exclamó lleno de enojo el banquero-, ruego a usted que se retire de nuestra casa.

-¡Es a ti a quien arrojan, madre! -gritó Daniel dando algunos pasos hacia ella.

-Y me retiraré -dijo Esther.

-Señora... -balbució el cardenal queriendo ser cortés y al mismo tiempo justo, y riguroso y blando, y queriendo entender lo inteligible y resolver lo insoluble.

Dentro de la cabeza de Su Eminencia había una madeja que no se podía desenredar. Don Ángel llamaba en su ayuda al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo vino. He aquí cómo.

Gloria fue el Verbo que puso fin a la pavorosa contienda de tantos sentimientos, diciendo:

-Querido tío, ¿por qué tanto afán? Yo no quiero casarme.

-¡Tú...!

-No señor; Dios no quiere que sigamos ese camino, y hablando en mi interior, me señala el único posible. Quiero retirarme a un convento.

Y al decir esto, fue estrechada por los amantes brazos de D.ª Serafina, que lanzó una exclamación de júbilo. ¡Había triunfado después de prueba tan peligrosa, y abrazaba a su víctima cual si temiera que aún se le escapase otra vez! No daremos a aquella santa señora un nombre verdaderamente propio y característico, si no la llamamos el Mefistófeles del Cielo.

D. Ángel, D. Buenaventura y los demás presentes se quedaron lelos. Esther extendió su varonil brazo y dejó caer su mano sobre el hombro de Daniel, que sintió encima el peso de una losa. Abrumado y atónito, su espíritu no tenía ya fuerzas ni para sentir ni para razonar.

Gloria tomó el brazo de su tía, y dando la izquierda mano al cardenal, que la estrechaba con cariño, dirigiose lentamente a la puerta. Con su última mirada, semejante al postrer rayo del sol que se pone dando paso a la noche más negra, echó fuera de su alma toda aquella esencia, a la par deliciosa y terrible, que por tanto tiempo la había llenado. Fue como un vaso de perfume que se vacía por completo.

D. Buenaventura siguió a la familia, que se retiraba. D. Juan Amarillo, deseando ponerse a mayor distancia de Daniel Morton, salió andando con las puntas de los pies; hizo señas al cura y a Sedeño, y poco después los tres susurraban en el comedor.

Morton había caído en una silla, y su cabeza, sostenida entre los brazos, descansaba en el respaldo de ella. Esther puso su blanca mano sobre los cabellos del joven, y con voz trémula y cariñosa dijo así:

-¡Te he salvado... hijo de mi corazón! Al fin eres mío otra vez.

-¡Salvarme! -repuso Morton alzando con violencia el rostro-. Yo probaré la falsedad de tus palabras... Me será muy fácil probarla... Mañana.

-No será fácil. He tomado mis medidas.

-Me has deshonrado de una manera cruel.

-¿Qué me importa tu deshonra en este lugarón oscuro y vil? En todo el mundo brilla tu honor como el sol... Ya eres mío. Mi ingenio y la súbita resolución de esa buena joven, que sin duda ha conocido tu impostura, nos han salvado... Eres mío -añadió con inmenso júbilo-, eres nuestro Daniel; no abjuras, no abandonas nuestra religión... ¡Oh, hijo mío, me parece que te he dado a luz dos veces!

-No cantes victoria todavía... Ya oíste lo que dijo ella. No te creyó, ella no duda de mi inocencia.

-Pero ha renunciado a ser tu mujer. Ha demostrado tener un buen juicio y una rectitud que tú no conoces.

-¡Impostora!

-¡Y lo dices tú! Yo he aprendido de ti. También Jehová ha hablado a mi corazón y me ha dicho: «sálvale»... ¿Crees que tú solo eres capaz de ser iluminado? -añadió con ironía-. O el Señor habla para todos o para ninguno.

-¡Ella no te ha creído! no, no podía creerte. Entre su pensamiento y el mío, como entre nuestros corazones, existe una cadena misteriosa.

-Ella no me ha creído; pero me han creído los demás. Esta honrada familia no querrá cuentas contigo.

-Probaré mi inocencia.

-Así como es fácil infundir sospechas, es muy difícil destruirlas. El ser humano es así. Te exigirán pruebas que a mí no me han exigido.

-Las daré.

-Tendrás que ir a Inglaterra, volver...

-Iré, volveré.

-Pero en tanto tiempo... Por ahora eres mío. Tengo el apoyo de una autoridad, cuyo celo podrás tener idea, observando que en mi dedo no existe ya el brillante de gran tamaño que me regalaste.

Esther mostró su mano derecha.

-Ese horrible alcalde -dijo Morton-, no podrá prolongar mucho su indigna farsa venal.

-El cónsul llega esta tarde. También es mío.

-Me presentaré al Gobernador.

-Para eso se necesita tiempo... y yo, una vez conseguido mi principal objeto, que es poner una insuperable barrera de sospechas entre ti y los Lantiguas, no te molestaré más.

-¿Qué barrera es esa?

-Enseñar a esa gente la carta en que manifiestas a tu padre el secreto de tu cristianismo.

-No puedes tener esa carta.

-He telegrafiado a tu padre, diciéndole que me la mande en cuanto la reciba -dijo Esther con la severidad de un juez que sentencia-. Entretanto mi deseo ha sido aplazar, detener. La comedia de hoy no ha tenido otro objeto.

-¡Aplazar, detener! -murmuró Daniel, meditando en cosa tan sencilla, cual si se hubiera vuelto idiota.

-Sí, el alcalde me ha asegurado que podría detenerte hasta tres días, amparado del desgobierno que hay en España... Dirá después que se equivocó, que estabas predicando el hebraísmo en las calles... dirá cualquier cosa, y no perderá su vara por eso... Además de esto, los Lantiguas, si no están absolutamente convencidos de tus maldades, sospechan, y mientras sospechen, no habrá conversión, ni matrimonio, ni nada... En tanto llega la carta que escribiste a tu padre...

-Yo desbarataré tus maquinaciones. Esto no puede ser. Tendrás compasión de mí: soy tu hijo. ¡Y dices que me has dado a luz dos veces!... Yo digo que la única ha estado de más.

-¿Para qué te afanas por lo imposible? -dijo la madre cariñosamente-. Mis estratagemas lo mismo que tu febril desasosiego no tienen objeto ya. Tu esposa te ha despedido. Tu esposa se divorcia y toma otro marido, el hombre clavado. Y todavía dudas, todavía tu alma se apega a ella, que te desprecia...

-Eso no puede ser.

-¿No la oíste?

-Sí; pero será un capricho momentáneo... Pasará, recobrará su buen juicio.

Entró en el mismo instante D. Buenaventura, serio como quien asiste a un funeral, y con voz conmovida dijo:

-La resolución de mi sobrina es irrevocable. Todo ha concluido.

-¿Verdad que no hay esperanzas? -dijo Esther.

-Ninguna. Mañana partirá Gloria para Valladolid con mi hermana.

En la pieza inmediata habían cesado los susurros del alcalde, Sedeño y Romero; los tres atendían.

-Salgamos de aquí -dijo Esther con impaciencia tomando el brazo de su hijo.

-Todo ha concluido -repitió el banquero abrumado de pena-. Dios no quiere, no quiere, porque en verdad... se ha hecho todo lo que se ha podido.

Daniel se levantó. Parecía que llevaba encima todo el peso del mundo.

Esther y su hijo salieron. Ella iba como quien va a la patria, él como quien marcha al destierro. Al poner el pie en el jardín, el hebreo se estremeció de pies a cabeza, sintiendo una voz... Era la voz de Gloria que reía. Nunca había oído Daniel aquella hermosa voz desplegarse en risa semejante.

-Adelante; no te detengas -dijo Esther guiándole como un lazarillo un ciego-. Ya estamos en salvo.

Unos cuantos pasos más, y salieron del jardín en cuya puerta estaba Sansón, como gigante de centinela en el pórtico de un castillo de hadas.